Nevó. Desde el balcón observé cómo la noche lidiaba por un lugar en la oscuridad del nirvana. Yo intentaba herirla perezosamente con un suave haz de luz de una linterna con pilas agotadas. La pequeña circunferencia sellaba débil la nieve que cubría el barrio. Techos, tendederos, bicicletas, plantas y arbustos, sillones, trastos abandonados, pelotas de futbol, refugios de gatos, todo lo que ocupa una vecindad. Es rara la nieve en Barcelona.
A mitad de la noche desperté sobresaltado. Sentí la fuerza de unos dedos en punta, insistiendo ponzoñosos sobre mi hombro. Cuando abrí los ojos vi frente a mí, parado al borde de mi cama, a Roberto Bolaño.
-¿Qué has hecho? -me dice-.
-¿Cómo?
-¿Que qué has hecho? ¿Y qué piensas hacer?
Y en esta segunda pregunta su tono fue aún más fuerte, inquisitorio, exasperado.
-¿Ah? Es que no sé… -traté de decir-.
-¿Cómo que no sabes? -dijo enfurecido-.
Todavía en duermevela, intenté calmarlo. Quería, pero no podía callar a Bolaño que me agarraba del cuello y me sacudía a gritos. Luego me soltaba y caminaba por la pequeña habitación. Lo hacía en círculos, en pocos pasos. Iba de un lado al otro de la cama. Agitaba los brazos como