La forja del lenguaje
En los últimos dos millones de años algo ocurrió en la biología y la cultura humanas que cambió para siempre nuestra naturaleza. No sabemos si fue un proceso puntual o el resultado de un lento cambio evolutivo, si se debió a un único factor –por ejemplo, una modificación genética– o a la combinación de varios elementos –biológicos, sociales, culturales–. Sea como fuere, el resultado es claro: los humanos modernos habitamos una realidad muy distinta a la de cualquier otro ser de este planeta. Aunque podamos compartir el mismo espacio físico que las otras especies animales, nuestra mente se desarrolla en un plano del conocimiento que, hasta donde sabemos, no existe, ni de lejos, en ningún otro cerebro. La razón de ello conforma la característica más sobresaliente de nuestra naturaleza: el lenguaje. Es la exclusiva herramienta que utilizamos para comunicarnos y, sobre todo, para articular el pensamiento.
Los animales poseen, por supuesto, sistemas de comunicación muy diversos y con distintos grados de complejidad. Pero ninguno de ellos es un lenguaje. Son otra cosa. Entre los sistemas de comunicación animal y el lenguaje hay un abismo que aún no sabemos cómo se ha generado en el proceso evolutivo. Echando mano de una reflexión del paleoantropólogo Ian Tattersall, si alguna otra especie poseyera un lenguaje que nos permitiera intercambiar con ella ideas complejas y de manera fluida, esa especie sería nosotros en el más profundo de los sentidos.
Por lo tanto, conviene aclarar antes de nada qué es y qué no es un
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