A ti te quiero más
Por Corín Tellado
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Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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A ti te quiero más - Corín Tellado
1
—Te dejo, Alan. Me espera Alice a las siete —consultó el reloj—. Son las seis y media. No creo que pueda llegar a la hora indicada.
—No hay peor cosa que ser puntual con las mujeres —rió Alan Calloway—. Se envanecen de tal modo que llegan a creer que uno no puede pasar sin ellas. Hazme caso, Mike, siéntate con calma y toma otro whisky.
—No soy un solterón empedernido, Alan —refunfuñó Mike—. Tengo madera de marido y no me agrada en absoluto cambiar de novia. Si fuera como tú, por supuesto que nunca tendría prisa.
—No me digas que censuras mi modo de ser. ¿Qué culpa tengo yo? Me gustan las mujeres, y reconociendo que son mi más tremenda debilidad, no se me ocurre quedarme con una sola, cuando hay tantas chicas estupendas dispuestas siempre a hacerle feliz a uno —de repente asió a su mejor amigo por el brazo—. Mira, mira, ¿conoces a la chica que entra en la cafetería en este instante? Linda en verdad, pero más que eso... ¡Diantre! Mira a la izquierda, Mike. Hazme ese favor. Después te dejo ir tranquilamente.
Mike giró la cabeza. Lo hizo con indolencia, aburrido.
Sus ojos rutilaron por un segundo.
Estuvo a punto de exclamar: «¿Susan, en Londres?»
Se sentó de golpe. Su voz, un poco ruda, dijo:
—No la conozco.
Alan mojó los labios con la lengua, gesto en él característico cuando se ponía nervioso.
—Es una monada, ¿no, Mike? Di la verdad. Mírala ahora de perfil. Hermosa cintura, tentador busto, esbeltas piernas. ¡Cielos, qué chica!
Mike —alto, fuerte, cabellos de un rubio oscuro y ojos muy azules dentro de un rostro moreno, muy bien vestido— extrajo la pitillera y encendió presuroso un cigarrillo.
¿Cuánto tiempo hacía que no veía a Susan Garner? Cinco años, por lo menos. Debía de tener él veintisiete cuando la vio por última vez.
Fue una aventura... Una aventura intrascendente, por supuesto. ¿Cuánto duró? Ni siquiera seis meses. Era cuando a él le daba la manía por la pintura y se fue a París en contra de la opinión de su padre.
Ella, en cambio, tenía inquietudes literarias... ¿Qué haría Susan en Londres, si jamás la vio en Inglaterra ni pensó que volvería a encontrarse con ella?
Él no era hombre de aventuras fáciles. Pero sí tuvo aquélla...
Contrariado volvió a ponerse en pie.
Impaciente, consultó de nuevo el reloj.
—Tengo que irme —dijo con impaciencia—. Lo siento, Alan. Ahí te dejo frente a esa joven.
—Aguarda, aguarda. Ella miró hacia aquí, y creo que sus ojos expresaron asombro o algo así. Está sola, Mike. ¿Por qué no podemos acercarnos los dos? Ya sabes, el truquillo de... «¿No nos conocemos?»
—Detesto los tópicos de esa índole. Adiós, Alan.
Está bien, está bien. ¿Te veré esta noche? Tengo un buen plan...
—No me agradan tus planes —adujo Mike Eden más contrariado que furioso—. Dejan a uno hecho papilla. Prefiero tener novia y pensar que voy a casarme pronto.
Alan se echó a reír.
—No me explico cómo puedes soportar a Alice No, no me mires así, Mike. Alice es una gran chica; pero..., pero...
Mike alzó la mano. La agitó en el aire, como diciendo: «O te callas o te la estrello en la cara.»
Alan se echó a reír.
La chica que momentos antes llamó su atención se acercaba a la barra. A su lado, otra muchacha, menos linda que ella, pero tan moderna como la morena de verdosos ojos, fumaba al tiempo de sentarse en una alta banqueta.
La que llamó la atención de Alan se quedó de pie. Tenía el cabello muy negro, peinado un poco con ese desorden moderno que es más bien una obra de arte. Corto, un poco revuelto, marcando la patilla, dejando la oreja al descubierto. Vestía una falda estrecha y una especie de zamarra larga, abierta por los lados, de un tono azul marino con los botones plateados. Un pañuelo de colores pálidos asomaba por el cuello y calzaba altos zapatos de ante azul marino, de tipo sport, igual que el bolso.
Se hallaba de espaldas a los dos hombres, quienes, sentados al fondo del local, discutían aún.
Mike decidió, resuelto:
—Te veré mañana en la oficina, suponiendo que vayas.
—Espero que esta noche no corra la gran juerga, Mike. De pasar una noche tranquila, te aseguro que mañana tu padre no tendrá queja de mí.
Mike le palmeó la espalda y echó a andar. Atravesó el local, y al cruzar ante las dos jóvenes se topó con los ojos de Susan a través del espejo.
Se detuvo. Fue como si le obligara una fuerza mayor.
En aquel mismo instante Susan Garner se giró también.
Se quedaron un segundo uno frente a otro. Cinco años eran muchos, pero no lo bastantes para desfigurar dos rostros humanos.
Tratar de desconocerse uno a otro no iba con el carácter de ninguno de los dos. Ni con la gravedad de Mike Eden ni con la elegancia y personalidad de Susan Garner.
Fue ella, quizá más dueña de sí en aquel momento, quien dio un paso al frente.
—Hola, Mike.
Él estrechó su mano.
Al otro extremo, Alan Calloway dio un salto, pero no se puso en pie. Quedó como incrustado en la silla.
Mike, junto a Susan, dijo con su voz tan personal, un poco ronca:
—Hola, Susan; no esperaba encontrarte aquí.
Ella sonrió. Tenía la misma sonrisa cautivadora de siempre, un poco triste, quizá...
—Ya ves..., una tiene que adaptarse a todo.
—¿A qué te has adaptado tú?
Lo dijo con la mayor naturalidad.
¿Si los recuerdos se doblegaban? Sí. Nunca quiso forzarlo a nada. Fue... ¿Cómo fue? Un encuentro fortuito en París. Una aventura que en principio ella creyó que jamás cesaría. Algo que dejó raíces. Hondas raíces que no se podían arrancar.
—Estás más bella—dijo él, galante, con esa galantería que tienen a flor de labios los hombres correctos y mundanos.
Ella volvió a sonreír.
Dijo bajo:
—Tú, un poquitín más maduro. Tienes canas... en la cabeza.
Era una conversación forzada. Se notaba en los dos como una violencia dominada con mucho esfuerzo. Los recuerdos son algo que no se pueden ahuyentar aunque uno se lo proponga. Ella llevaba proponiéndoselo cinco años o más. Desde el momento que notó que, si bien para ella Mike Eden era la verdad y la definición de todas sus aspiraciones sentimentales, para él era sólo un pasatiempo. La aventura que se corre en París y que se olvida al llegar a Londres.
¿Cuánto duró? Apenas seis meses. En aquel entonces Mike Eden era un estudiante pictórico. Ella, una estudiante de literatura francesa que habitaba un ático en una calle bohemia...
Quizá Mike creyó que ella era una aventurera. No antes de conocerlo a él, pero sí después. No, no lo fue.
—¿Qué haces aquí? —preguntó él, amable.
—Soy azafata. Tengo el vuelo Londres-París cada segundo día.
—¡Ah!
—¿Te has casado?
Así. Con toda naturalidad. Él la admitió, asimismo. Cuando se separó de ella definitivamente, cinco años antes, lo hizo de mutuo acuerdo con Susan. ¿Por qué esperar que en aquel instante le hiciera reproches? Ninguno. Él se lo dijo: «Regreso a Londres. Mi padre me reclama. Dice que si no he triunfado ya como pintor, es difícil que consiga mi propósito. Y soy su único hijo y pretende dejarme en su lugar en la fábrica de aviones.»
No hubo reproches en ella. Como si aquel estado de cosas fuera normal. Mike pensaba que no lo era, pero Susan, gracias a Dios, no le hizo una escena. Lo acompañó al aeropuerto, y cuando se despidieron de allí, le dio la mano como si fuera su mejor amigo: «Que seas feliz, Mike.»
A él, en el fondo, le dolió aquella conformidad; pero después se lo agradeció infinito. Él tenía conciencia y hubiera sido llevar un peso tremendo en ella si se consideraba un desalmado respecto a sus relaciones con Susan Garner.
Sí, fue mejor así. Por eso en aquel instante se hablaban con tanta naturalidad. Aparente en ella sin duda, sincera la de él, aunque un poco compleja.
—De modo que cada dos días estás en Londres...
—Sí. Descanso uno —explicó amablemente—, y vuelo al siguiente. Descanso en París medio día, y por la noche hago nuevamente el vuelo de regreso.
—Entonces, vives aquí.
—Sí. Tengo un apartamento aquí cerca.
Pero no dijo dónde.
—¿Te has casado tú?
¿Cómo se lo preguntaba? ¿Qué clase de mujer creía él que era?
Pero la respuesta resultó suave y sincera, y, por supuesto, muy tranquila, lo que produjo en Mike como un desahogo.
—No. No tengo inquietudes sentimentales —sonrió—. No me atrae el matrimonio.
—Yo pienso casarme en el transcurso de este año. Quizás en diciembre.
¿Dolor? Sí. Lo sintió como si le clavaran un puñal en pleno pecho y a sangre fría; pero eso nunca lo supo Mike.
—Te deseo mucha felicidad, Mike.
—Gracias —consultó el reloj—. Tengo que irme. He tenido mucho gusto en verte de nuevo, Susan.
—Igual digo.
Un apretón de manos, y Mike se alejó con su paso elástico de hombre elegante seguro de sí mismo.
Susan se volvió hacia la barra y se acodó al lado de su amiga y compañera de vuelo.
—Tienes una sangre fría de espanto —dijo Olivia, apurando el contenido de la copa y sin mirar a su amiga.
Susan encendió un cigarrillo. El único signo de inquietud que manifestaba se expresó en sus dedos. Temblaban perceptiblemente al sostener el encendedor de oro. Después sus ojos contemplaron el objeto.
«Él me lo regaló —pensó, sin abrir los labios—. Fue al despedirse...»
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