CUERDA FLOJA
Lo primero que llamó su atención al entrar a la casa fue la escultura en bronce de un gran caballo, imponente, con las patas delanteras al aire, mirando impetuoso hacia el horizonte. Atrás, el mar se extendía en toda su majestuosidad. La vista la dejó perpleja. Se aferró al brazo de Pilar como si al hacerlo pudiera compartir la emoción que sentía. Por un momento se olvidó de Charly, del vestido, del señor de pelo plateado, de John Wayne. Prevalecía ante sus ojos aquel paisaje de ensueño. El sol, como una bola de lava candente, se fundía lento entre las nubes arrojando hilos delgados que formaban un halo de luz. Retumbaban intensas las olas rompiendo contra las rocas. El cielo se desangraba en tonos rojos, naranjas, amarillos, morados: era un gran lienzo hecho con la vastedad del universo. ¿Habría algún pintor capaz de recrear tanta belleza? La puesta del sol traía también los chillidos de los pelícanos lanzándose en picada como proyectiles en caída libre. A la distancia cruzaba un yate dibujando a su paso una estela plateada, un camino de luz como el resplandor de la luna sobre el agua. La brisa mecía con suavidad el vestido de Alicia. La tela se le pegaba al cuerpo para luego deslizarse libre en el sentido que indicaba el viento. Había magia en aquella estampa de la naturaleza.
Álvaro, su suegro, se detuvo un instante a conversar con su amigo, después las alcanzó. Pilar lo miró de
Estás leyendo una previsualización, suscríbete para leer más.
Comienza tus 30 días gratuitos