Un poco de dolor no daña a nadie
Por Alfonso Orejel y Marco Velasco
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El terror y el humor (negro) hacen gala en estos cuentos. El lector tendrá que armarse de valor para enfrentarlos.
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Un poco de dolor no daña a nadie - Alfonso Orejel
Orejel, Alfonso
Un poco de dolor no daña a nadie; ilustraciones de Marco Velasco. – México: Ediciones SM, 2017
Formato digital – (El Barco de Vapor, Serie Roja)
ISBN: 978-607-24-2527-9
1. Literatura infantil 2. Misterio – Literatura infantil
Dewey 863 O74
Para ti, que me has acompañado
al fondo del abismo.
FELIZ DÍA DE LOS MUERTOS
CUANDO Ariel se enteró de que la fiesta de Halloween se suspendería, le dieron ganas de aventarle algunas verdades en la cara a la directora de la secundaria. Durante el homenaje del lunes aprovechó para lanzar una arenga en favor del Día de los Muertos, que es más nuestro y genuino
, y arremetió, casi con lágrimas en los ojos, contra las costumbres extranjerizantes y nocivas que lastimaban la idiosincrasia nacional. Ante tanto entusiasmo derramado, daban ganas de morirse en aquel instante para ser festejado el siguiente 2 de noviembre.
Todo el año se había esmerado en ir recaudando cada elemento necesario para elaborar el mejor disfraz. Esta era su mejor oportunidad de obtener el codiciado premio, que los dos años anteriores se le había escapado por un pelito: un viaje a Mazatlán para dos personas, con todos los gastos pagados. Soñaba hasta babear con Jimberly Jocelyne, la chica más guapa del 3°B.
Apenas si pudo reunir los 300 pesos que exigían como pago para entrar al concurso. Si no hubiera sido porque vendió los portarretratos de plata donde descansaba la foto de la abuela, y algunos cuchillos y cucharas que robó de la alacena, no habría conseguido pagar esa cantidad. Valía la pena arriesgar un poco con tal de obtener el ansiado premio.
¿A quién que estuviera en su sano juicio podía importarle la celebración del Día de los Muertos? ¡Pues solamente a los ñoños, amantes de los altares y las ofrendas, de las calaveritas de azúcar y de Frida Kahlo! En esta ocasión se había esmerado como nunca en confeccionar su disfraz y en diseñarse un aspecto terrorífico y repulsivo. Estuvo revisando trucos y artimañas para perfeccionar su caracterización: encías sangrantes, dientes podridos, ojos colgantes, dedos descarnados hasta el hueso, una sonrisa enferma, una mirada desquiciada, el traje en ruinas, los zapatos rotos, las uñas verdosas. Y la gran cicatriz de forajido del viejo Oeste era tan convincente como su aspecto de zombi recién salido de la sepultura.
Se miró de reojo en el espejo y le dio miedo. Parecía otro el sujeto que lo observaba desde el cristal, no él mismo. Sonrió. ¡Qué tontería! Hasta se podía tragar el cuento de que era un verdadero zombi. Dio los últimos retoques a la cicatriz que le partía el rostro de un extremo al otro. Ni un criminal la habría dejado mejor. Estaba linda esa rajada cruda y brutal que goteaba sangre de plástico.
En la mesa de la cocina había cacahuates, papitas y un libro de relatos de brujas que su hermana Lola, de siete años, había dispuesto para la piyamada con sus amigas tontas y feas. Cada último sábado de mes organizaba una, después de llorar a mares y arrancarse los cabellos delante de mamá. Al final se salía con la suya. Las lágrimas le funcionaban muy bien. Además, su mamá siempre tenía prisa por irse al casino o a chismear con sus amigas al café.
Salió al jardín trasero para servirle croquetas a Kimy, pero esta no lo reconoció. Asustada, empezó a ladrarle, al tiempo que gimoteaba. Si la perra se tragaba el engaño, sería más fácil confundir a cualquier humano.
El viento movía las hojas de los árboles, que susurraban entre sí.
Los de la preparatoria nocturna —que organizaron otra fiesta de Halloween y un concurso semejante— no se anduvieron por las ramas. Ellos sí habían rentado una vieja casa abandonada y la habían acondicionado para realizar ahí la mejor fiesta macabra. Supo que consiguieron la vieja casona de los Aranguren en la calle Paseo de las Aves. El mejor marco para celebrar la antigua noche de brujas y demás criaturas del infierno en un lugar sombrío, con el techo a punto de venirse encima de sus cabezas huecas, con puertas que rechinaban como ataúdes quejumbrosos y muebles comidos por la humedad y el olvido. Aquel barrio estaba lleno de casas viejas que nadie compraba por el exagerado precio que tenían. En cualquier momento el viento se encargaría de tirarlas y convertirlas en un montón de escombros.
Ariel no recordaba dónde se situaba exactamente la mansión. Anotó el domicilio en un papelito, pero no daba con él. Se buscó en el bolsillo y no encontró nada, solo un poco de pelusa. Le mandó un mensaje a Lucho, esperando que le indicara el lugar, pues con frecuencia lo sacaba de apuros.
La fiebre del 31 de octubre se desató en la ciudad al oscurecerse el cielo. Decenas de niños corrían presurosos, tratando de extorsionar a los adultos con la consigna:
—¡Queremos Halloween, queremos Halloween! ¡Si no nos dan dinero, haremos cochinero!
Llevaban disfraces mal hechos de brujas, duendes, Drácula, diablos y hasta del Chapulín Colorado o de princesas cursis. Llamaron a la puerta de la casa una y otra vez, sin cesar. Ariel se estaba colocando una gota de sangre falsa en la comisura de los labios y se asomó, apartando la cortina. Entonces decidió hacerles una broma. Abrió la puerta de golpe y se plantó en el umbral con su desgarrada y ensangrentada indumentaria de muerto viviente ante los niños. Los gritos más agudos que se han escuchado en diez kilómetros a la redonda salieron en ese momento de sus gargantas. Corrieron despavoridos hacia cualquier parte, aventando las canastas de dulces y las monedas que llevaban en las manos, llorando, mientras sus madres, histéricas, trataban de detenerlos. Rio a carcajadas. Luego recogió algunas monedas de cinco y diez pesos, y las guardó.
Le echó un vistazo al reloj de la sala. Las diez y media. Lola y sus amiguitas ya estaban en su cuarto, de seguro poniéndose los calzones o los zapatos de su mamá o saltando como locas sobre la cama. A las 11 empezaba la tétrica fiesta. Le dio hambre; fue a la cocina y devoró un plato de cereal de chocolate. Menos mal que el abuelo no se hallaba en casa, porque habría muerto de un infarto fulminante si hubiera visto a un zombi comiendo Choco Krispis. Le mandó un mensaje a Kimberly Jocelyne: ‘entonces qué, m’ija? Nos vemos al rato en la pary. Iré de zombi
. Era curioso: a ella le gustaba que la llamaran así, por su nombre completo. Nada de Kim ni de Joce.
—Mi mamá no