Sellado con un beso
Por Nikki Logan
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Cuando el abogado Grant McMurtrie se vio obligado a volver a su localidad natal, descubrió que los ecologistas pretendían dividir su granja familiar, así que se enfrentó a la mujer al cargo, la investigadora marina Kate Dickson.
Acostumbrado a las verdades a medias en su trabajo, la pasión de Kate por sus preciosas focas le pareció difícil de explicar, pero pronto empezó a confiar en aquella mujer decidida y valiente. Por primera vez en su vida se sintió enamorado y estaba dispuesto a hacer un contrato muy personal. ¿Aceptaría Kate su cláusula final… estar juntos para siempre?
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Sellado con un beso - Nikki Logan
CAPÍTULO 1
RESPETUOSAMENTE suya… Kate.
Grant bufó. ¿Desde cuándo Kate Dickson era respetuosa con su padre?
Ella y su banda itinerante de ecologistas eran los únicos responsables de estropear el rancho de Leo McMurtrie. Y de su muerte posterior.
La ciudad podía creer que Leo había tenido una cardiopatía, pero el alcalde, que era el mejor amigo de Leo, el doctor y él… pensaban diferente. Él encontró a su padre en el asiento delantero del coche parado, cuando aún le quedaba gasolina.
La carta de Kate Dickson seguía abierta en la encimera de la cocina de Leo, donde Grant la había dejado, junto con todo lo demás, hasta el dictamen final del médico y el funeral.
En ese momento la ojeó.
Negociar la zona de protección… Proteger a las focas… Limitar la actividad agrícola… Lamentablemente…
Primero respeto; ahora, pesar.
¿Qué había de respetuoso en acosar a un hombre mayor para que te dejara entrar en su tierra y luego poner en marcha el engranaje medioambiental para establecer severas restricciones en veintiocho kilómetros de su litoral?
Y se llamaba a sí misma científica, etiquetaba su trabajo como investigación, pero sólo era una aprovechada cuyo objetivo era labrarse un nombre.
A costa de su padre.
No se le escapó la ironía de que por primera vez después de su muerte se hallaba en el rincón de su padre, y que el único terreno en común que tenían estuviera más allá de la tumba.
Estrujó la carta de caligrafía delicada y borró a la irritante Kate Dickson de su mente. Luego apoyó la cabeza en los puños cerrados y soltó un suspiro trémulo.
Y luego otro.
Un sonido agudo hizo que se incorporara, y sin pensárselo, levantó el auricular.
–McMurtrie.
Hubo una pausa.
–¿Señor McMurtrie?
Grant entendió la confusión de inmediato.
–McMurtrie hijo.
–Oh, lo… lo siento. ¿Está su padre, por favor?
Sintió que se le atenazaban las entrañas. El hombre que lo había criado jamás había estado para él y ya nunca lo estaría.
–No.
–¿Volverá hoy? Esperaba poder hablar…
Jadeante. Joven. Sólo se le ocurría una mujer que el día anterior no había asistido al atestado funeral. Que desconocía su muerte. Miró la carta.
–¿La señorita Dickson, supongo?
–Sí.
–Señorita Dickson, mi padre falleció la semana pasada.
El sonido asombrado sonó auténtico. También la agónica pausa que siguió y la voz tensa cuando finalmente volvió a hablar.
–No tenía ni idea. Lo siento mucho.
«Sí, estoy seguro. Igual que habías empezado a avanzar con tus descabellados planes». Como hablara, diría exactamente eso. De modo que guardó silencio.
–¿Cómo se encuentra usted? –preguntó con voz baja–. ¿Puedo hacer algo?
La cortesía rural lo desconcertó unos momentos. Esa mujer no lo conocía, pero su tono de preocupación era auténtico y lo crispó.
–Sí. Puede mantener a su gente fuera de esta propiedad. Su brigada microscópica y usted ya no son bienvenidos.
La voz respiró hondo, como atónita.
–Señor McMurtrie…
–Puede que haya engatusado a mi padre para que la dejara entrar en su tierra, pero ese acuerdo ya es nulo. No habrá ninguna renegociación.
–Pero teníamos un compromiso.
–Salvo que estuviera por escrito y tuviera la cláusula «a perpetuidad» en negrita, entonces no tiene nada.
–Señor McMurtrie –su voz se endureció.
«Aquí vamos…».
–El acuerdo que tenía con su padre no era sólo con él. Disponía del respaldo del Concejo Shire. Va acompañado de unos fondos financieros del distrito. No puede desligarse con tanta facilidad, sin importar lo trágicas que fueran las circunstancias.
–Pues míreme y lo verá.
Lo más satisfactorio de la semana fue colgar. Le brindaba una salida. Un punto de concentración. Culpar a alguien ayudaba, porque así no tenía que culpar al hombre que había perdido y con quien no se hablaba desde hacía diecinueve años.
Nada podría devolver a la vida al hombre del que se había alejado nada más cumplir la mayoría de edad legal. Pero sí podía hacer una cosa por él….
Podía salvar el rancho.
No podía dirigirlo. No estaba más preparado que cuando se marchó a los dieciséis años. Pero podía mantenerlo vivo. Una semana, un mes, lo que hiciera falta para ponerlo en forma y listo para vendérselo a alguien que lo hiciera grande.
Nunca tuvo alma de granjero y la muerte de Leo McMurtrie no había cambiado un ápice de eso.
Kate Dickson había estado en ese porche rústico demasiadas veces y se había preparado para esa discusión demasiado a menudo. Fueron doce meses de sólidas negociaciones, casi súplicas, para que Leo McMurtrie aceptara que su equipo y ella condujeran su investigación de tres años en la propiedad. Y en el último y crucial año de las operaciones, volvía a estar en el mismo sitio que al comienzo.
Y nada menos que enfrentándose a un abogado. Tras una hora en Internet había localizado al hijo único de Leo McMurtrie, Grant. Era especialista en contratos de la ciudad y estaba indignado y todavía doliente, por lo que pudo atisbar por teléfono la semana anterior.
Llamó a la puerta de madera recién pintada y se alisó su mejor traje. Las faldas y chaquetas ceñidas no eran su predilección, pero conservaba dos para ocasiones como ésa.
Nadie abrió. Miró alrededor nerviosa. Había alguien en casa, se escuchaba la música alta desde el corazón del rancho. Volvió a llamar y esperó.
Cuando nadie salió, probó el pomo. Se abrió y el sonido de la música se intensificó.
–¿Hola? –gritó en el largo pasillo, por encima del estridente sonido del heavy metal–. ¿Señor McMurtrie?
Nada.
Maldiciendo para sus adentros, avanzó en dirección al ruido ensordecedor. De inmediato captó el olor a pintura y vio sábanas viejas floreadas que cubrían el mobiliario de las distintas habitaciones. Sábanas incongruentes en una propiedad perteneciente a un hombre más duro que el acero como Leo McMurtrie. Incluso tras el acuerdo, se había mostrado arisco como una mula y con el vocabulario de un marinero. El que durmiera en sábanas con flores no encajaba con el hombre que había conocido.
Aunque la verdad era que apenas lo había conocido. Leo no había querido que lo conocieran.
–¿Hola? –avanzó de puntillas.
–¿Qué diablos…?
De la nada apareció una pared de roca sólida y chocó contra ella, haciendo que trastabillara hacia atrás. Kate se lanzó hacia el cubo de pintura que se inclinaba entre ellos al tiempo que unas manos masculinas hacían lo mismo y los dos terminaron medio en cuclillas. Lograron enderezar el cubo y evitar ensuciar más el suelo con pintura.
Lo segundo que notó Kate fue la intensidad de unos ojos del color del mar que la miraron centelleantes con las cejas fruncidas.
Luchó por concentrarse en otra cosa. La pintura chorreaba de su ropa, formando un charco a sus pies.
–Oh…
–¡No se mueva! –bramó el hijo de Leo McMurtrie, bloqueándole el paso con el cuerpo mientras apartaba con cuidado el cubo. Con unos trapos limpió el charco, pero ella seguía goteando profusamente–. ¡Quítese esa chaqueta!
Kate se crispó ante ese tono autoritario, pero era evidente que su chaqueta había recibido la mayor parte de la pintura y aún caía al suelo. Se la quitó, la hizo una bola sin preocuparse más por ella y la arrojó hacia el creciente montón de trapos sucios que había en un rincón.
Unos ojos se posaron en su manchada falda beis.
–Ésta se queda –afirmó ella sin lugar a equívocos.
Los labios de él quisieron sonreír, pero el ceño no se lo permitió. Se agachó y, sin decir palabra la sostuvo por la parte de atrás de las piernas y comenzó a limpiarle la pintura de la falda ceñida, de los muslos que se pusieron rígidos por la sorpresa.
Kate obedeció hasta que terminó, mortificada por sentirse como esa niña que con tanto esfuerzo había intentado dejar atrás. La niña que hacía lo que los demás decían. McMurtrie hijo se incorporó y siguió mirándola ceñudo. Esos ojos cautivadores estaban perfectamente encajados en una cara oval enmarcada por un pelo corto y rubio arenoso a juego con una barba de dos días. Unos ojos que hacían juego con la camisa caqui abierta hasta la mitad de su torso cubierto de vello dorado y que revelaba una alianza de oro sujeta por un cordel de cuero alrededor del cuello.
Desesperada por reconducir la situación hacia el lado profesional, Kate se apartó el tupido cabello oscuro del rostro y se acomodó las gafas. Se irguió lo mejor que podría hacerlo una mujer cubierta de pintura y extendió una mano derecha.
Demasiado tarde notó que la tenía con pintura y probablemente también la tendría en el cabello y en las gafas. La bajó como si se tratara de un peso muerto.
«Buen toque, Kate».
Pero la pragmática que llevaba dentro le dijo que lo hecho, hecho estaba. Ya sólo podía subir.
–Señor McMurtrie…
–¿No sabe lo que es llamar? –la miró furioso.
Ella entrecerró los ojos. Quizá no estaba de duelo. Quizá siempre era un imbécil. De tal palo, tal astilla. Aunque había llegado a sentir un gran afecto por el padre, al principio había sido muy duro de pelar.
–¿Nunca ha oído hablar de un tímpano perforado? –gritó ella en respuesta.
Sólo entonces él pareció darse cuenta que la música seguía sonando a gran volumen. Giró y cambió el dial. Al regresar, se había cerrado dos botones más de la camisa. Una parte pequeña de Kate lamentó la pérdida de ese torso masculino.
–Gracias –le dijo; su voz sonó demasiado alta en el silencio nuevo–. ¿Siempre le gusta escuchar la música heavy al máximo?
–Es mejor que beber.
Ella frunció el ceño, preguntándose la relación de esas dos cosas.
–Soy Kate Dickson. Usted debe de ser Grant McMurtrie.
–Debe de ser la mejor de su profesión con esa capacidad deductiva.
Soslayó el sarcasmo.
–No me ha devuelto las llamadas.
–No.
–Así que he venido en persona.
–Ya lo veo –estudió la blusa manchada de pintura–. Lamento lo de su traje.
–Tampoco me gusta –se encogió de hombros.
–Entonces, ¿por qué lo lleva?
–Es lo socialmente correcto.
La evaluó.
–¿Qué preferiría ponerse?
–Un traje de neopreno.