Paganos: Crédulos, fanáticos, farsantes y vanidosos
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Sabemos que el paganismo o lo pagano ha sobrevivido a las diversas persecuciones políticas e ideológicas que ha sufrido a lo largo de la historia. Sabemos que el paganismo o lo pagano ha renacido en diversas y variadas formas de expresión y manifestación.
Un paganismo que ha cogido la forma -naturaleza, animales, cuerpo, sociedad, ídolos, pueblo, nación, Estado, democracia, utopía, meditación, virtud, sexo, velocidad, deporte, gastronomía, magia, azar, frivolidad, mercado, internet, yo- que es la expresión de la estulticia reinante en un presente marcado por la sociedad del espectáculo y la apariencia que allanan la verdad.
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Paganos - Miquel Porta Perales
AVISO DE LA TORTUGA TERRESTRE
La Tortuga Terrestre, asociación que impulsa el escepticismo de convicciones firmes con el propósito de instalar al hombre en la realidad, ha decidido salir a la luz pública para poner en evidencia, con el más absoluto respeto a la libertad individual de cada cual, a quienes comulgan con una concepción mágica del mundo y del ser humano que, en el mejor de los casos, conduce a la satisfacción ilusoria o la frustración.
En este volumen, además de la descripción y análisis de la experiencia religiosa del ser humano realizada por el autor, encontrarán una serie de comunicados de La Tortuga Terrestre –tranquila, flexible, pacífica, sin dientes– que glosan críticamente a las «deidades mundanas del paganismo banal contemporáneo», por utilizar la terminología del libro. Unas deidades –Naturaleza, Animales, Cuerpo, Sociedad, Ídolos, Pueblo, Nación, Estado, Democracia, Utopía, Meditación, Virtud, Sexo, Velocidad, Deporte, Gastronomía, Magia, Azar, Frivolidad, Mercado, Internet, Yo– que son la expresión de la estulticia reinante en un presente marcado por la sociedad del espectáculo y la apariencia, que allanan la verdad.
La Tortuga Terrestre, que agradece al autor del libro el espacio cedido para expresar libremente sus ideas, invita a la ciudadanía a colaborar en la tarea de revelar y desvelar la pandemia de la credulidad –las deidades paganas contemporáneas como ejemplo– que invade Occidente. Una tarea que consideramos urgente.
DIOS ESTÁ EN EL CEREBRO
Un mundo desencantado. Una sociedad agnóstica. Un hombre descreído. No es cierto. En nuestro mundo y en nuestra sociedad, junto al Dios mayor, existen dioses menores en los que el hombre cree y confía, y a los que se encomienda, imita e, incluso, adora.
El hombre cree porque necesita creer. Porque desea superar –aunque sea ilusoriamente– las limitaciones de la vida, las limitaciones de la existencia, la limitaciones del presente y sus propias limitaciones individuales. Mientras en el mundo existan el sufrimiento, la angustia, la insatisfacción, la injusticia, la pobreza, la desorientación, los deseos no realizados o la espiritualidad, mientras en el mundo exista todo eso y más, existirá una religión que bien puede decirse que es una característica propia e intransferible de la dimensión del ser humano. Una religión, decíamos. Por mejor decir: varias religiones distintas. Sacando a colación a Max Weber, se puede hablar de religiones rituales, de salvación o soteriológicas. Hay más clasificaciones o tipos: religiones naturales, animistas, reveladas, proféticas, místicas, históricas, culturales, simbólicas o éticas. Y, por supuesto, religiones monoteístas y politeístas. Y religiones sin Dios.
En buena medida, la religión es lo más parecido al pasaporte que conduce –ilusoriamente o no- a la felicidad. De ahí, su existencia, su necesidad, su justificación. Para muchos seres humanos, la religión –lo simbólico, lo revelado y lo prometido más allá de la razón, la experiencia, la ciencia, la técnica, el opio marxista y el psicoanálisis a la manera del doctor Freud– cohesiona, consuela, brinda esperanza y da sentido a la vida. En un doble sentido: pertenencia a la comunidad y sujeto y objeto de la solidaridad. Por eso pervive. Como si de un ideal se tratara. La religión, por decirlo a la manera de Marcel Gauchet, no es otra cosa que «la deuda del sentido».
¿Religiones verdaderas? Miguel de Unamuno:
- «Todas las religiones son verdaderas en cuanto hacen vivir espiritualmente a los pueblos que las profesan, en cuanto les consuelan de haber tenido que nacer para morir, y para cada pueblo la religión más verdadera es la suya, la que le ha hecho».
En definitiva, el hombre cree.
Recurramos a la etimología. Credo: 1) Ofrecer el corazón, la fuerza vital, esperando una recompensa. 2) Acto de confianza que implica restitución. En suma, consuelo y salvación. Por eso, el hombre se entrega a la creencia y vive en y por la creencia. Tan es así, que la creencia, la religión y los dioses están insertados, no solo en la evolución humana, sino también en la conciencia del ser humano. En su cerebro.
De qué hablamos cuando hablamos de religión
Aunque nadie puede asegurar su existencia, el hombre siempre ha vivido rodeado de dioses. Lo que sí se puede garantizar es la presencia de la religión y la creencia. Mejor, de las religiones y las creencias. Y de la religión hemos de hablar en un trabajo que trata de la restauración del paganismo y lo pagano, que muestra que el Dios mayor convive con una serie de dioses menores. Si el Dios mayor y los dioses menores existen, porque la religión les da vida, la pregunta por la naturaleza de la religión y las causas que explicarían su aparición y permanencia nos permitirá averiguar las razones por las cuales el hombre precisa determinadas deidades que suelen ser destronadas o entronizadas sin solución de continuidad. En la naturaleza de la religión y sus causas, en suma, hay que buscar la clave que nos permita explicar por qué el hombre cree, confía, se encomienda, imita y adora. Y, también, practica la herejía y la iconoclastia.
No resulta fácil saber de qué hablamos cuando hablamos de religión. ¿Qué es la religión? Para empezar, una breve incursión etimológica. Lo dice el eminente filólogo, lexicógrafo y etimólogo Juan Corominas: el término «religión» deriva del latín y remite a «escrúpulo» y «delicadeza», de donde surge la expresión «sentimiento religioso» (Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, 1973). Si continuamos la incursión etimológica –por cierto, «religión» no procede, como suele afirmarse, de religare–, vemos que el término «religión» –construido por la civilización occidental a partir del término religio: ninguna otra civilización lo usa antes– aparece en el siglo i con dos particularidades. En un primer momento, «religión» es sinónimo de advertencias, observaciones, reglas de conducta e interdicciones que no hacen referencia a mitos ni divinidades, sino a determinadas supersticiones. En un segundo momento, el campo semántico del término «religión» se amplía, aunque se usa únicamente para referirse al cristianismo. Y no será hasta el siglo xvii cuando, en Occidente, la palabra «religión» se comienza a utilizar en el estudio de otras religiones distintas del cristianismo. El detalle: estas otras religiones se analizan con criterios propios del cristianismo.
Al respecto, bien puede decirse que el término «religión» ha sido moldeado por la civilización occidental a partir de la naturaleza –sustancia y función– del cristianismo. Podría decirse que el cristianismo es el género y la religión la especie. O que el cristianismo es la categoría y la religión la anécdota. A un sistema de creencias, dogmas, prácticas, rituales y normas de comportamiento individual y social, con su correspondiente Dios o dioses, se le otorga el estatuto de religión cuando mantiene una relación isomórfica –una semejanza de imagen y contenidos– con el cristianismo. Para el hombre occidental, el cristianismo sería la medida de lo que es la religión. Si se quiere, la religión sería la generalización de lo que es el cristianismo.
Esta breve incursión etimológica e histórica nos allana el camino para responder la pregunta sobre la naturaleza de la religión. Si antes se preguntaba qué es la religión, ahora hay que preguntar qué supone la religión para el hombre occidental. Y decimos occidental, porque las religiones orientales no son, propiamente hablando, religiones, sino doctrinas filosóficas. «La filosofía del alma», en palabras de Friedrich Nietzsche.
Dos tradiciones interpretativas sobre la relación entre la religión y el hombre: la filosófica y la crítica. La primera reflexiona sobre el hecho en sí; la segunda lo valora y juzga.
La tradición filosófica –ciñéndonos a la época contemporánea– habla de la consciencia y la esencia absoluta (Georg W. Hegel), de la percepción del infinito y del sentimiento de dependencia del hombre (Friedrich Schleiermacher), de un estado del alma y de un hombre impregnado por un ser superior (Henri Bergson), de la cuestión del sentido (Max Weber), de una experiencia irreductible de lo sagrado (Rudolf Otto), de la relación del hombre con la trascendencia (Mircea Eliade), de la vertiente mística del hombre (Ludwig Wittgenstein), del poder de lo que es sobrenatural (Jean Wahl), de una forma de aceptación de la muerte (Bronislaw Malinowski), de la unión con el origen (Ernst Bloch), de un estado anímico (Clifford Geertz) o de lo que íntimamente nos concierne (Paul Tillich). Un cierto grado de inefabilidad, no vamos a negarlo.
Por su parte, la tradición crítica –ciñéndonos también a la época contemporánea– habla de una proyección del hombre (Ludwig Feuerbach), del suspiro de la criatura agobiada y del opio del pueblo (Karl Marx), de una enfermedad (Friedrich Nietzsche), de una construcción del intelecto humano (Edward Tylor), de un conjunto de factores significativos interdependientes (Claude Lévi-Strauss), de una enfermedad del lenguaje (Max Müller), de una neurosis colectiva (Sigmund Freud) o de una práctica que favorece la reproducción de los individuos (Edward Wilson). Un cierto maniqueísmo corregido por buenas intenciones sociológicas, no vamos a negarlo.
Conviene profundizar en «qué supone la religión para el hombre» que nos preguntábamos antes. Contrariamente a lo que suele afirmarse, la religión –la idea es de Yuval Noah Harari, Sapiens (2011)– es uno de los grandes cohesionadores, junto a la moneda y el imperio, de la humanidad. Contrariamente a lo que suele decirse, la religión no solo ha fomentado la unión, sino también el orden y la convivencia en sociedades frágiles propensas al conflicto y la ruptura social. Aunque hoy nos parezca sorprendente, las leyes emanadas de una trascendencia religiosa han conseguido, históricamente hablando, dotar de estabilidad a muchos sistemas sociales. Y esta misma trascendencia fue capaz de dictar una serie de normas, valores y conductas que ayudaron a conseguir una vida mejor y más digna para el género humano. En no pocas ocasiones, la intervención de la trascendencia ha sido mucho más positiva –balsámica, incluso– que la de algunos profetas, armados o desarmados, que han poblado la tierra. Cosa que deberían aceptar, no solo los creyentes, sino también los agnósticos y los ateos.
Y a quien diga que la religión ha servido al poder, hay que darle la razón para, inmediatamente, quitársela. Aunque, lo contrario también es cierto. Una realidad compleja que no admite la simplificación. Veamos. Si es cierto que en las sociedades agrarias la religión legitimó el sistema, no es menos cierto que surgieron cultos opuestos a la violencia del poder. Si es cierto que en Oriente Próximo aparece la idea de la limpieza étnica, no es menos cierto que los profetas de Israel fueron los guardianes del igualitarismo. Si es cierto que durante los primeros años del cristianismo los seguidores de Jesús eran una alternativa a la dominación de Roma, no es menos cierto que cuando Pablo llevó el mensaje a las ciudades, predicó que los cristianos debían obedecer a las autoridades romanas.
Con el tiempo, el cristianismo se expandió gracias a su ideario igualitario; pero una vez alcanzada la condición de religión oficial del Imperio, se transformó en su ideología legitimadora. Unos años después, la espiritualidad y la hospitalidad monásticas recuperaron el ideal primigenio. Y por lo que hace a las guerras religiosas de la Edad Media, hay que advertir que los cruzados, mayoritariamente, no se movían por motivos religiosos, sino económicos en una época de tránsito entre el feudalismo y el precapitalismo.
Ya instalado el capitalismo, el protestantismo, que auspiciaba la regulación del comercio, se enfrentó a las prácticas de usura protagonizada por cristianos y judíos. Y durante la Guerra de los Treinta Años, católicos y protestantes lucharon frecuentemente en un mismo bando contra sus correligionarios. Conclusión: fuera el unanimismo cuando se trata de analizar qué supuso la religión –las creencias, si se quiere– para el hombre.
Otra vez la pregunta: ¿de qué hablamos cuando hablamos de religión? A quien busque una definición, hay que advertirle que la mayoría de pensadores que han estudiado la naturaleza de la religión y del hecho religioso en sí –William James, Georg Simmel o Max Weber– no han propuesto ninguna definición habida cuenta de la complejidad de la empresa. La excepción, Émile Durkheim: «Una religión es un sistema solidario de creencias y prácticas relativas a cosas sagradas, creencias y prácticas que unen en una misma comunidad moral, denominada iglesia, a todos aquellos que se adhieren».
Y bien, ¿de qué hablamos cuando hablamos de religión? Hay que reconocer que esta pregunta no tiene una sola respuesta. Siendo esa la realidad, no tiene mucho sentido empeñarnos en proponer una –solamente una– definición de lo que pueda ser la religión. Con la religión ocurre lo mismo que con la cultura: hay tantas definiciones como definidores. Pero, si nos fijamos en las dos tradiciones que han estudiado el hecho religioso y su relación con el hombre –la filosófica y la crítica–, sí podemos admitir un par de cosas: que la religión tiene que ver con algo situado más allá de la experiencia; y que la religión es una construcción humana. Y todavía hay otra cosa de capital importancia que podemos admitir: la experiencia religiosa –sea cual sea– es universal.
Se puede sostener, pues, que el ser humano es un homo religiosus. Se puede sostener que la religiosidad –sea cual sea su expresión concreta– es una característica del ser humano. Una facultad del ser humano. Una manifestación íntima del ser humano. De ahí, la dificultad de reducirla a una definición. Por sus palabras, vivencias, esperanzas y hechos los conoceréis.
del lóbulo parietal a Dios
En los estudios sobre la naturaleza humana, existen un par de tradiciones que conviene reseñar al inicio de este apartado. Veamos. Por un lado, encontramos una tradición que, de los clásicos que giran alrededor de la Ilustración (Jean-Jacques Rousseau, Claude-Adrien Helvetius o Étienne de Condillac) hasta los científicos contemporáneos (Steven Rose o Stephen Jay Gould), pasando por los conductistas (John B. Watson o Burrhus F. Skinner) o marxistas (Jean-Paul Sartre), sostiene que el elemento fundamental de la naturaleza humana es la nurture, o sea, la crianza, la educación, la cultura. Pero, hay otra tradición en la que encontramos antropólogos como Claude Lévi-Strauss y científicos y pensadores como Richard Dawkins, Daniel Dennett o Steven Pinker, que afirma que la clave reside en la nature, es decir, en la naturaleza, la biología. Una tradición que reivindica que hablamos, pensamos, creemos, imaginamos, actuamos, amamos, agredimos o nos ayudamos, porque existe un conglomerado de neuronas que está ahí. ¿El hombre? Un ser condicionado por su realidad biológica. O, si se quiere, una república de cien mil millones de neuronas que imprimen carácter con independencia –o casi– de la educación, la cultura y el ambiente. Estas dos tradiciones también se manifiestan en el estudio de la relación entre la religión y las creencias, por un lado, y el hombre por otro.
Dicho lo cual, surge una pregunta obligada: ¿cuál es el origen de la religión y las creencias? ¿De dónde surgen las religiones y las creencias?
Por decirlo resumidamente, dos son las teorías que se han barajado para explicar el origen del hecho religioso: antropológicas/sociológicas y psicológicas/neurológicas. Vayamos por partes.
Limitándonos a la época contemporánea, las teorías antropológicas/sociológicas del origen de la religión –por añadidura, del origen de las creencias–, que se formulan a partir de observaciones y estudios in situ del comportamiento de pueblos como