Con ganas, ganas
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Con ganas, ganas - Santiago Álvarez de Mon
Con ganas, ganas
Del esfuerzo a la plenitud
Santiago Álvarez de Mon
Con la colaboración especial de Cristina Ramírez Bañares
Primera edición en esta colección: Enero, 2010
Segunda edición en esta colección: Abril, 2010
© Santiago Álvarez de Mon, 2010
© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2010
Plataforma Editorial
Plaça Francesc Macià 8-9 – 08029 Barcelona
Tel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34) 93 419 23 14
info@plataformaeditorial.com
www.plataformaeditorial.com
Diseño de cubierta:
Utopikka
www.utopikka.com
Depósito Legal: B. 7.083-2013
ISBN Digital: 978-84-15750-91-8
Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).
Contenido
Portadilla
Créditos
Agradecimientos
Introducción. El gran teatro del mundo: la persona, actor principal
1. Claves de una sociedad paradójica: la educación, única salida
2. La vida, un juego incierto: el partido interior
3. Talentos y posibilidades del ser humano: la figura del maestro/mentor
4. Fortaleza mental: la cultura del esfuerzo y la disciplina
5. Lógica e intuición de momentos sublimes: el misterio de la felicidad
6. Carpe diem, una visión circulardel tiempo: el arte de vivir
Epílogo. La aventura de ser persona
La opinión del lector
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Agradecimientos
Gracias a todas aquellas personas que de un modo u otro han inspirado este libro. Merecen especial mención mis alumnos, por sus inteligentes preguntas y su disposición para el aprendizaje. Mis clientes, que me obligan y permiten que mis ideas y mis sueños sobre la gestión del talento humano aterricen. Y, cómo no, a mis compañeros del IESE, por su grata y fecunda colaboración.
Gracias a mi secretaria, Teresa Solano, por su entusiasmo, integridad y capacidad de trabajo. También por su paciencia y comprensión para manejar mis deficiencias.
Gracias a mi editor, Jordi Nadal, por su vasta cultura, por su curiosidad intelectual, por su generosidad y fortaleza de ánimo, por ofrecerme un lugar de encuentro y conversación. Gracias por sus ganas e ilusión.
Gracias a mis amigos y socios de trabajo, por el regalo impagable de su confianza y compañía.
Gracias a mi madre, por mantenerse siempre firme y cercana, sean las que sean las circunstancias de mi travesía vital.
Gracias a mis cinco hijos, Cristina, Patricia, Santiago, María y Gonzalo, por enseñarme los secretos más importantes de la vida, y por mostrarme los rincones de mi corazón con cariño e ingenuidad.
Por último, gracias a mi mujer, Cristina. El silencio es menos torpe que la palabra para expresar mis sentimientos hacia ella. Socia leal, meticulosa asistente de investigación, coautora discreta del libro, crítica libre y constructiva, madraza de nuestros cinco enanos, mujer maravillosa, todo un lujo para disfrutar la aventura de vivir. Gracias, Cris.
Introducción.
El gran teatro del mundo:
la persona, actor principal
En la Soledad no se encuentra más que lo que se lleva a ella. Hemos de vivir en la ciudad, entre los hombres, aunque no nos hagan falta verdaderamente;
que si no –la soledad, el campo–, creeremos que los necesitamos
de veras, y acabaremos por llenarnos el aire de fantasmas.
Juan Ramón Jiménez
Han pasado más de dos años desde que me embarqué en la aventura literaria de mi último libro, No soy Superman. Transcurrido ese tiempo, aquí me encuentro, en el marco incomparable de la Universidad de Harvard, en pleno mes de julio, disfrutando de mi condición de profesor visitante, dispuesto a enlazar ideas, sentimientos y palabras que tengan algún significado. Si para mí escribir exige vaciarse entero, ¿por qué me lío otra vez en este reto a la vez apasionante y agotador? ¿Porque, como dice Jules Renard, «escribir es una forma de hablar sin ser interrumpido»?[1] No lo creo, sinceramente; como profesor ya disfruto de ese privilegio, y seguro que lo ejerzo con total descaro, ¡lo sabrán mis sufridos alumnos! ¿Será porque escribir es un modo de aplacar o aliviar la angustia? Por ahí tampoco van los tiros, no es un sentimiento ni una sensación física que me acompañe a menudo, y menos en esta etapa de mi vida. Indagando posibles explicaciones, más allá del entusiasmo, apoyo e iniciativa de mi admirado editor y además amigo, Jordi Nadal –gracias, querido Jordi, por sugerirme temas e incitarme a expresarlos con tanto cariño, sensibilidad y energía–, tropiezo con el arte de callar, de Dinouart: «Demasiadas ganas de escribir una cosa no siempre es una pasión reprensible, pero siempre debe ser un momento sospechoso para un escritor prudente y discreto.»[2] Serio toque de atención para los charlatanes de feria, que abundan por doquier en el mundo de la política, y también se cuelan sigilosa y arteramente en la comunidad académica. La advertencia de Dinouart recuerda aquello de que uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras. Verdad dolorosa, todos los que hemos herido a seres queridos en discusiones acaloradas, guiados por una incontenible violencia verbal, querríamos retrotraernos en el tiempo y encerrar a cal y canto nuestra lengua viperina. Si las palabras proferidas constan por escrito, y el papel impreso suele ser un tribunal implacable y paciente, atender la admonición de Dinouart parece harto aconsejable.
Entonces, ¿por qué escribo? Parte de la respuesta puede esconderse en este texto del maestro Marañón: «[…] los periódicos están inspirados por un monstruo anormal que se llama actualidad, el cual, entre otras cosas, padece un defecto de la vista que no sé cómo llamarán los oftalmólogos; consiste en la incapacidad de apreciar el verdadero color y dimensiones exactas de las cosas».[3] Ahíto de los ardores y el frenesí de la palpitante actualidad, hambriento de tiempo, silencio e introspección, George Steiner comparte la misma preocupación de Don Gregorio: «La presentación periodística genera una temporalidad de una instantaneidad igualadora. Todas las cosas tienen más o menos la misma importancia; todas son sólo diarias. En correspondencia con ello, el contenido, la posible importancia del material que comunica el periodismo se saldan
al día siguiente. La visión periodística saca punta a cada acontecimiento, cada configuración individual y social para producir el máximo impacto; pero lo hace de manera uniforme».[4]
A lo largo del curso, mi «monstruosa» actualidad está transida de clases, consultas, reuniones, clientes, entrevistas –soy un privilegiado que se roza a diario con hombres y mujeres de talento–, que en mi dimensión de escritor se traduce en casos, ensayos, artículos para revistas y mi columna semanal en el periódico Expansión. Llega el verano, la carga docente se aligera, la actividad de asesor se reduce, planifica y jerarquiza, y uno libera tiempo adicional para el estudio y la reflexión. Renovarse o morir, máxima que no debiéramos nunca perder de vista, sobre todo aquellos que jugamos con teorías y pensamientos proclives a la obsolescencia. Frente a la urgencia, brevedad e intensidad del artículo, el jefe de la redacción no espera, la autoritaria actualidad manda, el libro ofrece una cadencia y una perspectiva distintas. Sometido a la celeridad del ejercicio recién concluido, echaba de menos el regalo de leer, investigar, aprender, escribir, pensar, meditar, sin un objetivo inmediato y concreto. Lo más valioso de nuestra vida se explica por sí solo, no tiene que haber detrás una utilidad o ventaja explícitas. Estoy hablando del placer de crecer per se, intelectual, emocional y espiritualmente, sin más aditamentos y conveniencias. No recuerdo a quién le escuché decir en una ocasión que enseñar es una forma maravillosa de aprender. No puedo estar más de acuerdo. Difícil ser profesor si éste no se sabe y se siente estudiante. Después de dar clase a mis aventajados alumnos, gente ávida de saber, puedo albergar dudas sobre lo que les ha reportado a ellos, pero no tengo ninguna sobre mis ganancias. Enfrascado en un diálogo libre, llano y cordial con profesionales de diversa formación, experiencia y responsabilidad, percibo que nada será igual. El profesor que sale del aula a una determinada hora es distinto, mejor, que el que entró setenta y cinco minutos antes.
Si ese gusto y satisfacción le cabe al profesor que soy, similar esperanza reservo para el escritor. Si de verdad uno quiere aprender y cultivarse, pocos métodos más exigentes, comprometidos y agradecidos que el duro y noble oficio de escribir. Algo le pasa a nuestras ideas, emociones y valores mientras se plasman en párrafos encadenados con mayor o menor lógica. Escribo para aprender. El papel en blanco es un buen sitio para profundizar en conocimientos y experiencias, para probarse a sí mismo y sondear lo más oculto y genuino de nuestra personalidad. La persona que arranca ahora será diferente de la que culmine este proyecto dentro de unos meses; y quiero pensar que en el ínterin alguna intuición o lección me será revelada. Ojalá pueda usted decir lo mismo, querido lector, si tiene la paciencia y bondad de acompañarme.
Este texto que usted tiene en sus manos debería ser el resultado natural de esta parada y fonda vital. Sin presiones ni necesidad de contar el número de caracteres y palabras, abrigado por la confianza y el afán de mi editor, vuelco en estas páginas mis sueños y convicciones más sinceras. A este respecto, suscribo bastante lo que dice Susan Sontag: «Escribo sobre cosas que no son yo. Y lo que escribo es más listo que yo. Porque puedo reescribirlo. Mis libros saben lo que alguna vez supe; de manera irregular, intermitentemente».[5] A veces, cuando me presentan en algún foro empresarial, educativo, social, en alguna conferencia o congreso, y escucho las generosas palabras de mi anfitrión, pienso para mis adentros: me gustaría ser como me describen. En cierta manera, la analogía planteada también es aplicable a mis libros. Lo que voy a intentar transmitir por escrito seguro que es más listo que yo. Si para tener la autoridad moral he de ser como mi ambiciosa propuesta, dejo la pluma y desisto del intento. Como tan bien expresa Prather, «el perfeccionismo es una muerte lenta».[6] En paz con mis carencias y limitaciones, imbuido sin embargo de un permanente afán de superación, este libro quiere recoger, desde el idealismo más realista, pensamientos hondos que no pesan, intuiciones fugaces y auténticas, pulsiones íntimas y verosímiles, pálpitos del corazón que sorprenden a la tranquila razón. No están conmigo siempre, entran y salen de mi vista cuando les da la gana, pero con los años van dejando un poso que pinta bien. Poco a poco, se han ido sedimentando, afianzándose con tranquilidad, sigilo y familiaridad, por eso quiero coserlas a un texto que me retrata y al que puedo volver libremente.
Ya está, sin darme cuenta, me he puesto en marcha. Seguiré el consejo de Antonio Machado: «es muy frecuente que el poeta eche a perder su obra al corregirla».[7] Vale, cuidado con las correcciones, aconseja el maestro. Sin prejuicio de introducir modificaciones, seguro que a medida que avance me iré aclarando, me dejaré llevar por lo que brote espontáneo y libre. Al día siguiente me limitaré a corregir erratas y pulir la trama argumental, sin alterar su alma y esencia. ¿De qué quiero realmente escribir? De lo que es tanto una inquietud como una ilusión. Empiezo con la primera. Requisito inexcusable de toda persona que quiera progresar en los diversos órdenes de su vida es permanecer en contacto con la realidad, ser leal a los hechos, mantener con ellos una relación sincera, sin dejar que distorsiones ideológicas o prejuicios mentales y morales acaben divorciándole de la misma. Por consiguiente, si se acepta esta premisa, se impone situarse en una suerte de observatorio aséptico que goce de buenas vistas, arrellanarse cómodo, sosegarse un poco e intentar agudizar la mirada. No son tiempos fáciles los que nos ha tocado vivir. Al relente de la revolución virtual, los factores tiempo y espacio, decisivos en el quehacer humano, sufren un revolcón importante, alterando drásticamente el ritmo, la densidad y el alcance de éste. Se mire por donde se mire, se observa un mundo complejo, incierto, crecientemente pequeño, poroso e interdependiente, sometido a cambios incisivos e irreversibles. El planeta tierra no acaba de ser una morada amable y pacífica para sus pobladores, y el sueño de una aldea global y fraterna, en la que todos los habitantes puedan convivir y relacionarse desde el respeto mutuo, suena a utopía escapista e inalcanzable. La imparable irrupción de las nuevas tecnologías, los descubrimientos de una ciencia que en su osadía se desprende de cualquier cautela moral, colocan al ser humano en un precipicio donde se apretujan oportunidades y peligros inéditos. Pudiendo hacer tantas cosas valiosas por nosotros y nuestros vecinos –erradicar la pobreza, combatir la enfermedad, cultivar la mente…–, podemos hacer más tonterías que nunca. Una tecnología neutra que ni siente ni padece puede llevarnos a parajes idílicos e impensables, o ir destrozando paulatinamente la casa común, eso si no le da por hacerla saltar por los aires. No sería la tecnología, sino el dedo humano que la dirige.
En esta encrucijada paradójica y delicada, el ser humano, asustado y desorientado, se interroga por sus claves y señas de identidad. ¿Quién soy? Presuroso e impaciente como ninguno de sus antepasados, busca la respuesta en entornos sociales y culturales que no la poseen, pero que mitigan la perplejidad. Acrecentadas la diversidad y la incertidumbre de los desafíos planteados, hombres y mujeres buscan refugio en el calor y previsibilidad del grupo, sea éste familia, pandilla, club social, equipo, empresa, nación, raza. En lugar de reconocer, celebrar y atender sus ansias de libertad, autonomía, responsabilidad, opta por la fácil y oportunista conformidad del colectivo. Término odioso que asocio más con la dimisión vergonzante de una persona cabal y valiente, que con la expresión solidaria de una identidad realizada. Lamentablemente, un clásico como La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset, sigue vigente: «La masa es el conjunto de personas no especialmente cualificadas. Masa es el hombre medio. La característica del momento es que el alma vulgar tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad, y se lo impone donde quiere. Como se dice en Norteamérica: ser diferente es indecente. La masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto».[8] Inseguros y lógicamente preocupados, abdicamos de nuestra vocación natural, un ser único, irrepetible e inclasificable en la moderna cadena de montaje, y nos deterioramos y reducimos a la mera condición de miembros tirados en serie. Un extraordinario reportero polaco, ya desaparecido, periodista de raza de los pies a la cabeza, Ryszard Kapuscinski, remacha mi preocupación. «El único protagonista que queda en la escena mundial es la multitud, y el principal rasgo de esa multitud, de esa masa, es su anonimato, su falta de personalidad e identidad, de un rostro. El individuo se ha extraviado, se ha diluido; se han abatido sobre él las aguas del lago. Se ha convertido en, por usar palabras de Gabriel Marcel: sujeto impersonal y anónimo en estado residual.»[9]
Ese individuo extraviado sí que reclama mi atención, sí que merece todo mi afecto y consideración. Confundida en medio de un conjunto de solos igualmente vacilantes y atropellados, la persona se disgrega y disuelve progresivamente. La pluma inconfundible de Tagore diagnostica bellamente el problema: «Hay una dualidad en el ser humano. Al ser interior, situado debajo del flujo exterior de los pensamientos, sentimientos y sucesos, se le conoce poco o se le presta poca atención; a pesar de ello, no puede ser ignorado en el desarrollo de la vida. Cuando la vida interior no consigue armonizar con la exterior, ese ser interior se siente herido y su dolor se manifiesta en el exterior de una manera a la que es difícil dar nombre, o incluso describir; es un grito que se parece más a un gemido que a palabras de contenido preciso».[10] Cuando el interior de cada hombre y cada mujer es anulado, cuando no encuentra cauces de labranza y expresión, el exterior arroja un saldo negativo de improperios y aullidos que en su furor y correlación se retroalimentan.
Asistimos a una opresiva despersonalización que impide o dificulta la sana convivencia de la familia humana. Cuanto mayores sean los problemas y retos que tenemos por delante, más se requiere de un inteligente y natural proceso de individuación. La ruta personal a seguir dista mucho de estar despejada y exenta de peligros y trampas, pero es la única que nos puede conducir a una tierra nueva. Sólo se pierden los que caminan y buscan, los que tienen el valor de abandonar la manada y seguir sus propias pistas. «Por separado somos mejores, más sabios y sensatos. La adscripción a un grupo puede convertir a un mismo individuo sereno y amable en el mismísimo demonio.»[11] Lo curioso y alentador es que cuanto más persevera uno en el empeño de ser uno mismo, en la aventura de transformarse en una persona de bien, de profundizar en la verdadera naturaleza de un yo oculto y eterno, con más fuerza, soltura y frecuencia surge la presencia del otro. «Ya con el origen de la conciencia del yo está la presencia del tú, o tal vez incluso del nosotros. Sólo en el diálogo, en la discusión y la contraposición, así como en la aspiración a crear una nueva comunidad, surge la conciencia de mi yo como ser autónomo, diferente al otro. En palabras de Levinas: Aceptamos al Otro aunque sea diferente, y precisamente en esa diferencia, en esa alteridad, residen la riqueza, el valor y el bien. Al mismo tiempo, la diferencia no impide mi identificación con el Otro: El Otro soy yo.»[12] En torno a ese yo abismal, hundido, enigmático, que en sus ratos y gestos más desinteresados descubre y disfruta al otro, su yo solidario y servicial, gravita mi ilusión y esperanza. Así como espero poco de la humanidad, confío mucho en el arcano y soledad de cada persona, sobre todo si tiene el coraje y la voluntad de estudiarse y conocerse. ¿Quién soy? ¿Quién podría llegar a ser? ¿Cuáles son mis fortalezas? ¿Mis deficiencias? ¿Qué espero del trabajo? ¿Cuál es mi temperamento? ¿Tengo carácter? ¿Soy inteligente? ¿Cómo siento la familia y la amistad? ¿Soy una persona íntegra? ¿Qué dicen de mí mis acciones? ¿Qué dejan entrever mis silencios y omisiones? ¿Qué sentido tiene la vida? ¿Qué espero de ella? ¿Qué espera ella de mí? ¿Qué es la felicidad? ¿En qué mercado social se compran la paz y la serenidad? ¿Qué pienso de mí mismo? ¿Cuál es mi valor real como persona? Preguntas de todo tipo que no pueden ser pospuestas.
Me imagino que en el fondo voy a hablar de educación, en su acepción etimológica. Del latín educere, significa extraer lo que el educando apila dentro de sí. Si la educación no se limita a transferir conocimientos, a desarrollar habilidades y aptitudes, a lograr un nivel de destreza y maestría de herramientas útiles para la práctica de vivir, sino que intenta arrancar el talento, el nervio y el espíritu humanos, el arte de preguntar se antoja crucial, y si no nos urge encontrar la seguridad de las respuestas, puede resultar hasta placentero. Alan Lightman, astrofísico, novelista y profesor en el MIT, es muy gráfico al respecto: «Creo en la fuerza creadora de lo desconocido. Creo en la felicidad que proporciona el encontrarse en la frontera entre lo conocido y lo desconocido. Creo en las preguntas sin respuesta de los niños».[13] En los campos donde el asombro, el misterio, la curiosidad, los rompecabezas, los juegos, son celebrados, florece el saber y brota lo mejor de cada uno. Todo el libro quiere ser un homenaje a la mejor versión de cada ser humano. Seres contradictorios, solemos ocultar nuestra cara más amable en una rutina de hábitos, convencionalismos y etiquetas que nos encapsulan y matan lentamente. Pese a todas las razones que me da para dejar de hacerlo, creo en la persona, en su misterio y peculiaridad, en su libertad interior para levantarse y asumir la responsabilidad de su itinerario vital. Sólo así, respetando el intocable singular de cada hombre y mujer, fomentando su genuino yo, entiendo el plural del nosotros. No me interesa la comunidad –sea país, empresa, asociación, familia– que no esté cimentada en los sólidos pilares del individuo. Nada se construye ahogando su diferencia. El plural siempre suma, o la estupidez y la vulgaridad de un ego voluble y caprichoso, alumbrando la jauría, o la sabiduría y la bondad de un yo cultivado en la fértil frontera entre la soledad y la amistad, propiciando una cooperación inteligente. En esta tierra rica, como extensión natural de una personalidad que fluye y se expande, surge el afán de servicio, la necesidad de darse generosamente