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No sirvo para la aventura
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No sirvo para la aventura
Libro electrónico129 páginas1 hora

No sirvo para la aventura

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Información de este libro electrónico

Sue Kenton trabaja como telefonista en el Hotel Carton. Sus conversaciones le permiten conocer antes que nadie las múltiples visitas de placer del millonario huésped míster Peter Heggar. ¿Qué sucederá cuando sus caminos se crucen y no los separe el teléfono?

Inédito en ebook.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 ago 2017
ISBN9788491626992
No sirvo para la aventura
Autor

Corín Tellado

Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.

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    No sirvo para la aventura - Corín Tellado

    CAPÍTULO 1

    El botones pasó por la centralita y se inclinó hacia la joven telefonista.

    —Ya tienes trabajo, Sue —dijo malicioso.

    Siguió su camino.

    Annie y Sue le siguieron con los ojos.

    El pequeño y regordete Tom, cargado con una maleta pequeña, un maletín de viaje y un paquete sujeto bajo el brazo, se perdía hacia el montacargas.

    Desde el rincón de la centralita se apreciaba todo el vestíbulo, parte del mostrador de recepción, y, por supuesto, la entrada regia del elegante hotel.

    Con los auriculares pegados en los oídos, a modo de gorro, las clavijas en las manos, Sue Kenton manipulaba sin cesar en el cuadro, pero a la vez miraba a su compañera con expresión helada.

    —Yo no tengo la culpa —farfulló Annie—. ¿Por qué me miras así? ¿Acaso llamé yo a míster Heggar?

    Sue ya lo sabía.

    Si algo odiaba era la llegada del importante viajero.

    ¿Por qué tenía que dirigirse siempre a ella? Y, sobre todo, ¿por qué la dirección del hotel, que sin duda conocía sus andanzas de Casanova, permitía tales cosas?

    Annie le tocó en el brazo.

    —Ahí lo tienes —susurró.

    Sue ya lo había visto.

    Peter Heggar cruzaba en aquel instante el ancho vestíbulo. Llevaba en la mano su inseparable portafolios, el sombrero en la otra, el abrigo corto, de cuello y solapas de piel, muy cruzado sobre su esbelta figura.

    —Estoy viéndolo —masculló Annie—. Apuesto a que ni siquiera firma en el libro de recepción. ¿Te lo imaginas, Sue?

    —¡Bah!

    Annie imitó la voz gangosa del millonario fabricante de papel, dueño de fábricas en todo Quebec.

    —«Estará libre mi suite en el número siete B, ¿verdad?»

    Peter Heggar, ajeno al comentario de las telefonistas, cruzó el vestíbulo, se perdió en el ascensor, y dejó tras de sí muchas miradas.

    —Un día —dijo Sue a media voz—, daré parte a la dirección.

    Annie soltó la risa.

    —Sí —dijo atendiendo a su cuadro telefónico—. ¿Míster Milton? Le pongo, señor.

    Metió la clavija y después, tras un respiro, miró a Sue de nuevo.

    —Perderías el tiempo. No todos los hoteles tienen un huésped de esa categoría. Se harían los tontos, Sue. O, lo que es peor, te despedirían con frases muy afectuosas.

    —Puaff.

    Inmediatamente se iluminó el botón del siete B.

    —Diga, míster Heggar.

    —¿Cómo está usted, señorita Sue? ¿Bien? Me alegro —siempre sin esperar la respuesta de la telefonista—. No sabe cuánto lo celebro. ¿Podría evitar una llamada? ¿Sí? Gracias. Cuando me llame la señorita Mildred Bailon, por favor, diga que no he llegado. Gracias. Ah... —tenía una voz ronca, muy varonil—. En cambio, páseme la llamada de la señora Ursula Bassey. Muchas gracias.

    Cortó.

    Sue miró a su compañera con expresión muy elocuente.

    —Ya está formando el lío —dijo entre dientes.

    —¿Qué nombre ha dicho?

    —No quiere la visita de Mildred Bailon. La de siempre. Se cansó ya. ¿Cuánto duró?

    —Tres meses.

    —¿Cuál era la anterior?

    Annie hizo memoria.

    A la vez contestaba a los clientes del hotel, metiendo y sacando clavijas.

    —Katia Borton.

    —¿Y la de hace cuatro meses?

    —Lina Smith.

    —¡Qué asco!

    —Me llega el relevo —dijo Annie feliz—. ¿Dónde te veré? ¿A qué hora lo dejas hoy?

    —A las diez de la noche. Iré directamente a casa de los Sislov. Terminaré la clase a las once. Esta semana me fastidia mucho el horario. La semana próxima podré pasar por casa de los Sislov a las nueve.

    —Trabajas demasiado —siseó Annie, y sin transición—: Oye, ¿cómo has dicho que se llama la nueva?

    —Ursula Bassey.

    Annie quedó con la boca abierta.

    —¿Has dicho...?

    —Eso he dicho.

    —Te lo contaré luego. Es decir, mañana, porque ahora me llega el relevo. ¿Sabes quién es Ursula Bassey?

    —Por supuesto que no.

    —Qué casualidad. Es la esposa de aquel señor algo mayor que tiene una casa de seguros. Yo trabajé para él antes de venir aquí.

    —¿Estás segura?

    —Claro. Él se llama Pierre Bassey. No tienen hijos.

    Es un matrimonio algo desproporcionado, pero ella es bellísima.

    Se oyó el teléfono.

    Antes de que Annie se levantara, dejando los auriculares, contestó Sue.

    —¿El señor Heggar? —preguntó una voz de mujer—. Oiga, por favor, ¿puede ponerme con el siete B? Gracias.

    —¿Su nombre, por favor?

    —Señorita...

    —Debe conocer quién le llama —dijo Sue sin inmutarse.

    La voz femenina dijo a regañadientes:

    —Mildred Bailon.

    —Cuánto lo siento, señorita. El número siete B, está desocupado.

    Y cambió la clavija.

    Como llegaba Mitsy, el relevo de Annie, esta se puso en pie.

    —Te veré mañana. ¿A qué hora llegas tú? ¿Te parece que pase por tu casa a recogerte?

    —Mañana es mi día libre. Es decir, por la mañana daré la clase de español de los Sislov y vendré aquí a las doce en punto.

    —Entonces te veré aquí. Yo entro a las nueve en punto.

    * * *

    Lo vio bajar a las ocho en punto de la noche.

    Desde la centralita se veía todo.

    Casi se divisaba la calle a través de la ancha puerta abierta, siempre custodiada por dos porteros uniformados, y un chófer que buscaba los automóviles de los clientes del elegante hotel. En aquella parte, la calle se iluminaba profusamente.

    Claro que en aquella época del año, todas las calles estaban profundamente iluminadas.

    Sue pensó en las navidades tan próximas. En sus fatigas. En sus dos gemelos y en tía Molly. De todos modos, y, pese a sus pluriempleos, ella era feliz.

    Se alzó de hombros pensando en ello.

    Mitsy le tocó el hombro.

    —¿Es nuestro caballero? —preguntó entre dientes, señalando con un dedo la alta figura del canadiense.

    —Hum.

    —O mucho me equivoco, o estamos a veinte de mes

    —Estamos.

    —Y ya llegó ese. ¿Cuánto se adelantó esta vez?

    —Dos días —farfulló Sue.

    —¿Qué plan tiene esta vez?

    Se alzó de hombros.

    No iba a decirlo.

    Sin quitar los auriculares de los oídos, ni cesar de meter y sacar clavijas, atendiendo a sus clientes del hotel, sus ojos canela seguían los pasos del millonario.

    Alto. Rubio, de un rubio casi castaño, tirando a cobrizo. Los ojos verdosos, la piel morena. Vestía como siempre, impecablemente. Nadie al verlo dentro de su traje oscuro, su aspecto grave y aquel aire de indiferencia, podría suponerlo un parrandero sexualista.

    Pero lo era.

    Posiblemente nadie lo supiera tan bien, como las telefonistas de aquel hotel y los camareros y los botones que conocían parte de sus secretos sentimentales.

    —Apuesto —decía Mitsy en aquel instante— que esta vez cita a media docena. ¿Cuántas citó la última vez?

    Sue pensó que era curioso todo aquello.

    Él llamaba a la señorita Sue tan pronto llegaba. De eso hacía más de un año, y lo gracioso era que ni siquiera personalmente la conocía.

    A veces, cuando tenía la guardia de la noche y él llegaba a la una o las dos, durante algunos minutos se entretenía en hablar con ella por teléfono. Le decía unas cuantas cosas, preparaba la cita de cualquier dama para el día siguiente, y después, tras un «buenas noches, señorita Sue», colgaba. Pero jamás, en ningún momento, al cruzar el vestíbulo miraba hacia la centralita o trataba de buscar a la telefonista llamada Sue.

    Mejor.

    En aquel instante le vieron salir.

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