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Directo al corazón: Bodas (3)
Por Natasha Oakley
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Bodas
Padre soltero busca esposa…
El modo en que Daniel Ramsey luchaba por criar solo a su hija hizo que Freya recordara el pasado. A pesar de su apariencia indómita, ella siempre había soñado con casarse vestida de blanco y con un "felices para siempre"; era la manera de evadirse de los problemas de su hogar.
Ahora era una mujer adulta, bella y con éxito, y sabía que podía ayudar a Daniel y a su hija, pero tenía miedo de acercarse demasiado a ellos, pues en su interior aún ocultaba muchos secretos. Sin embargo, después de tantos años, tal vez un hombre fuera capaz de llegar al fondo de su corazón.
Padre soltero busca esposa…
El modo en que Daniel Ramsey luchaba por criar solo a su hija hizo que Freya recordara el pasado. A pesar de su apariencia indómita, ella siempre había soñado con casarse vestida de blanco y con un "felices para siempre"; era la manera de evadirse de los problemas de su hogar.
Ahora era una mujer adulta, bella y con éxito, y sabía que podía ayudar a Daniel y a su hija, pero tenía miedo de acercarse demasiado a ellos, pues en su interior aún ocultaba muchos secretos. Sin embargo, después de tantos años, tal vez un hombre fuera capaz de llegar al fondo de su corazón.
Autor
Natasha Oakley
Natasha Oakley começou a escrever como forma de desenvolver sua atividade criativa, depois que seu quinto filho começou a dormir a noite inteira. Depois de muitas palavras, ela havia criado personagens fantásticos e um livro sem enredo coerente! Mas, por pior que tivesse sido o resultado, havia encontrado uma ambição: queria ser escritora. Como Natasha sempre amou finais felizes, decidiu que seria mais fácil escrever romances. Ela mora com sua família em Bedfordshire, no Reino Unido.
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Directo al corazón - Natasha Oakley
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2008 Natasha Oakley
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Directo al corazón, n.º 109 - julio 2014
Título original: Wanted: White Wedding
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Este título fue publicado originalmente en español en 2008
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4596-1
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Capítulo 1
FREYA se mordió la lengua para no soltar un improperio y volvió a preguntar si había alguien allí mientras sus ojos recorrían las filas de viejos sofás y cómodas. Siguió sin recibir respuesta. No se oía nada en el edificio, salvo el taconeo de sus zapatos en el suelo de hormigón.
–¿Señor Ramsey? ¿Hay alguien? –se detuvo y examinó la sala de subastas. Contuvo la respiración y volvió a mirar la larga fila de armarios llenos de cachivaches. ¿Dónde estaban todos? El lugar parecía desierto.
Se metió las manos en los bolsillos de la cazadora y comenzó a dar patadas en el suelo para que se le calentaran los pies. Aquella forma de hacer negocios era una locura. Tenía que haber alguien encargado de hablar con los posibles clientes, un portero era lo habitual.
No esperaba que en un sitio como Fellingham hubiera algo similar a Sotheby’s o Christie’s, pero aquello era ridículo. Puesto que nadie la recibía, saldría de allí y echaría un vistazo a la guía, donde, sin duda, encontraría alternativas más prometedoras.
Si no fuera porque... Frunció el ceño. Si no fuera porque Daniel Ramsey había conseguido convencer a su abuela de lo maravilloso que era.
Doce años de dura experiencia la habían convencido de que cualquiera que pareciera «demasiado bueno para ser verdad» era justamente eso. El problema era que se necesitaría una nueva guerra mundial para que la anciana cambiara de opinión sobre él. Se sacó una mano del bolsillo y miró el reloj. ¿Dónde estaba Daniel? Quería verlo a solas, juzgar qué clase de hombre era sin que su abuela estuviera presente.
Dio un paso atrás y chocó con una caja que había en el suelo. Maldijo en voz baja y se inclinó para sacudirse el polvo de los pantalones. ¿Qué negocio era aquel? Fuera cual fuera, Daniel Ramsey no era un hombre de negocios. La sala de subastas estaba llena de objetos sin valor.
Frunció la nariz ante el olor a humedad. El señor Ramsey a duras penas se ganaría la vida con aquello. Por eso había hecho lo imposible por congraciarse con su abuela. En cuanto tenía un rato libre, iba a charlar con ella y a tomar la tarta de limón que preparaba.
Era indudable que la había engatusado. Según su abuela, sus habilidades iban de exterminar ratones a cambiar una bombilla. Y, por supuesto, era un experto en antigüedades: lo sabía todo sobre ellas. A juzgar por las muestras que había a su alrededor, ella lo dudaba. En su opinión, el don que tenía Daniel era el de interpretar correctamente a una anciana que quería deshacerse de una serie de objetos que no apreciaba, pero que a él le supondrían una elevada comisión.
Se fijó en una puerta pintada de verde donde se leía Oficina. Volvió a mirar el reloj. Estaba perdiendo el tiempo de forma estúpida. Si la oficina no estaba cerrada, le dejaría una nota diciéndole que la llamara por la tarde.
No era lo que había esperado, pero era mejor que nada. Y siempre cabía la posibilidad de que se estuviera preocupando sin motivo. Tal vez a Daniel Ramsey le gustaba de verdad hacer compañía a su abuela y carecía de segundas intenciones. Solo que su escepticismo habitual le indicaba que era poco probable. Llamó a la puerta con los nudillos y la empujó.
Se detuvo a la vista de la alfombra gastada y el desorden que allí reinaba. No había otra manera de definir la mezcla de muebles y cuadros, que estarían mejor en un contenedor que en una sala de subastas. ¿Qué era aquello? ¿Una especie de oficina de objetos perdidos, una trapería? Se abrió paso entre los muebles y se detuvo ante un escritorio de roble. Se preguntó cómo podía alguien trabajar en medio de aquel desorden y si Daniel Ramsey sería capaz de encontrar una nota entre todos aquellos trastos.
Freya dejó el bolso en el escritorio. El sonido del teléfono la sobresaltó. Como estaba acostumbrada a contestar todas las llamadas que recibía en cuestión de segundos, se puso nerviosa al dejarlo sonar. Estaba a punto de agarrar un bolígrafo del escritorio cuando la puerta de la oficina se abrió de golpe.
–¿Quiere hacer el favor de contestar? El teléfono. Apunte el mensaje –gritó una voz masculina–. Tardaré un minuto.
–Yo...
–¡El teléfono! ¡Conteste!
Freya se encogió de hombros. ¿Qué más daba? Al menos dejaría de hacer aquel ruido infernal.
–Subastas Ramsey –dijo con la vista fija en la puerta cerrada.
–¿Eres tú, Daniel?
Obviamente, no. Se frotó los ojos al darse cuenta de lo cómico de la situación.
–Lo siento, el señor Ramsey no se puede poner en este momento. ¿Quiere que le diga algo?
–Dile que le ha llamado Tom Hamber, guapa.
Freya enarcó una ceja mientras agarraba un papel para apuntar. En otras circunstancias le habría dicho a Tom Hamber que no la llamara «guapa», incluso que, aunque podía transmitir su mensaje, no estaba segura de querer hacerlo.
–¿Lo has apuntado? ¿No se te olvidará?
–Ha llamado Tom Hamber –respondió ella en tono seco–. Creo que me acordaré.
–Tengo que hablar con él antes del mediodía.
–Le dejaré una nota –si la encontraba o no, era su problema.
–Nada más, guapa.
Freya colgó. De una cosa estaba segura: no iba a consentir de ninguna manera que su abuela vendiera nada de valor por medio de aquella empresa de locos. Miró el desorden reinante en el escritorio y puso la nota al lado del teléfono.
–Gracias.
Freya se dio la vuelta y tuvo que alzar mucho la vista para encontrar unos ojos castaños que la miraban. Dado lo alta que era, más con tacones, no era habitual que tuviera que hacerlo.
¿Por qué se sentía tan bien haciéndolo? Probablemente habría algún argumento freudiano para explicarlo. Aquel hombre debía de medir casi dos metros. Y aquellos ojos... Oscuros, de color castaño oscuro e increíblemente atractivos.
–Estaba sosteniendo el extremo de una mesa y no podía soltarlo.
–Ya –dijo Freya apartando la mirada.
–¿Ha anotado el mensaje?
–Sí. Era Tom Hamber. Quiere hablar con Daniel Ramsey antes del mediodía.
–No hay problema.
A Freya la invadió la más terrible de las sospechas.
–Soy Daniel Ramsey –dijo el hombre sonriendo.
Freya se quedó sin suelo bajo los pies. Aquel no podía ser Daniel Ramsey. Se había hecho una imagen de él muy distinta a partir de lo que le había dicho su abuela. Mucho más provinciano. Más...
Bueno... menos, para ser sinceros. Mucho menos atractivo. Daniel Ramsey era un hombre a cuyo lado no le importaría despertarse un domingo por la mañana.
–Ha llegado un poco tarde –dijo él, y volvió a sonreír mientras se limpiaba las manos en la parte trasera de los vaqueros–. No se preocupe. Llego sobre las ocho y media, pero le dije a la agencia que a las nueve y media estaría bien.
Extendió la mano y ella hizo lo propio de manera automática. Su anillo de casado lanzó un destello. Era evidente que un hombre con aquel aspecto no podía estar libre. Nunca lo estaban, aunque lo fingieran.
Una conocida sensación de insatisfacción se apoderó de ella. Era sorprendente la cantidad de hombres que decían que estaban separados cuando lo único que los separaba de su pareja era una distancia geográfica y temporal.
Estaba harta de aquello, harta de jueguecitos.
Daniel se inclinó y abrió el cajón inferior del escritorio.
–La llave de la otra oficina esta aquí. Voy a enseñarle dónde está todo. Luego tengo que irme a la granja Penry-James.
–No...
–¿Qué es lo que no ha entendido? –preguntó él mientras se erguía.
–Lo he entendido perfectamente, pero no pertenezco a ninguna agencia. Soy una posible cliente.
–¡Vaya! Lo siento mucho. Creí que...
–Que era otra persona –no había que tener la agilidad mental de Einstein para darse cuenta.
Los ojos de él se iluminaron, risueños, y ella tuvo que luchar contra la atracción que experimentaba en su interior.
–Será mejor que volvamos a empezar.
Freya experimentó una sensación de extrañeza inexplicable cuando, por segunda vez, se estrecharon la mano. Se dio cuenta de que tenía las manos bonitas, fuertes y con las uñas bien cortadas. Y su voz era como sumergirse en un tonel de chocolate.
«Pero no está libre», le recordó la parte lógica de su cerebro. Y, además, si en realidad no estaba tratando de explotar a su abuela, iba a aprovechar al máximo la oportunidad que se le presentaba.
–Debe de haber creído que estaba loco. ¿Le ha dicho Tom lo que quería?
–No.
–Entonces, si no es de la agencia, ¿qué desea? –su sonrisa se hizo más ancha, y ella no pudo evitar que se le contrajera el estómago.
–No se trata de mí, sino de mi abuela –respondió ella en tono innecesariamente cortante mientras trataba de recuperar el control. Inspiró profundamente y dejó escapar el aire, que se transformó en vaho–. ¿Hace aquí siempre tanto frío?
–En verano, no –se apartó y encendió una estufa–. El calor puede llegar a resultar muy desagradable.
–¡Este frío es lo que es muy desagradable!
–Porque la ventana de esta habitación no se abre –continuó él como si Freya no hubiera hablado–. Se ha pintado demasiadas veces.
Ella no dijo que conseguir que una ventana se abriera era muy fácil de solucionar; en cualquier negocio normal, claro.
–Supongo que debería hacer algo al respecto –añadió él.
–Yo lo haría.
Él se echó a reír. Freya lo miró sobresaltada. Hacía mucho tiempo que nadie se atrevía a reírse de ella. Observó los reflejos de ámbar en sus ojos risueños y tragó saliva.
Era una persona imprevisible. Se había hecho una imagen de él y se había aferrado a ella con tanta fuerza que le resultaba difícil cambiarla ante el ser real.
–¿En qué puedo ayudar a su abuela?
–Tiene algunos objetos que quiere vender, y me gustaría que un profesional los tasara.
–¿Puede traérmelos?
–No es fácil. Son muebles grandes.
–Entonces iré a por ellos –sorteó los montones de cajas apiladas y se sentó a su escritorio. Tomó un bolígrafo.
–Hoy, si es posible.
–¿Cómo se llama usted? –preguntó asintiendo.
Freya vaciló. Aún no estaba dispuesta a decírselo. Llevaba tres días en Fellingham y ya estaba más que harta de la reacción de la gente cuando oía su nombre. Por la forma en que enarcaban las cejas, no le quedaba más remedio que suponer que en el folclore local encarnaba la depravación.
No debería importarle; de hecho, no le importaba. Pero la ira que le producía seguía en su interior y no dejaba de importunarla a pesar de los éxitos que había logrado.
–Mi abuela es Margaret Anthony.
Daniel entrecerró ligeramente sus atractivos ojos. Si
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