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Libertad para amar
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Libro electrónico254 páginas3 horas

Libertad para amar

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Era bella, descarada y muy mandona.
Eli Chandler no necesitaba a ninguna rebelde pelirroja que le complicara la vida. Con una novia que había desaparecido y un astuto jugador suelto tenía más que suficiente. Entonces, ¿por qué sentía esa increíble atracción y esas ansias de amor por la hija del jefe?
Eli Chandler siempre cumplía sus promesas y sus votos. Y eso era algo que Delilah Jackson apreciaba. Del mismo modo que apreciaba los peligrosos sentimientos que provocaba en ella y que le recordaban que era una mujer, además de una ranchera.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 jun 2014
ISBN9788468743462
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    Libertad para amar - Bronwyn Williams

    Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2002 Dixie Browning & Mary Williams

    © 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

    Libertad para amar, n.º 302 - junio 2014

    Título original: Beckett’s Birthright

    Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

    Publicada en español en 2003

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

    I.S.B.N.: 978-84-687-4346-2

    Editor responsable: Luis Pugni

    Conversión ebook: MT Color & Diseño

    Uno

    Orange County, NC 1899

    Estaba cansado. Cansado de ir de un lado a otro, de seguir falsas pistas, de hacer las mismas preguntas pueblo tras pueblo, salón tras salón, garito tras garito. Siempre las mismas frases hechas: «parece que esta noche la suerte está de mi parte, amigos. Ah, por cierto. Si por casualidad ven a un caballero con un mechón de pelo blanco justo encima de la ceja izquierda…»

    A veces daba resultado. Alguien había visto a un hombre que encajaba con esa descripción. Algunos incluso recordaban su nombre: Chips, Deuce, John Smith… nombres evidentemente falsos. Y, al cabo de unas cuantas preguntas más, Chandler volvía a ponerse en camino. Otro pueblo, otra partida, otra pista.

    Pero ya era demasiado. A veces se sentía tentado de abandonar. De echar raíces en algún sitio y empezar a labrarse un futuro nuevo, sin vínculo alguno con el pasado. El Bar J no sería un mal rancho para establecerse. Estaba lejos de Crow Fly, en el Territorio de Oklahoma, pero quizá eso constituyera precisamente una ventaja. Allí no quedaba nada estrictamente suyo: nada excepto un viejo establo y unos pocos miles de acres de una tierra agostada. Que, a buen seguro, a esas horas estaría ocupada por algún pobre diablo.

    —Pues que le aproveche —pronunció entre dientes mientras se levantaba de su escritorio. Aspiró profundamente varias veces, llenándose los pulmones del fresco aire primaveral. Se quitó su viejo Stetson negro y se rascó la cabeza. Por la ventana de la oficina vio a un par de trabajadores entreteniéndose lanzando herraduras. Se suponía que tenían que estar cambiando los goznes de la puerta de entrada, pero… estaban en primavera. Bien podía concederles una merecido descaso.

    Estuvo a punto de reunirse con ellos. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que se había permitido hacer algo tan improductivo como lanzar herraduras? La última vez que se había tomado un día entero libre, por puro placer, fue cuando estuvo comiendo con Abbie, a varios kilómetros de Charleston, en el parque de la orilla del río.

    Qué ironía. Después de pasar casi dos años persiguiendo al hombre que secuestró a su prometida, había terminado regresando nuevamente al Este, a solo unos cientos de kilómetros del lugar donde había dejado a su mejor amigo, a su gran amor y… toda su fortuna. La imagen de una mujer de pelo oscuro y complexión menuda acudió a su mente. Pero antes de que pudiera cobrar una forma más precisa, la puerta trasera se abrió de pronto:

    —¿Listo para ver a los nuevos?

    Reacio, Elias Chandler volvió a la realidad. Asintió con la cabeza.

    —Supongo que ninguno de ellos tendrá un mechón blanco sobre su ceja izquierda…

    Cuando lo contrataron como administrador del Bar J, siete meses atrás, todo el mundo sabía ya que estaba buscando a un tahúr con esa descripción. La creencia general era que se trataba de un asunto de deudas de juego.

    —No. Lo siento —a Shem, el hombre de avanzada edad al que había sustituido como administrador, todavía le gustaba echar una mano en el rancho.

    —Que vengan, entonces. De uno en uno. ¿Cuántos se han presentado?

    —Cuatro. Tres tienen posibilidades, pero el otro no.

    Eli no preguntó por qué, sino que se limitó a asentir de nuevo. Había muy poco que el viejo Shem no supiera sobre ranchos, después de haber trabajado durante cerca de cuarenta y cinco años para el Bar J de Burke Jackson.

    Las entrevistas le llevaron menos de una hora. Tres quedaron finalmente contratados. Shem los estaba esperando en la puerta de la oficina.

    —Los chicos os dirán dónde podréis dejar vuestras cosas.

    Le correspondía a Streak, un gigante de modales apacibles y gran corazón, distribuir las tareas entre los recién llegados. Cuando Shem ascendió a administrador, Streak lo sustituyó como capataz. Entre los dos sabían todo lo que había que saber sobre ranchos y ganado.

    —Jackson no tiene buen aspecto —comentó Shem más tarde, cuando los tres se dirigían al barracón del comedor.

    —¿Quieres decir que alguna vez lo ha tenido bueno? —inquirió Eli.

    —Algo mejor, sí —terció Streak—. No tiene motivos para quejarse. Tiene una gran esposa. Y una hija.

    Eli había oído muchas cosas sobre la hija, y ninguna buena. Se comentaba, por ejemplo, que era tan grande como un oso grizzly y dos veces más fiera.

    —Peor que de costumbre, quiero decir —aclaró Shem.

    Como nuevo administrador del rancho, Eli había sido invitado a comer en la casa con Jackson y su ama de llaves, pero a los pocos días había pretextado una disculpa y desde entonces comía con los trabajadores. Jackson podía ser muy rico, pero como persona era de las más desagradables que había tenido la desgracia de conocer. Y eso también valía para su ama de llaves, Pearly May, cuyo pésimo talento para la cocina solamente quedaba igualado por su capacidad, o más bien su incapacidad, para cuidar de la casa. Afortunadamente, Jackson no se preocupaba de las actividades cotidianas del rancho. A no ser que surgiera alguna emergencia, Eli despachaba con su jefe una sola vez a la semana.

    Aquella noche tocaba para cenar guisado de cerdo con judías y pan de maíz. Para tratarse de un rancho de ganado vacuno, comían demasiada carne de cerdo. En cierta ocasión en que a Eli se le ocurrió comentarlo, le contaron una historia curiosa. Tenía la hija de Jackson siete u ocho años cuando, al volver de la escuela, se encontró con una desagradable sorpresa: la ternerita que tenía como mascota había sido sacrificada y destazada. Shem, que en aquel tiempo trabajaba como capataz, había recibido el encargo de cambiar la dieta de todos los habitantes del rancho, desde Jackson hasta el último trabajador. Dado que el cocinero era capaz de obrar verdaderos milagros con un pedazo de cerdo, cebollas, patatas y un puñado de sal, nadie se había quejado.

    El barracón del comedor estaba tan ruidoso como siempre: solamente los recién llegados se dedicaban a escuchar, más que a hablar. Rara vez transcurría una semana sin que se sentara un nuevo trabajador a la mesa. Eli también comía en silencio, observando, escuchando. Era por naturaleza un hombre callado, que durante los dos últimos años había perfeccionado su talento para la observación.

    Aunque se arrepentía en seguida, había veces en que casi llegaba a perder la esperanza de que Rosemary siguiera aún viva. Dos años habían pasado ya desde que alguien la secuestró, quemando de paso la hacienda Chandler. Había incumplido su solemne promesa de cuidarla y protegerla, y eso todavía le remordía la conciencia. Mientras quedara alguna esperanza, alguna pista, continuaría buscándola.

    Para cuando la pista lo llevó a Durham, en Carolina del Norte, se había arruinado. Meses y meses de búsqueda continuada lo habían dejado exhausto. Estaba cenando en un salón de la ciudad cuando una conversación en una mesa vecina llamó su atención. Dos personas estaban hablando del mayor propietario de cabezas de ganado de todo el país. El tema le interesaba, así que aguzó los oídos.

    —Parece que Jackson ha despedido al viejo Shem y está buscando un nuevo administrador —había oído comentar a un hombre con aspecto de vaquero, mientras saboreaba una cerveza.

    Una de las primeras cosas que había descubierto Eli sobre el hombre al que estaba dando caza era que solía frecuentar los salones y los garitos de juego, cualquier lugar en el que alguien podía jugarse y perder tranquilamente el sueldo de una semana.

    —¿Burke Jackson? —había exclamado el otro interlocutor—. Si ese miserable pagara un sueldo decente, no perdería tantos y tantos buenos trabajadores.

    —Yo estuve trabajando allí una vez. No duré ni una semana. Tengo entendido que el viejo Shem sigue en el rancho, pero que ya no puede con el puesto de administrador. Ese Jackson debe de haberlo exprimido hasta los huesos.

    —Seguro. Y dicen que su hija está cortada por el mismo patrón.

    Aquella era la primera vez que Eli oía hablar de la hija. Recordaba haberse sentido aliviado al escuchar aquella descripción. Al menos no respondía al tipo frágil, vulnerable, femenino. El tipo de mujeres por el que siempre había sentido una especial debilidad, y que siempre, invariablemente, terminaban dándole problemas. Pero fue el repentino comentario del camarero el factor que lo animó a decidirse:

    —Hacedme caso. Más tarde o más temprano, la mitad de los hombres de este lado del Mississippi terminarán buscando trabajo en el Bar J. Y eso aunque al final no duren más que unas pocas semanas…

    —No se les podrá culpar por ello, desde luego —rezongó otro.

    Y se levantó un rumor de asentimiento general. Siguieron luego más comentarios sobre la hija de Jackson, que parecía poseer una aureola legendaria. Por entonces estaba estudiando en la universidad. Según esos rumores, Lilah Jackson era fuerte, recia, y sabía montar y disparar contra cualquier hombre que osara tocarle un pelo de la ropa.

    Eli, por su parte, no se sentía en absoluto amenazado por ese tipo de mujer. Y si hubiera sido tan bonita y delicada como un capullo de rosa, se habría sentido menos en peligro aún. Después de haber entregado su corazón a una mujer, de ofrecerle su apellido a otra y de perderlas a ambas, ya no le quedaba nada que dar. Cuando Abigail se casó con su mejor amigo, cortó por lo sano y regresó de nuevo al Oeste. En cuanto a Rosemary, se la arrebataron justo delante de las narices. Y no tuvo más opción que partir en su busca.

    Estaba trabajando como sheriff de Crow Fly el día en que Rosemary Smith llegó al pueblo, dispuesta a vivir con su prima, bastante mayor que ella. El problema fue que la mujer acababa de morir y la casa había sido vendida para pagar las deudas y los gastos de su entierro. Sin un céntimo, sin ningún lugar a donde ir y sin medios para ganarse la vida, Rosemary había apelado al sheriff.

    —¿Qué puedo hacer? —le había preguntado, suplicante, con el rostro bañado en lágrimas—. Me he gastado hasta el último céntimo en venir al Oeste para cuidar a mi querida prima…y lo único que me queda es esto —le mostró la cadena de oro que terminaba en un colgante con forma de lágrima, demasiado aparatoso y de pésimo gusto—. Esta cadena perteneció a mi madre… Su nombre está grabado en ella, ¿lo ve?

    —Sí, señora —había respondido educadamente Eli, sin saber si debía ofrecerle su polvoriento pañuelo para que se enjugara las lágrimas.

    —Y ahora mi mamá y la prima Carrie están muertas, y ya no me queda nadie, y yo, yo… —balbuceó, con sus enormes ojos azules inundados de lágrimas—… yo preferiría morirme de hambre antes que vender la cadena de mi mamá… Papá mandó hacerla para ella antes de que… de que muriera.

    Más sollozos. Parecían encadenarse uno tras otro. De modo que Eli había terminado instalándola en la enorme y vacía casona que le había legado su abuelo, al cuidado de una viuda que ejercía de ama de llaves, porque Crow Fly carecía de pensiones o de hoteles. Incluso se había ofrecido a pagarle el pasaje de vuelta a su casa, pero ella replicó que no tenía ningún hogar al que regresar. Al final, le propuso que se casara con él. Era la única forma que se le ocurría, para un hombre honesto, de proteger a una mujer respetable que no tenía en quién apoyarse.

    Cerca de un mes más tarde, después de haberse pasado tres días persiguiendo a una banda de cuatreros, Eli había vuelto a casa cansado y abatido. Y sintiéndose, por mucho que detestara admitirlo, más como un coyote cazado en una trampa que como un hombre a punto de casarse con una mujer bonita. Algo le decía que Rosemary iba a cansarse muy pronto de la clásica y aburrida vida de esposa de sheriff, pero a esas alturas ya no podía dar marcha atrás.

    Había empezado a oler el humo bastante antes de llegar. Para cuando llegó a Crow Fly, a unos cinco kilómetros de la casa, lo supo. Lo supo como cuando adivinaba la cercanía de una tormenta. La casa todavía ardía, aunque sin llama. La mujer a la que había dejado a cargo de Rosemary estaba atada en el establo, que aún se mantenía en pie.

    —Maldito sea ese hombre, malvado como el diablo… —había sollozado la pobre mujer—. Tiene un mechón de cabello blanco justo aquí —se señaló el lado izquierdo de la cabeza—. Se llevó a la señorita Rosemary consigo, y prendió fuego a la casa, riendo sin parar. Era el mismo demonio, se lo aseguro, señor Eli. El diablo se llevó a su mujer y yo no pude hacer nada, nada…

    La pobre viuda tenía un moratón en un ojo, probablemente ocasionado por la culata de una pistola. La habían maniatado bien, con un pañuelo en la boca a modo de mordaza. Aquello había ocurrido año y medio atrás. Para no haber llegado todavía a la treintena, Eli se sentía más viejo que las altas montañas que había atravesado varias veces en sus viajes al Este.

    —No estás comiendo nada hoy, chico —le comentó Shem con un brillo de inteligencia en los ojos.

    —No tengo hambre. Me he pasado todo el día con los libros de cuentas. Lo que necesito es cabalgar durante un par de días seguidos, dormir en el suelo y contemplar las estrellas Aunque eso también tiene un problema: le da a un hombre demasiado tiempo para pensar.

    Y él ya tenía demasiadas cosas en que pensar, añadió para sus adentros.

    —Va a llover.

    —Sí. Ya he visto las nubes.

    —La señorita Lilah vendrá muy pronto a pasar el verano.

    —Que Dios nos ayude —rezongó Streak.

    Hubo una risotada general, e incluso Eli se permitió sonreír. Tal vez sería entretenido ver cómo los nuevos trabajadores, los tres solteros, reaccionaban ante la explosiva señorita Delilah Jackson. Se preguntó si alguno de ellos habría solicitado el trabajo tras enterarse de que Jackson tenía una hija en edad casadera. Si se la habían imaginado como una delicada y caprichosa jovencita, se iban a llevar un buen chasco… Nada más mirar a Shem, comprendió que el viejo estaba pensando exactamente lo mismo.

    —¿Qué dices tú, Eli? Siendo como eres el administrador, tienes prioridad sobre el resto. Es una mujer muy dulce. La conozco desde el día en que nació. Yo mismo la bauticé, ¿te lo había dicho ya?

    Lo había hecho. Y varias veces. Pero a Shem le gustaba hablar, y a Eli escuchar.

    —Sí, ya se lo has dicho… —gruñó Streak, en vano.

    —Te contaré cómo fue. Burke se había quedado tan destrozado por la muerte de su esposa, que no le prestaba ninguna atención a la niña. Fui yo quien le buscó un ama de cría y la llevó a la iglesia para que la bautizaran. Y quien la subió a su primer caballo y la enseñó a montar. Creció hasta convertirse en una espléndida mujer, así que no hagas caso de lo que dice la gente sobre ella…

    Eli se sonrió. Teniendo en cuenta su debilidad por las mujeres finas y delicadas, se sabía perfectamente a salvo con la hija de Jackson. De las mujeres le gustaba su fragilidad, su feminidad… Lo cierto era que le gustaba todo de ellas. Incluso las lágrimas con que la pobre Rosemary le empapó la pechera de la camisa cuando acudió a buscarlo a la oficina del sheriff, desconsolada… Sí, las mujeres indefensas eran su talón de Aquiles. Jamás había sido capaz de resistirse a ellas. Pero la señorita Jackson no respondía en absoluto a ese modelo. ¿Una especie de Burke Jackson con faldas? No, nunca jamás se sentiría tentado por algo semejante…

    —Me voy a casa, no me importa lo que diga mi padre —pronunció Delilah Jackson mientras guardaba otra prenda de ropa en el baúl. Estaba descalza, vestida únicamente con una camisola, con su gran melena rojiza recogida en una trenza—. Shem me escribió que papá estaba enfermo. Al menos eso era lo que parecía que decía su carta. Con la letra que tiene, una nunca puede estar segura… ¿Quieres darme los zapatos?

    Isobel le pasó unos elegantes zapatos de tacón alto. Las dos mujeres eran las mejores amigas del mundo. Y eso que eran opuestas en todos los sentidos salvo uno. Lilah era hermosa, todo lo contrario que Isobel. Lilah era rica, mientras que Isobel era la hija de un pastor cuya parroquia, a su muerte, se había comprometido a cuidar de una niña sin parientes cercanos que no poseía un céntimo. Incluso le habían pagado una beca de estudios. Por último, Lilah era muy alta, mientras que Isobel no había crecido un centímetro más desde que era una flacucha chiquilla de doce años.

    Y sin embargo, ambas mujeres tenían una cosa en común. Sus compañeras las evitaban. A Isobel por ser poco agraciada, tímida y pobre. Y a Lilah por ser extremadamente alta y por no tener pelos en la lengua.

    —Solo te queda un mes para graduarte —le recordó Isobel—. Si tuvieras el título, podrías dar clases.

    —¿Tengo yo cara de profesora? —Lilah soltó un profundo suspiro mientras cerraba el baúl.

    —Bueno, podrías hacer cualquier otra cosa…

    —Pretendo hacer cualquier otra cosa. Algo para lo que no se requiera un pedazo de papel con un estúpido sello.

    Ambas sabían lo que Lilah pretendía hacer con su vida. Isobel la admiraba por su ambición, pero también sabía que la echaría mucho de menos. Se habían convertido en grandes amigas desde el mismo día en que Isobel se bajó de un pobre carro de mulas, con su única maleta, en el elegante pórtico del prestigioso internado de señoritas. Una amistad que se había fortalecido durante los casi cuatro años de estudios.

    —Hey, echa los cierres mientras yo empujo —le pidió, prácticamente saltando encima de la tapa

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