Alicia a través del espejo
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¡Vaya, qué curioso, yo diría que se está convirtiendo en una especie de niebla!
Será muy fácil atravesarla…".
Mientras fuera nieva, Alicia juega al ajedrez con su gatita Kiti y medita sobre cómo será el mundo al otro lado del espejo colgado en la pared de su salón. Se sorprenderá al comprobar que puede atravesarlo. De ese lado le espera otra partida de ajedrez. Esta vez jugará con sus propias reglas: allí las flores hablan, los unicornios pelean con leones, el tiempo avanza en sentido contrario… Todo es posible en el mundo al revés.
El magnífico trabajo gráfico de Fernando Vicente para esta edición, convierte a Alicia en uno de sus personajes inolvidables, llevándonos a un viaje increíble al otro lado del espejo para el que sólo hay que pronunciar las palabras mágicas: "Imagínate que somos".
Lewis Carroll
Lewis Carroll (1832-1898), was the pen name of Oxford mathematician, logician, photographer, and author Charles Lutwidge Dodgson. At age twenty he received a studentship at Christ Church and was appointed a lecturer in mathematics. Though shy, Dodgson enjoyed creating delightful stories for children. His world-famous works include the novels Alice's Adventures in Wonderland and Through the Looking Glass and the poems The Hunting of the Snark and Jabberwocky.
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Alicia a través del espejo - Lewis Carroll
ALICIA A TRAVÉS DEL ESPEJO Y LO QUE ALICIA ENCONTRÓ ALLÍ
Lewis Carroll
Ilustraciones de Fernando Vicente
Traducción de Andrés Ehrenhaus
Título original: Alice Through the Looking Glass
© De las ilustraciones: Fernando Vicente
© De la traducción: Andrés Ehrenhaus
Edición en ebook: junio de 2016
© Nórdica Libros, S.L.
C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)
www.nordicalibros.com
ISBN DIGITAL: 978-84-16440-76-4
Diseño de colección: Diego Moreno
Corrección ortotipográfica: Juan Marqués y Ana Patrón
Maquetación ebook: Caurina Diseño Gráfico
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Lewis Carroll
(Daresbury, 1832 - Guildford, 1898)
Charles Lutwidge Dodgson era su verdadero nombre. A los 18 años ingresó en la Universidad de Oxford, en la que permaneció durante cerca de 50 años, y en la que obtuvo el grado de bachiller. Fue ordenado diácono de la Iglesia Anglicana y enseñó Matemáticas a tres generaciones de jóvenes estudiantes de Oxford y, lo que es más importante, escribió dos de las más deliciosas narraciones de la literatura universal: Alicia en el país de las maravillas y A través del espejo.
Las Matemáticas fueron su pasión. También fue un notable fotógrafo, intentando recuperar, a través de este arte, la inocencia perdida (fotografió sobre todo a niñas, como Alice Liddell).
Fernando Vicente
(Madrid, 1963)
Comienza su trabajo de ilustrador a principios de los años 80 colaborando en la desaparecida revista Madriz. Gana el Laus de oro de ilustración en 1990.
Colabora asiduamente con el suplemento cultural Babelia del diario El país desde el que muestra su trabajo más literario cada sábado y donde ha ido perfilando su actual estilo como ilustrador. Con este trabajo ha conseguido tres Award of Excellence de la Society for News Design. Para Nórdica ha ilustrado El juego de las nubes, La saga de Eirík el Rojo, El manifiesto comunista y Estudio en escarlata.
Contenido
Portadilla
Créditos
Autor
Ilustraciones
Prólogo
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Nota del autor
Contraportada
Prólogo
¡Criatura de carita despejada
Y cándidas pupilas!
El tiempo vuela y aunque nos separa
Ya más de media vida
Sé que sabrás sonreír, agradeciendo
El cálido regalo de este cuento.
No vi jamás tu rostro luminoso
Ni pude oír tu risa,
Ni pensarás en mí siquiera un poco
El resto de tu vida:
Me basta con que tengas el deseo
De disfrutar al escuchar mi cuento.
Un cuento que empecé cuando los días
De estío aún brillaban;
Un simple son, un ritmo que movía
Los remos de la barca:
Sus ecos vuelven siempre, aunque la edad
Me diga con envidia: «¡Olvidarás!».
¡Ven, corre, antes de que la voz del miedo,
Con sus rumores grises,
Insista en que ha de retirarse al lecho
Una doncella triste!
No somos más que niños viejos, cielo,
Y al caer la tarde nos estremecemos.
Afuera, nieva y hiela sin piedad
Y ruge la tormenta;
Adentro, el fuego alumbra en el hogar
Y la niñez festeja.
Al son de las palabras y su magia
Olvidarás muy pronto la borrasca.
Y aunque la sombra de un suspiro alado
Susurre su desvelo
Por los alegres días de verano
Que se desvanecieron,
No empañará con su agridulce aliento
La grata placidez de nuestro cuento.
Capítulo I
La casa del espejo
Estaba clarísimo: la gatita blanca no había tenido nada que ver; todo había sido culpa de la gatita negra. La gatita blanca no pudo haber participado en la trastada porque llevaba un cuarto de hora dejando que la gata vieja le lavase la cara sin decir ni miau.
Así es como Dina lavaba la cara a sus hijitos: primero le pisaba la oreja al pobrecillo de turno con una pata y luego le restregaba la otra por todo el morro pero al revés, empezando por el hocico; y en eso estaba mientras la gatita blanca, tumbada y muy quietecita como he dicho, trataba de ronronear; quizás porque entendía que todo aquello era por su bien.
A la gatita negra, en cambio, esa tarde la habían acicalado antes; y mientras Alicia, acurrucada en una esquina del gran sillón, medio dormía y medio peroraba, la muy traviesa no había parado de juguetear alegremente con el ovillo de lana que la niña acababa de enrollar, haciéndolo rodar de aquí para allá hasta desenrollarlo del todo. Allí, en medio de esa maraña de nudos desplegada sobre la alfombrilla del hogar, jugaba a atrapar su propia cola.
—¡Pero qué animalito tan malo! —chilló Alicia, alzándola y dándole un besito en señal de que la cosa iba en serio—. ¡Dina debería haberte enseñado mejores modales! ¡Debiste hacerlo, Dina, bien lo sabes! —añadió con una mirada de reproche dirigida a la gata vieja, en el tono más severo posible, antes de volver a apoltronarse en el sillón con la gatita y empezar a enrollar la lana otra vez. Pero como hablaba sin parar, a ratos con la gatita y a ratos consigo misma, no adelantaba gran cosa. Kiti, primorosamente sentada en su rodilla, aparentaba seguir la evolución del ovillo y de vez en cuando estiraba una patita y lo tocaba con suavidad, como si estuviese encantada de poder ayudar.
—¿Sabes qué día es mañana, Kiti? —arrancó Alicia—. Lo habrías adivinado si te hubieras asomado a la ventana conmigo. Claro que Dina te estaba aseando y no podías. He visto a los chicos juntando leña para la hoguera. ¡Un montón, Kiti! Sólo que ha empezado a hacer mucho frío y se ha puesto a nevar y han tenido que dejarlo. No importa, Kiti, ya iremos a ver la hoguera mañana. —Y al decir esto dio dos o tres vueltas a la lana alrededor del cuello de la gatita, sólo por ver cómo quedaba, y a continuación rodó el ovillo por el suelo y volvió a desovillarse.
—Me has hecho enfadar mucho, Kiti, ¿lo sabías? —continuó Alicia en cuanto se reacomodaron—. ¡Cuando he visto la que has montado, casi abro la ventana y te echo a la nieve! Y te lo habrías merecido, cosita traviesa. ¿Tienes algo que decir a tu favor? ¡Oye, no me interrumpas! —la riñó con el dedo en alto—. Te diré todo lo que has hecho mal. Uno: has gemido dos veces mientras Dina te lavaba la cara. No irás a negarlo, Kiti: ¡te he oído! ¿Cómo dices? —Acercó el oído como si la gatita hubiera hablado—. ¿Que te metió la zarpa en el ojo? Bueno, pues mira, es culpa tuya por no haberlos cerrado. Si los hubieras apretado muy fuerte no habría pasado nada. ¡Deja ya de poner excusas y atiende! Dos: has apartado a Copito por la cola cuando le he puesto el cuenco de leche delante. ¡Venga! No me digas que tenías tú más sed que ella, porque eso no puedes saberlo. Y tres: ¡has deshecho todo el ovillo aprovechando que yo no miraba!
»Eso suma tres travesuras, Kiti, y nadie te ha castigado aún por ninguna. Ya sabes que estoy reservando todos tus castigos para el miércoles próximo. ¡Imagínate si también me los reservasen a mí! —reflexionó Alicia, más para sí misma que para la gatita—. ¿Qué tendrían que hacer conmigo al cabo de un año? Como poco, mandarme a la cárcel. O… veamos… Si cada vez que me castigan me quedo sin cena, cuando por fin llegara el terrible día… ¡tendrían que quitarme cincuenta cenas de golpe! Bueno, pues tampoco sería tan grave. ¡Prefiero eso a tener que comérmelas todas juntas!
»¿Oyes cómo repica la nieve contra el cristal, Kiti? ¡Qué dulce suena, y qué suave! Como si alguien le diera besitos a la ventana desde fuera. Me pregunto si la nieve quiere de verdad a los árboles y los campos para besarlos así. Luego va y los abriga con su manto blanco; tal vez hasta les diga: «Dormid tranquilos, queridos míos, hasta que vuelva el verano». Entonces, en verano se despiertan, se visten