El hombre, a la altura de Dios
Como todos los grandes cambios históricos, el Renacimiento nació matando. Un ímpetu renovado, un viento fresco y claro empezó a inundar los palacios y las universidades europeas sacudiendo las conciencias. Aquel dios terrible de los templos románicos fue ahora mirado con otros ojos que lo aproximaban al hombre, su criatura. La razón se erguía vacilante entre las brumosas supersticiones medievales y el espíritu humano cedía a la necesidad de remontarse cabalgando en la “belleza” como había hecho en los tiempos de Grecia y Roma. El mundo cambiaba de piel sin que nadie pudiera evitarlo, pero hasta la más mínima alteración chocaba con los dogmas religiosos que habían sido durante siglos los pilares de cualquier clase de pensamiento: toda idea novedosa tenía que confrontarse con la Biblia y aceptarse o desecharse en consecuencia. ¿Qué valía la palabra del hombre frente a la palabra de Dios? ¿Cómo comparar la inteligencia humana con la omnisciencia divina?
Ante ese incontestable razonamiento, se opusieron otras nociones. Por ejemplo, que la inteligencia humana no es despreciable en sí, porque la razón es un regalo divino que glorifica al Creador. Y más todavía: según el gran Erasmo de Rotterdam, la mente es el vehículo que mejor puede acercarnos a Dios con sinceridad. A esto, el dogma replicaba cerradamente que cuando el hombre intenta penetrar en los misterios de la creación, por fuerza tiene que aceptar lo que Dios nos ha revelado, porque es imposible y blasfemo sospechar que haya
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