Shostakóvich, la música y la paz...
La música mexicana es extraordinaria, sobre todo en sus manifestaciones populares, dijo ayer Dimitri Shostakóvich.
En pantuflas, con los picos de la camisa vueltos hacia arriba, la corbata mal anudada y un aire de absoluta despreocupación por su aspecto exterior, habló con Excélsior.
Su voz tiene tonos acariciadores. Es musical y suavemente manejada. Dos arrugas que son como dos cortes profundos que se inician a uno y otro lados de la nariz y terminan a la altura de las comisuras de los labios, imprimen un gesto especial a su rostro, de tez blanca y resuelto en líneas y angulosidades enérgicas.
Sonríe con frecuencia. Pero da idea de que sonríe solamente con la boca, como si fuese independiente del resto de la cara. Los ojos de color verde, tienen una fijeza que no pasa inadvertida y que lleva al convencimiento de que este hombre, conocido en el mundo entero, vive en continua introversión, muy ajeno a cuanto le rodea.
A su lado, Dimitri Kabalevski, otro de los grandes compositores rusos contemporáneos, ofrece un contraste perfecto:
Es alto y espigado y no de estatura media y macizo, como Shostakóvich. Ríe con los labios, con los ojos, con el rostro mismo. Es extrovertido y se manifiesta en grandes ademanes, carcajadas sonoras, tonos altos y bajos en la voz y una alegría que resulta contagiosa.
Hay algo, sin embargo, que lo iguala con Shostakóvich: la indiferencia por su aspecto exterior. El traje gris que viste es viejo; uno de los botones del saco se saltó hace mucho tiempo y no ha sido sustituido. La corbata de grandes rayas en diversos tonos
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