Los soldados macedonios alinearon sus largas picas (sarisas) al unísono, como un solo hombre. Aquella formación se convirtió en un erizo. Los legionarios no podían atacar las filas enemigas sin riesgo de quedar ensartados en esas púas letales. El cónsul romano Lucio Emilio Paulo contempló con preocupación la escena: la disciplina exhibida por sus rivales los convertía en dignos herederos de Alejandro Magno. En el verano de 168 a. C., el reino de Macedonia y la República de Roma se disponían a librar un enfrentamiento decisivo. Tras décadas de rivalidad, estaba en juego cuál de los dos se convertiría en la potencia dominante en Grecia. Pero en Pidna, en el golfo de Tesalónica, se iba a dirimir algo más que esa supremacía. Cada ejército tenía un modo particular de hacer la guerra: la falange y la legión.
Las formaciones de picas cerradas habían permitido a Alejandro Magno conquistar el Imperio persa. Gracias a ellas, los sucesores del rey macedonio se convirtieron en los señores del Mediterráneo oriental. La principal ventaja de estas filas de piqueros era su capacidad para inmovilizar al enemigo en medio de un bosque de picas, mientras la caballería y otras unidades de apoyo golpeaban sus flancos.
En sus orígenes (siglos vi-v a.