Desde el pasado mes de marzo la
administración Trump empezó su arremetida contra universidades como las de
Columbia, Princeton, Cornell, Northwestern, Florida, Harvard, Yale, Stanford y
varias otras. Esta situación se radicalizó durante las protestas universitarias
contra la guerra en Gaza en la Universidad de Columbia, que le dio pie a Trump
para señalar que dicha institución educativa era semillero de radicalismo
izquierdista, de antisemitismo disfrazado de activismo. Trump indicó que si esa
universidad quería seguir recibiendo las contribuciones federales debía efectuar
cambios radicales en sus contenidos educativos y políticas.
Luego Trump pasó a imponer la
retención de fondos a las universidades que han sido escenario no solo de las
protestas contra el conflicto armado entre Israel y Hamás, sino contra todas
las que impulsan políticas de diversidad, igualdad e inclusión. La respuesta de
las universidades ha sido desigual, unas han dejado mucho que desear, otras se
han movido entre la tibieza, la cautela o otras de plano prefieren hacer como
que nada ha sucedido. Mientras las universidades públicas, que dependen exclusivamente
de financiamiento público, han optado por mantener una postura de «neutralidad»
institucional, argumentando que no pueden tomar posiciones políticas explícitas
con el fin de no comprometer su credibilidad académica ni su mismo
financiamiento. Esto refleja un frágil compromiso no solo con la libertad académica,
la libertad en general y su propia autonomía, sino también con los principios
fundamentales de la democracia estadounidense.
Varias universidades se han conformado
en una red de defensa común, lo cierto es que su fortaleza depende mucho del
soporte económico con que cuenten, lo que se ha evidenciado con la postura de
la Universidad de Harvard, que es la más firme en rechazar los
condicionamientos y atropellos de Trump. Pero eso está respaldado por una
tradición de autonomía académica, de defensa de la libertad de cátedra, de su
liderazgo intelectual a escala mundial, de su fuerte compromiso con la
diversidad y la inclusión, del respaldo de egresados y plantilla académica
influyente en el campo económico y político. Pero, además de eso, Harvard
cuenta con un enorme fondo patrimonial que supera los 50 mil millones de
dólares, lo que le da un margen de maniobra que otras instituciones no pueden
tener ante las actuales presiones políticas que sufren.
Los ataques de Donald Trump hay
que ubicarlos como parte de una estrategia más amplia de una guerra cultural de
la derecha estadounidense, donde presenta a las instituciones académicas como
enemigas de los valores tradicionales, conservadores y patrióticos. Es una embestida
que reflejan una narrativa política que viene de años atrás y busca
desacreditar todo lo que se percibe como «élite liberal» o que suene a
«progresismo institucionalizado». Lo paradójico es que varios de los principales
asesores de Trump y políticos republicanos, e incluso empresarios, que arremeten
contra las instituciones de educación superior estudiaron en alguna de ellas.
Para Trump las universidades
son centros de adoctrinamiento izquierdista, donde se promueve el marxismo
cultural, o la ideología woke y una visión negativa de Estados
Unidos. Sus ataques a las universidades en el lenguaje de Trump es una «guerra
contra la progresía», ya que considera que las universidades de Estados Unidos han
dejado de ser espacios de pensamiento libre para convertirse en fábricas de
radicalismo progresista expresados en sus estudios de género, raza y
diversidad. Para frenar eso quiere imponer a los centros educativos
universitarios que modifiquen sus políticas: cambiar sus planes y contenidos de
estudio —por ejemplo, demanda modificaciones en las maneras de enseñar la
historia intentando reescribir la misma y borrar teorías e interpretaciones de
ciertas etapas históricas para acomodarlas a las exégesis de derecha—, poner
punto final a determinados programas que vulneran la democracia y/o pluralidad,
eliminar carreras «no rentables» o consideradas ideológicas o sin perspectivas
de tener demanda del mercado laboral, como es el caso de las humanidades,
estudios de género… y priorizar la formación en disciplinas «no ideológicas» como
ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas (STEM).
La situación ha llegado a tal
extremo que varios académicos han decidido abandonar Estados Unidos.
Investigadores como Timothy Snyder, Marci Shore o John Stanley, por ejemplo,
han optado por dejar la universidad de Yale y trasladarse a vivir a Toronto. La
cacería contra académicos es tal que se cancelan visas de trabajo, el FBI allana
sus hogares para incautarles sus equipos de cómputo y otros materiales, todo
ello con el silencio y/o complicidad de las mismas autoridades universitarias; esta
cuestión también ha alcanzado a cientos de estudiantes que han visto cómo les
cancelan sus visas y temen una posible deportación (shre.ink/MdYp).
Pero esto no es inédito en
Estados Unidos: persecuciones similares se pusieron en marcha en otros momentos:
por ejemplo, en los años cincuenta del siglo pasado en la llamada era McCarthy
se impuso, en plena guerra fría, una cacería de brujas contra los comunistas en
todos los ámbitos sociales —como lo retrató Philip Roth en Me casé con un
comunista—, lo que se tradujo en el llamado Terror Rojo traducido en que profesores
universitarios fueran investigados, humillados públicamente, despedidos o
censurados por tener simpatías comunistas, por haber firmado manifiestos o
simplemente por negarse a delatar a colegas. Las mismas universidades fueron
presionadas para investirse de patrióticas y despedir a quienes no se alinearan
con los valores estadounidenses.
Sin embargo, a pesar de que
cada cierto tiempo las universidades en ese país han sufrido embates del poder,
también es real que el caso más extremo es el que ahora impulsa Donald Trump
porque su narrativa política va de la mano con propuestas legislativas y una
batería de órdenes ejecutivas coordinadas desde el poder federal contra las
universidades. Esto se da en un momento en que los contrapesos se erosionan,
cuando un sector de la sociedad estadounidense también ve a la educación
superior como una amenaza ideológica y el resentimiento que existe contra las
universidades privadas justifica que se repriman.
La fortaleza de la democracia
tradicionalmente se ha medido por su longevidad y por la solidez de sus
mecanismos de equilibrio de poder, características que supuestamente
distinguían a Estados Unidos. Sin embargo, los acontecimientos recientes en
dicho país con sus universidades revelan una realidad: las instituciones, por
robustas que sean, no son invulnerables. La verdadera salvaguarda de un sistema
democrático no radica solo en una robusta ciudadanía, sino también en el
compromiso de sus políticos con los valores democráticos. Cuando esos valores
se debilitan, incluso democracias históricamente estables como la
estadounidense se fragilizan ante liderazgos con tendencias autocráticas como
el de Donald Trump.
* @tulios41