Cine, ficción y educación
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Precisamente por ello, a lo largo del libro se analizan posibles formas de estudio del filme, eludiendo la utilización del cine como simple materia instrumental. Así, en el momento de establecer una posible relación con la literatura esta no pasa por el estudio del posible grado de fidelidad respecto a la novela, sino por considerar la existencia de un relato cinematográfico. En el capítulo sobre las relaciones con la Historia, la autora considera que el cine histórico establece un doble reflejo entre la época representada y el propio presente. En el campo de las relaciones con el arte, el cine puede ser un elemento clave para plantear problemas sobre el uso de la luz o la composición. Finalmente, en el terreno de las relaciones con la filosofía, el tema de fondo no sería tanto la búsqueda de ficciones que ilustren algunos problemas filosóficos, sino la utilización del cine como una forma de pensamiento que nos permita comprender mejor la lógica cultural de la sociedad posmoderna.
La autora se manifiesta contraria a las prácticas pedagógicas consistentes en utilizar el cine como si fuera un reflejo del mundo o como un simple receptáculo de valores positivos. El cine se debe introducir en el aula como un objeto de estudio y como un recurso didáctico planteando líneas de actuación entre sus propios componentes y las materias de estudio curricular. El libro va destinado a profesores, de todos los niveles educativos, que utilizan películas en sus clases así como a los estudiantes universitarios interesados por el cine como medio de comunicación e instrumento pedagógico.
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Cine, ficción y educación - Esther Gispert Pellicer
Capítulo primero
Los retos educativos de la ficción cinematográfica
A pesar de que nos encontramos profundamente inmersos en la era de la civilización audiovisual y convivimos con múltiples pantallas que van desde la gran pantalla cinematográfica hasta las micropantallas de nuestros teléfonos móviles, el conocimiento a través de la imagen es menospreciado. El factor no es nuevo y para entenderlo es preciso desplazarnos hasta la antigüedad griega. En el libro iii de La República, Platón sostiene que los habitantes de la caverna son inducidos al error por unas sombras que reflejan las apariencias de un mundo falso, mientras que el verdadero mundo de las ideas es totalmente inaccesible a los sentidos. El filósofo griego también condena la imitación porque la considera un simulacro engañoso que únicamente persigue la seducción y corrompe el auténtico conocimiento. La esencia de esta tradición filosófica inaugurada por Platón se extiende desde los pitagóricos hasta Shopenhauer manteniéndose fiel a su principio básico de descrédito de la verdad de las imágenes, un principio que podíamos resumir del siguiente modo: <
Las consecuencias derivadas de toda esta línea de pensamiento han sido determinantes y han condicionado la tarea de introducir las imágenes, en general, y las del cine, en particular, en la educación. De este modo, el cine por su condición de medio de expresión de carácter visual ha pasado a ser considerado como una forma de conocimiento imperfecto.
Cuando en las sociedades primitivas se pretendía dar sentido al mundo y a la existencia de los individuos, se recurría a los mitos como forma de explicación en las que la intuición y las creencias jugaban un papel fundamental. El discurso mítico se basaba en la fabulación porque inventaba personajes o divinidades a las que atribuía funciones simbólicas. Los mitos siempre han construido un discurso simbólico en torno a aquellas entidades o temas que no podían ser demostradas empíricamente (May, 1998, pág. 30). Esta forma de conocimiento mítico empezó a ser desacreditada a medida que la filosofía instauró el discurso racional o logos, con una clara voluntad de basar el conocimiento acerca del mundo en hechos empíricos perfectamente demostrables. El triunfo del logos propició la aparición de una tradición culta según la cual los mitos pertenecían a una forma de pensamiento arcaico, que definía el lugar que los hombres ocupan en las sociedades primitivas que aún no poseían literatura escrita. Los mitos son considerados como antiguos vestigios de nuestro pasado cultural, por lo que en el ámbito epistemológico entrarían en contradicción con las explicaciones que nos proporcionarían la filosofía y la ciencia. Sin embargo, la contraposición entre el mito y el logos no es tan clara como parece, ya que en la actualidad diversos historiadores de la cultura piensan que el universo racional del logos está impregnado del mito y viceversa.
A pesar de haber experimentado una cierta crisis, las fabulaciones que pretenden dar forma al desorden de la experiencia han pervivido a lo largo del tiempo en los cuentos populares, en los relatos morales y en la literatura: <
Para profundizar en la relación entre mito-ficción y documental-logos y su posición en la educación, resulta muy conveniente formular previamente una serie de cuestiones básicas: ¿Qué es una ficción? ¿Cuáles son las principales diferencias entre la ficción y el documental? ¿En qué medida estas dos categorías cinematográficas, que muchas veces acaban fundiéndose, pueden ser utilizadas como textos en la educación?
La ficción frente al documental
La raíz latina de la palabra ficción remite al término fingere cuya traducción castellana más directa sería la de fingir, término cercano a los campos semánticos de aparentar o simular. Cualquier ficción se caracteriza por la voluntad de hacer creer mediante palabras, gestos o acciones algo que no es verdad. Cualquier ficción utiliza mecanismos de imitación para representar un universo –un mundo– con coherencia interna. La ficción cinematográfica es mimética en la medida en que pretende establecer una cierta representación analógica que viene determinada por el valor de la imagen como forma de reproducción mecánica de la superficie del mundo. Sin embargo, su capacidad de mimetismo es limitada ya que incluso las más avanzadas técnicas cinematográficas son incapaces de reproducir exactamente el mundo que se encuentra situado delante de la cámara. A lo largo de la historia del cine el dispositivo cinematográfico ha resultado demasiado pesado para capturar la realidad y en nuestro presente la tecnología digital no hace más que convertir la imagen en una red de datos –los píxeles– que pueden ser transformados mediante el proceso de postproducción. El cine clásico ha preferido ordenar el mundo a partir de unas categorías muy determinadas, en las que han jugado un papel importante los procesos de identificación y las leyes del espectáculo. Las estructuras narrativas confieren a las películas un orden interno, que acaban diferenciándolas del mundo real.
La teoría literaria ha considerado que la mímesis no se caracteriza sólo por el deseo de imitar sino también por una voluntad de ordenar el mundo, de organizar los acontecimientos dentro de una intriga o de una secuencia temporal. Es decir, más allá del intento de duplicar la presencia de las cosas en el mundo, la mímesis es un acto de imitación creativa (Ricoeur, 1983, pág. 72). La idea de hacer creíble la realidad construida mediante el discurso poético ha propiciado el establecimiento de un estrecho paralelismo entre los conceptos de mímesis y de ficción, ya que el problema no consiste en copiar una realidad, sino en expresarla poéticamente, estableciendo un sistema de conocimiento que pueda actuar en la esfera de lo sensible. Para que exista una ficción es necesario que la simulación basada en la representación de alguna cosa que pueda llegar a convertirse en copia del mundo real sea lúdica y tenga un carácter simbólico. Si la simulación actúa con la intencionalidad de erigirse en verdad desembocará en un engaño que, además sería compartido por los diferentes espectadores o lectores (Shaeffer, 1996, pág. 148).
Al alterar las leyes de la verdad y de la mentira, el relato cinematográfico de ficción aparece regido por la simulación lúdica compartida. En un relato todo es posible mientras ese universo sea estructurado a partir de una lógica interna, de un principio de verosimilitud que otorgue coherencia al mundo representado o explicado. Sin embargo, para instaurar una ficción cinematográfica no es suficiente con simular el mundo mediante una construcción ilusoria, sino que además es necesario que el receptor/a reconozca esta intención mimética y lúdica. Para conseguir este propósito es absolutamente imprescindible poner en marcha un procedimiento adecuado para propiciar la inmersión del espectador en el universo ficcional –o mundo diegético con coherencia interna– de la película. Es decir, para que el espectador cinematográfico penetre en el interior del relato y se deje llevar por él es necesario que acepte un pacto ficcional con el autor llevando a cabo un acto de suspensión de la incredulidad. Durante el pacto ficcional se establece un proceso de simulación recíproca: por una parte, el espectador debe tener presente que el relato es una historia imaginada, sin llegar a pensar que el autor o el director lo está engañando, mientras que por otra parte el emisor debe fingir que lo que está contando se ajusta perfectamente a la realidad. Las reglas de este doble juego transforman completamente las nociones de verdad y mentira. Así, mientras que en el mundo real debe prevaler el principio de verdad, en los mundos narrativos debe prevaler el principio de confianza, aunque también en el mundo real el principio de confianza sea tan importante como el principio de verdad (Eco, 1996, pág. 98).²/
Las reglas que rigen el funcionamiento de este juego explican por qué aceptamos plenamente que los animales tengan una voz humana en las películas de dibujos animados, mientras que nos sorprendería enormemente y lo consideraríamos un atentado a la verdad que en un reportaje televisivo sobre la vida animal apareciesen unos leones charlando. La naturalidad con la que aceptamos que los animales hablen en los dibujos animados, demuestra que hemos establecido un cierto pacto de verosimilitud, ya que nuestra experiencia previa como espectadores pasa por reconocer que en los dibujos animados, los animales hablan. En un discurso basado en la verdad, como el reportaje televisivo, el hecho que los animales hablen contradice nuestros conocimientos sobre zoología.
Para conocer la capacidad educativa de las imágenes cinematográficas es absolutamente imprescindible establecer una clara distinción entre la simulación lúdica y la simulación seria (Schaeffer, 1996, pág. 148). La simulación lúdica asume perfectamente el reto de engañar como parte de un pacto previo con el espectador. La representación como imitación del mundo es asumida como simulación, como mundo posible que para acceder a él resulta preciso poner en crisis la lógica del mundo real y asumir la lógica de la verosimilitud, es decir la lógica del mundo que se ha dibujado desde la ficción En cambio, la simulación seria finge con voluntad de ocultación que lo narrado es verdad aunque en realidad nunca haya tenido lugar. La simulación seria persigue el engaño ya que, a diferencia de la lúdica, su existencia está garantizada en la medida en que no es compartida. Habría una tercera posibilidad: la comunicación de experiencias que creemos que son falsas pero que en realidad son verdaderas. Así el hecho de imitar un cuadro no equivale, bajo ningún concepto, a pintar un cuadro falso.
Ignacio Ramonet utiliza la expresión era de la sospecha para sintetizar los sentimientos de escepticismo, desconfianza e incredulidad que los medios de comunicación y, en especial la televisión, provocan entre los ciudadanos (Ramonet, 1998, pág. 191). La cobertura mediática desplegada durante la primera guerra del Golfo ha marcado un antes y un después en la capacidad de la televisión para informar acerca de lo que estaba sucediendo. La saturación informativa en forma de bombardeo constante de noticias es la versión moderna y democrática de la censura. Las constantes conexiones en directo y en tiempo real ofrecen a los ciudadanos la apariencia de tener un acceso inmediato y próximo a la realidad. La máxima de todo por la imagen
alcanza extremos insospechados, como por ejemplo la utilización de los archivos para la obtención de la imagen del cormorán bretón presentado como una gaviota del Golfo Pérsico víctima de la marea negra. La guerra de Golfo ha puesto en evidencia la incapacidad de los medios de comunicación para dar información acerca del conflicto hasta el punto que el filósofo francés Jean Baudrillard escribió una serie de artículos en el periódico francés Libération que han sido recogidos en el libro La guerra del Golfo no ha tenido lugar. El filósofo Jean Baudrillard consideró que la realidad del mundo ha sido suplantada por la política del simulacro y analizó una situación dominada por la poética de lo virtual. Lamentablemente, hoy en día muchos medios de comunicación explotan de forma innoble los efectos de la simulación seria, cultivando el simulacro y el engaño. Esta cuestión se ha agravado con la irrupción de la mentira –las armas de destrucción masiva– como detonante de la guerra de Irak. Tal como indica Slavoj Zizek el papel que la mentira ha jugado en la guerra no ha hecho más que crear un cambio en el orden político y informativo del mundo (Zizek, 2006, pág. 28).
Después del atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York, los medios de comunicación difundieron numerosas informaciones contradictorias, incluso algunas de ellas muy probablemente falsas, que pretendían garantizar una cierta verdad. Un caso significativo, podrían ser las imágenes de archivo de un grupo de palestinos celebrando una boda, sacadas fuera de contexto y emitidas por las televisiones la tarde del 11-s que sirvieron para generar en el mundo un primer fantasma de posible culpable del incidente. Otra cuestión puede ser el fenómeno que crearon los medios de comunicación basado en la paranoia de la guerra química mediante la utilización del ántrax depositado en el interior de determinados sobres de correo. Las informaciones sobre este tema nunca fueron claras, pero querían certificar un cierto estado de pánico colectivo basado en la hipotética garantía de verdad de los medios. El tratamiento informativo de estos acontecimientos basado en la simulación seria resucita la antigua advertencia de que el mito, en vez de ampliar la significación de un fenómeno, puede contribuir al ofuscamiento del mismo (Català, 2000, pág. 66).
Tradicionalmente se ha establecido una frontera muy precisa entre el cine de ficción y el llamado cine documental. A menudo, estos dos tipos de cine se han definido a partir de la oposición mutua. Desde un punto de vista categórico, el documental sería el cine que no es ficcional cuyo punto de referencia es el mundo histórico y la reconstrucción de los hechos factuales. El cine de ficción sería el que no contiene elementos de tipo documental ya que su punto de partida es el mundo imaginario. Pero esta contraposición no deja de ser una paradoja ya que todo filme tiene ontológicamente una cierta capacidad documental, en la medida en que intenta dar cuenta de una realidad, mientras que, por otro lado, la credibilidad de su ilusión ficcional la obtiene precisamente de su consistencia documental (Gaudreault y Marion, 1994).³/ Esta reflexión nos permite apuntar que la frontera entre el documental y la ficción es mucho más tenue de lo que en muchas ocasiones se ha considerado. De hecho, una de las grandes cuestiones del cine contemporáneo reside en la progresiva disolución entre las categorías de ficción y documental mediante la irrupción de obras como Primer plano (Nema-Ye Nazdik, 1990) de Abbas Kiarostami, o Naturaleza muerta (Sanxia Haoren, 2006) de Jia Zhang Ke, donde una serie de elementos documentales –unos personajes reales en la primera y un espacio en transformación, en la segunda– sirve para crear una ficción que constantemente recurre al documental.
En términos generales, se considera al documental cercano a la realidad o a su reproducción y a la ficción próxima al imaginario y a la creación. Desde este punto de vista, lo propio del documental más ortodoxo sería reflejar objetivamente la realidad filmada creando un discurso sobre el mundo, mientras que la ficción se caracterizaría por aportar una dimensión subjetiva a las imágenes rodadas. Según esta clasificación, la diferencia entre ambos tipos de cine se establecería precisamente en la capacidad para capturar la veracidad y la autenticidad de los hechos, que posee el documental, y que se le niega a la ficción. Como consecuencia, el documental se erigiría en un potente instrumento de investigación de los fenómenos del mundo histórico, mientras que la ficción estaría desposeída de esta capacidad científica. Sin embargo, existen numerosas objeciones que ponen en entredicho la creencia que el documental es un mero reflejo de la realidad. Tal como indica Stella Bruzzi, ningún documental puede ser nunca la representación del mundo real, ya que la cámara no puede capturar la vida tal como es sin provocar ninguna interferencia, pues <
En el documental expositivo, la voz en over⁴/ parece no tener un origen físico preciso y asume las funciones de una autoridad de origen divino que desde una posición privilegiada observa la totalidad del mundo para ofrecernos una porción del mismo. A pesar que su abuso tiende a reforzar la verosimilitud del documental, nunca debemos olvidar que las imágenes no pueden ser equivalentes a la realidad, porque en su captura y organización ha intervenido un punto de vista subjetivo que tergiversa la propia naturaleza del material filmado y porque existe un proceso de puesta en escena y de construcción del relato que no está tan lejos de los de la ficción.
El documental no consigue capturar la verdad referencial a partir de una acción de mostrar, en la que domina la transparencia, porque lo que predomina en este proceso es una acción de enunciación, que implica la presencia de un punto de vista narrativo y de una posición ideológica desde la cual se relatan los acontecimientos. Es decir, hay que tener en cuenta que el documental no es nunca un material en bruto que constituye un conjunto de fragmentos sin continuidad a los que no se podría llamar filme. Las imágenes documentales suelen ser objeto, posteriormente, de un proceso de montaje, a partir de su selección y ordenación, que tiene como principal finalidad la de articular un discurso, que es muy próximo, en la mayoría de las ocasiones, al de los relatos de ficción. En el fondo, el documental también se halla sometido a las leyes del espectáculo porque intenta suscitar el interés del espectador y seducirlo (Lagny, 1994). Joan Salvat,