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Maldita reliquia
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Libro electrónico249 páginas3 horas

Maldita reliquia

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         Teruel 1981. En la comarca del Vallecico, el padre Bernardo—un laborioso y abnegado  cura rural—se afana por llegar a tiempo a las cinco parroquias del valle, a bordo de su Mobylette Campera de color naranja. Recorre los caminos sin empedrar con una fe inquebrantable, protegido por el brazo incorrupto de Santo Toribio, patrón de la comarca.
           Las autoridades eclesiásticas deciden trasladar la reliquia a la catedral de Valencia pese a la insistencia del humilde cura. A pesar de sus súplicas es ignorado y el valle es víctima de la sequía, la despoblación, el éxodo, la tristeza.
           Año tras año se reúne con el deán de la catedral para salvar la vida del Vallecico y recuperar la reliquia. Siempre en vano.
           La desesperación, la impotencia y la desesperanza le conducen por la imprevisible y tortuosa senda del pecado. En un acto indigno de un hombre de fe, en un arrebato incontrolado y rebelde, intercambia el brazo de santo Toribio por otro falso.
           Esta fechoría será el inicio de un sinfín de desgracias que pondrá en peligro su fe, su templanza y hasta su vida. En sus manos el amuleto se convierte en una bomba.

Más sobre el libro en:  

http://www.malditareliquia.com/

 
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 ene 2016
ISBN9788408149927
Maldita reliquia
Autor

David José Ballester

David José Ballester nace en Valencia en 1972. Hijo de un heterodoxo monje zen y de una profesora de yoga, se licencia, por psicología inversa, en Ciencias Económicas y cursa el programa de doctorado de Contabilidad y Finanzas en la Universidad de Valencia. Actividad académica que compatibiliza como cantante de una banda de rock alternativo. Años después se licencia en Filosofía y Letras. Con su primera novela quedó finalista del Premio Internacional de Novela de Campus otorgado por la Universidad de Girona. En 2016 publicó su segundo libro, Maldita reliquia, en Click Ediciones (Planeta). Su nueva novela se titula Zen en las Vegas, publicada en 2020 por la misma editorial.   http://www.davidjoseballester.com/

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    Maldita reliquia - David José Ballester

    Carta enviada por el secretario de Francisco Franco al obispo de Málaga negando la solicitud de devolución de la mano de santa Teresa a las monjas carmelitas.

    10 de octubre de 1939

    Más a la vez, que esto, que es un reconocimiento pleno por parte de Su Excelencia el Generalísimo de la propiedad de la reliquia de la Santa Madre Teresa de Jesús, he de exponerle que el Caudillo, que tiene una acendrada devoción a la Santa más española y que ha visto palpablemente su constante protección en todas las empresas de la guerra (se tomó Madrid el día del natalicio de Santa Teresa, 28 de marzo), tiene vivísimos deseos de conservar bajo su custodia la Reliquia insigne de la Mano de la Santa para seguir venerándola, al propio tiempo que ruega a la sin par Teresa de Jesús que vaya poniendo SU MANO en las arduas tareas de la paz como lo hizo en las de la guerra.

    La manera providencial como vino a Su Excelencia el Generalísimo la Reliquia, la veneración en que la tiene, la protección que le dispensa, la exquisita piedad de que es objeto y la presencia constante en lo más recóndito de su hogar para invocar a Santa Teresa de Jesús de un modo perenne son motivos poderosísimos para que permanezca en su poder, durante el tiempo, que Dios sea servido, que el Generalísimo Franco sea el Jefe Supremo del Estado Español.

    Si he de ser sacrificado, hágase en la mayor obscuridad y silencio. (…) Que me arrojen a un muladar y me dejen morir, o me maten sin bullicio y me entierren como a una pobre bestia.

    Nazarín, Benito Pérez Galdós.

    CAPÍTULO I

    Sábado, 21 de febrero de 1981

    Padre nuestro que estás en el cielo y yo en la tierra, advirtió de mal humor el padre Bernardo después de limpiar durante cinco horas el santuario del Vallecico. Somos polvo, suspiró, mientras usaba el faldón de su sotana como trapo y acababa con una familia entera de arañas que había convertido al santo en un gigantesco capullo de seda.

    El padre estaba muy tenso con los preparativos de la festividad del patrón. En la comarca del Vallecico los cinco pueblos compartían santo y celebraban su onomástica en fechas distintas. También compartían cura, el bueno del padre Bernardo, que se ocupaba de preparar cinco veces por año el santuario con el mismo fin. Y lo hacía con esmero, repitiendo el mismo ritual, para no erizar más los celos, que eran la siembra más abundante de la comarca.

    Ese sábado le tocaba a Jea, el pueblo más al este y próximo a la nacional (motivo de orgullo para los jeanos).

    —La carretera: fuente de todo progreso —dijo un día al padre uno de los hijos del panadero que hacía sus pinitos como monaguillo.

    —¿Y dónde has oído eso, hijo?

    —En la televisión, padre.

    —¿Y crees todo lo que dicen en la televisión?

    —No lo sé —contestó.

    —¿Pero tendrás una opinión de ella?

    Hizo una pausa y respondió cándido y solemne:

    —Es una enorme carretera…

    Bernardo enmudeció.

    Se lo decía precisamente a él, que recorría los caminos de la comarca a bordo de su Mobylette Campera de color naranja a más de cuarenta kilómetros por hora para no llegar tarde al oficio. Aquello eran caminos sin asfaltar, sí, señor, y no carreteras. Caminos que no habían cambiado desde los tiempos bíblicos. A pesar de los modernos neumáticos de tacos y de la robustez de la Campera, el tamaño de las piedras y socavones eran de tal magnitud que más de una vez había acabado en la cuneta buscando los salmos que traía para la misa del día.

    Ser un cura rural no era fácil. Cinco pueblos con ganas de misa dominical y un solo Bernardo para oficiarla. Porque, desgraciadamente, no tenía el don de la omnipresencia, aunque lo parecía, sobre todo cuando empezó y oficiaba tres misas por domingo. Tras el canto de entrada a la liturgia «Qué lindo llegar cantando a tu casa, Padre Dios, y hermanados en el canto comenzar nuestra oración», Bernardo daba el saludo inicial y no pocas veces confundía Vallehondo con Pozofrío, Campohermoso con Jea o Pozofrío con Zapatón. Y el murmullo de los feligreses llegaba como una suave ola hasta la orilla de su púlpito para avisarle de la confusión.

    Pero un domingo ocurrió lo inevitable: en un entusiasta sermón confundió, hasta cuatro veces, Jea —su pueblo natal— con Zapatón, y el murmullo se convirtió en una ola encrestada. Nombrar lo innombrable era su oficio, pero no la palabra «Jea», repetida cuatro veces ante los escasos cuarenta zapatinos que jamás fallaban a misa. Como Antonio —un vejestorio sordo que en la iglesia parecía recuperar la audición—, que cansado de pertenecer al pueblo más olvidado de la comarca descargó contra Bernardo:

    —Hablaré con el obispo, el papa o María santísima: queremos un cura, no un saltimbanqui.

    Todos miraron al padre. Nadie se movía. El frío de la sierra comenzaba a morder los tobillos desnudos de los feligreses. En las paredes las grietas parecían heridas y las vidrieras, ojos humedecidos. El padre Bernardo alzó las manos y mirando al Cristo de la entrada, movido por la compasión, entonó, después de tragar saliva: «Qué lindo llegar cantando a tu casa, Padre Dios, y hermanados en el canto comenzar nuestra oración, darte gracias y alabanzas, pedirte ayuda y perdón, qué lindo llegar cantando a tu casa, Padre Dios».

    Acabó la misa como pudo manteniendo el ritmo litúrgico, pero apenas concluyó con el «podéis marchar en paz» frunció el ceño y salió zumbando de la iglesia para no llegar tarde al siguiente pueblo. Quienes lo conocían sabían que por la forma de exprimir su barba estaba dolido.

    Se montó en la Campera y con el dolor y las prisas no sujetó como debía la visera del casco, que con los golpes caía hasta su nariz como una guillotina de plástico viejo. Parpadeaba con cada golpe. El trayecto parecía una secuencia de diapositivas. «Todos somos pueblo de Dios, todos hacemos pueblo», cuando, por desgracia, la sotana que llevaba mal remangada hasta la cadera se fue soltando hasta enredarse con la rueda delantera y fue lanzado a un campo de cardos. Como un resorte se levantó para comprobar que estaba entero. Era un hombre en la cuarentena, huesudo, muy alto, con la cabeza afeitada y una barba de chivo más enmarañada y larga que la de Valle-Inclán. Blanco de piel, tenía los ojos muy hundidos, acostumbrados a resistir la soledad. Se limpió la sotana de flores de cardo y miró al cielo para dar «gracias a Dios, Señor mío, por darme otra oportunidad». Las manos le sangraban y la cara le ardía como si le hubiera afeitado un gato. Se santiguó y fue en busca de su moto. No se miró al espejo, sobre todo porque no tenía, y continuó hasta Pozofrío en su segunda etapa del domingo.

    El público ya estaba en los bancos. Entró en la sacristía y no se reconoció al verse reflejado en el cristal envejecido del armario. Se santiguó para que acabara pronto el día y saltó como un león al púlpito. Los monaguillos no apartaban la vista de su calva, que parecía arañada por el diablo. Con los ojos cerrados volvió al «qué lindo llegar cantando a tu casa, Padre Dios», y pronunció el saludo inicial.

    Todo iba bien hasta el momento de la comunión. Al alzar el cáliz sobre el altar y pronunciar la oración ritual para recibir la sangre de Cristo, un niño subió como un ángel los cinco peldaños de la escalera y lo llamó «papá». El pequeño se agarró a su sotana observando su vertical negrura con ternura de caramelo. El bueno de Bernardo, con el cáliz en lo alto y la calva ardiendo por cruces de lava, pidió al cielo que lo rescataran. Un barquillo de luz vaporosa iluminaba la escena. Los parroquianos permanecían en el foso, atentos al singular ritual. El niño estiraba su sotana pidiendo que lo aupara. El padre estrelló

    el cáliz sobre el altar y con las manos ensangrentadas de vino hizo una genuflexión, «este es el sacramento de nuestra fe», y se quitó al niño de encima como a un perro faldero. Un disimulado rodillazo, oculto por el faldón, lo envió debajo del altar.

    Nadie lo vio, pero todos escucharon «Busca a tu padre en otros altares». El equipo de sonido había sido sustituido recientemente por uno que emitía en estéreo. El murmullo festivo se convirtió en un enjambre venenoso. Nadie se movía del banco y el padre, con un aplomo inhumano, continuó la ceremonia evitando los sermones y rascándose la calva mientras una mujer desde las últimas filas rescataba a la desengañada criatura.

    Tras acabar la misa en Pozofrío no se despidió de nadie, como era costumbre, e intentó celebrar su tercera y última ceremonia del domingo en Vallehondo. Nunca llegó. A mitad de camino bajó de la Campera, se quitó el casco y, sentado sobre una enorme piedra al borde del camino, se puso a contemplar los hermosos tonos rojizos del valle y el color ocre de los campos. El cielo parecía un lago helado y el silencio era una tupida red por la que se colaban minúsculos zumbidos. Bernardo suspiró lanzando una pequeña nube de vaho. Sin las prisas, sin el ruido de la moto, sin la visera de plástico, el Vallecico era un lugar hermoso sembrado de paz. Stat Crux dum volvitur orbis (algo así como «La cruz se encuentra estable mientras el mundo da vueltas»), pensó. Y con la conciencia tranquila por hacer lo que debía, se quedó durante tres horas suspendido en la nada, como en sus años de cartujo. Hizo un agujero y enterró el reloj para siempre. Después puso rumbo a Jea y se encerró en su habitación cargado con la biografía de santo Toribio mártir y cuatro volúmenes sobre los anacoretas Padres del Desierto.

    Al día siguiente solicitó al obispado un sustituto.

    Llegó a la comarca un sacerdote septuagenario y redondo, más próximo al eterno aburrimiento del cielo que a la gravedad terrestre. De esas personas que han venido a la vida con un largo bostezo. Durante un mes ofició las mismas misas que ventilaba el padre Bernardo en una semana y consiguió que los fieles de los cinco pueblos, como en procesión, hicieran cola en la puerta de Bernardo para rogarle que volviera. Hasta Antonio, el zapatino, se encaró con el sustituto:

    —Hablaré con el obispo, el papa o María santísima: queremos al saltimbanqui, al menos venía dos veces por semana.

    Por estas y otras razones Bernardo se incorporó de nuevo a su trabajo con la intención de reducir las jornadas y su intensidad. Una intención que le duró tres meses. Al cabo de ese tiempo regresó a los caminos con su Campera y a las desventuras de antaño.

    Habían pasado ya seis años desde entonces y ese sábado Bernardo acicalaba el santuario con esmero de orfebre. Había dejado varios ramilletes de tomillo en el altar, y en la entrada, sobre una mesita junto a los folletos con los «propios de la misa», una bandeja de plata con un puñado de menta perfumaba la casa del santo que de normal olía a cerrado.

    Eran las tres de la tarde cuando una tormenta amenazó con poner a prueba el tejado del santuario. Bernardo resoplaba mientras miraba al techo resignado, recordando las veces que había pedido ayuda económica para su restauración.

    Las primeras goteras cayeron muy cerca del altar. Los truenos parecían desafiarle. Bernardo, armado con mocho y cubo, se enfrentó a los disparos de la lluvia que apuntaban al relicario donde antaño se conservaba el brazo incorrupto de santo Toribio, una reliquia que hacía diez años se había trasladado a la catedral de Valencia pese a la resistencia de todo el Vallecico.

    En su interior no había nada. Su ausencia se respetaba como el vacío que deja un muerto en la casa donde vivió y que nadie después vuelve a habitar. Así era el relicario del santuario: otro santuario. Un símbolo del abandono que, poco a poco, estaba acabando con la vida de la comarca, con la de la madre de Bernardo y que llegaría a acabar con la suya propia. Pero no me quiero adelantar.

    La lluvia golpeaba contra el tejado y el viento que se filtraba por la vieja puerta de madera traía un olor mentolado. Tras un electrizante relámpago, Bernardo creyó escuchar unos alaridos que venían de afuera. Aparcó el mocho sobre el altar y se asomó por la ventana. Nada le hizo sospechar lo que vio a continuación. A lo lejos, junto al tétrico poste metálico de la luz que hacía unos años se empeñaron en plantar cerca del santuario —un gigantesco armazón de cuatro piernas que parecía vigilar con mirada de acero al Vallecico—, creyó divisar las zapatillas de un hombre. Los árboles le impedían ver con mayor claridad. Solo se escuchaba el hormigueo de la lluvia sobre las hojas.

    Bernardo no lo dudó.

    Salió del santuario y al llegar a la mole de hierro se encontró a un hombre joven acurrucado y convulsionando, con el brazo izquierdo abrazado a uno de los postes del que colgaba un cartel con una calavera. Estaba inconsciente y con los pantalones bajados. La lluvia golpeaba la mole de hierro como un pedernal. Bernardo miró la cabeza del gigante que, atravesado por hilos de acero, escupía chispas. Se detuvo. Pidió ayuda al Señor y, tras descalzarse, utilizó las botas camperas como guantes e intentó arrancar al hombre de aquel armazón mortal tirando de los tobillos, pensando que las suelas evitarían la electrocución.

    Al primer intento lo logró. El brazo de aquel desgraciado estaba completamente carbonizado y se desgajó de su cuerpo como la guinda de un pastel.

    Bernardo se quitó la sotana y la desgarró. El hombre se desangraba con la dulzura acuática de un canto de sirena. La sangre coloreaba las gotas de lluvia. Un charco rojo empapaba los calcetines embarrados del padre. Improvisó un torniquete con los jirones de su hábito y se cargó como pudo al hombre olvidando su extremidad, que quedó abrazada a la calavera.

    Era la prueba más difícil para su Mobylette Campera. Sentó al hombre en la parrilla del portamaletas trasero y con el gancho elástico que utilizaba para asegurar su equipaje ató el cuerpo del moribundo a la parrilla, inclinándolo contra el suyo. Arrancó la moto. El agua caía como rizos y, recordando el salmo que empieza con «abundante lluvia esparciste, oh, Dios», le dio gas y arrancó sobre una papilla de barro.

    El cuerpo del joven bailaba de un lado para otro. Bernardo lo agarró del brazo que afortunadamente, «gracias, Señor, y a todos tus santos mártires», todavía le colgaba del tronco. Intentó mantener el equilibrio con una sola mano sin abandonar el acelerador, aunque sentía cada bache como el mazo de una sentencia. Dos kilómetros los separaban de Jea, dos kilómetros durante los cuales Bernardo rezó con el entusiasmo de un penitente y la fe de un sabio. La Campera aguantaba como el caballo del héroe que mantiene sus crines sin despeinarse. Pero todavía faltaba el tramo más difícil, el de la cuesta Terrero que serpenteaba el barranco de los Burros. Un camino intransitable para los enemigos de la aventura.

    Un rayo incendiado apuntó al pueblo. Hágase tu voluntad, clamó Bernardo castañeteando de frío. Dejó el acelerador y acarició el freno. La Mobylette se había agarrado a la calzada con sus dientes y se deslizaba con la suavidad de un trineo sobre la blanca nieve. Nunca, jamás, había respondido de esa manera. Gracias a Dios, llegaron al pueblo, concretamente a la casa del boticario.

    CAPÍTULO II

    Sin sotana y empapado como un algodón en alcohol, apenas reconoció su amigo Agustín, el boticario, al padre Bernardo. Su barba chorreaba como un mocho y conservaba en sus facciones la reciente marca del helor.

    Entre los dos desataron al joven de la parrilla y lo recostaron en una camilla de la trastienda de la botica. El pueblo no tenía médico, al menos no ese sábado por la tarde. El Vallecico solo contaba con uno, que, como el padre Bernardo, peregrinaba por los pueblos como un vendedor ambulante. Los dos eran sanadores: el médico de cuerpos y el padre de almas, pero no se parecían en nada. Con un rigor de funcionario, el médico abría consulta los días señalados a la hora señalada en el pueblo señalado, y con el mismo rigor hacía pausas para almorzar que en ocasiones conducían directamente a la comida. No atendía fuera de horario ni en festivos, y ante una complicación llamaba a la ambulancia y pasaba el enfermo al hospital.

    Así que decidieron cargar al desgraciado moribundo de aspecto violáceo en el recién estrenado coche de Agustín: un flamante Seat Ritmo que todavía olía a nuevo. Una putada, pensó el aseado farmacéutico mientras extendía una sábana blanca en el asiento trasero e intentaba poner el muñón en alto para evitar el paro cardiaco.

    —¿Y el brazo? —preguntó mientras tapaba la zona amputada con un apósito de gran tamaño.

    —Se ha quedado en el poste eléctrico —respondió Bernardo.

    —Bien, bien… —gruñía el boticario a la vez que reemplazaba el improvisado torniquete de sotana por una abrazadera de cremallera para evitar la septicemia—, no se preocupe, padre, con este olor a carne chamuscada no quiero pensar en qué estado habrá quedado el brazo. Parece joven, ¿eh?

    Bernardo asintió con la cabeza.

    Los dos partieron hacia el hospital de Teruel, que se encontraba a una hora escasa del Vallecico. Bernardo sacó por la ventanilla un pañuelo blanco que pronto salió volando con los acelerones. El herido no paraba de moverse. Las imponentes curvas y el mal estado de la calzada lo zarandeaban de un lado para otro. El padre pidió fuerzas para acabar con el mareo. Cerró los ojos y se sentó junto al joven, que estaba frío como un saco de hielo, le hizo un almohadón con sus muslos y rezó. Por el herido, primero; y por el boticario, después: «que Dios mejore sus reflejos». Este permanecía mudo, agarrado al volante como a un salvavidas, aunque no era seguridad lo que transmitía. Bastaba con ver el descontrolado balanceo de la cruz que colgaba del retrovisor, que de vez en cuando golpeaba contra el cristal y de rebote contra su frente. Pero no parpadeaba. La lluvia arreciaba y el parabrisas parecía marcar sus pulsaciones. Detrás, Bernardo seguía con los ojos cerrados rezando el rosario.

    Cuarenta y

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