Las razones de Jo
Por Isabel Franc
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Las razones de Jo - Isabel Franc
Las razones de Jo
Isabel Franc
Las razones de Jo
Primera edición, 2019, ampliada y corregida,
del original publicado en 2006
© Isabel Franc, 2019
Diseño de portada:
© Sandra Delgado, sobre la ilustración
de Charles Dana Gibson Yes or no
Fotografía de la autora:
Montserrat Boix
(CC BY-SA 4.0, vía Wikimedia Commons)
© Editorial Ménades, 2019
www.menadeseditorial.com
ISBN: 978-84-120006-7-2
en colaboración con
LAS RAZONES DE FRANC
Todas queríamos ser Jo. Es una frase que he oído en más de una ocasión. Me atrevería a decir, incluso, que la he oído cada vez que, rememorando lecturas de nuestra infancia, aparece, de forma inevitable, Mujercitas, de Louisa May Alcott. Jo March, la segunda hija, la que quería ser un chico, la escritora, la rebelde feminista y con algo de pluma. Pero las mismas que queríamos ser Jo nos sentimos hondamente defraudadas cuando nuestra heroína acabó sus literarios días casándose y abandonando la escritura. Motivos histórico-sociales para tal final no son difíciles de deducir. Probablemente, la autora, y referente real del personaje, tuvo fuertes presiones para encarrilar a su criatura según los cánones de la moral americana del momento (no muy diferente de la actual, por cierto), pero creo que, además, quiso darle la vida que habría deseado para ella misma. Alcott añoraba su infancia, pobre y bulliciosa, con las cuatro hermanas, una criada entrañable y una madre amorosa pululando por la casa. Alcott no se casó, no tuvo descendencia, no formó una familia en la vida real. No me extrañaría que hubiera querido compensar con la ficción esas ausencias. Pasado el tiempo, había que resarcir a las lectoras planteando una explicación, en primera persona, de los motivos que llevaron a Jo a esa supuesta traición. Eso es posible gracias al bucle de la ficción, semejante al bucle que dibuja la historia. «Un día —dice la propia Jo al final del libro— aprendí que escribiendo se lanza un cabo al espacio intemporal y que alguien, en algún momento y en algún lugar, puede recogerlo, anudarlo y volverlo a lanzar. Además, os debía una explicación». Ahí están Las razones de Jo. Las mías, seguramente, son mucho más prosaicas. Espero que disfrutéis con la historia que aparece aquí corregida y ligeramente aumentada. Y ojalá os transporte a aquella adolescencia en la que todas queríamos ser Jo.
Isabel Franc
ADVERTENCIA
Se avisa a las lectoras que en este libro el genérico está usado en femenino. Tres milenios de androcentrismo y sexismo lingüístico han llevado a la autora a adoptar esta posición en sus textos con la intención de mostrar el caprichoso y arbitrario uso del masculino y el femenino. Así, por ejemplo, donde diga «las» entiéndase «las y los»; donde diga «lectoras» entiéndase «lectoras y lectores»; donde diga «la mujer» entiéndase a veces «mujer», a veces «hombre y mujer», a veces «toda la humanidad», según el contexto, más o menos, lo indique. Es decir, como en el uso estándar del genérico, pero al revés. Y entiéndase también que cuando un vocablo aparezca en masculino hará referencia única y exclusivamente a ese género.
«Dado que el lenguaje no es un hecho biológico y natural, sino una adquisición cultural, podemos alterarlo ya que al retocar la lengua se retoca la mentalidad y retocando la mentalidad se retoca la conducta».
Teresa Meana, Porque las palabras no se las lleva el viento… por un uso no sexista de la lengua
LAS RAZONES DE JO
A Cristina Peri Rossi, maestra y amiga.
A Victoria Sau, siempre.
1
¡Mujeres!
Aquellas no fueron las navidades más felices de nuestras vidas. Hacía un frío insoportable, no había calcetines colgados en la chimenea y papá se había ido a la guerra. Todo eso hizo que resultaran especialmente incómodas, pero ahora sé que marcaron una línea divisoria en nuestras vidas, un antes y un después.
La gente del pueblo consideraba a mi padre un héroe, un servidor de la patria. En casa, sin embargo, y aunque nunca lo manifestamos en voz alta, sabíamos que la verdadera razón por la que había ido al campo de batalla no había sido su espíritu patriótico, sino que estaba harto de vivir con tantas mujeres.
Cuando nació Meg, mi hermana mayor, no quedó nada satisfecho al saber que era una niña, pero, siendo la primera, se conformó convencido de que el siguiente sería el varón. Antes de que llegara, ya le había elegido el nombre. Se llamaría Joseph. Pero el siguiente no fue el sino la; fui yo, y me bautizaron con su ridículo equivalente femenino, Josephine. Siempre lo he odiado. Cuando le pregunto a mi madre por qué me pusieron ese nombre, me dice que a ella le gustaba y que le sigue gustando, que Josephine suena muy bonito. Pero al pronunciarlo, es como si las nueve letras que lo componen se convirtieran en piedrecitas, entorpeciendo su lengua. «A mí, Josephine me gusta». Suena tan falsa esta afirmación. Además nunca me llama así, y si alguna vez lo hace, no me mira a los ojos. Por eso, siempre me he hecho llamar Jo. Nunca me han gustado los vestidos de chicas, ni llevar el pelo largo. De pequeña, quería ser un chico. No para contentar a mi padre, por supuesto, sino para liberarme de los ahogos que estamos obligadas a sufrir las mujeres.
La tercera en llegar fue Beth. Ese día mi padre deambulaba inquieto por el salón, esperando saber qué era lo que venía, mientras mi madre se desangraba dando a luz. El de Beth fue un parto largo y difícil. Ajeno a la agitación y el miedo que se vivía en la alcoba, él interpretaba aquella tardanza como una señal evidente de que el que llegaba era un auténtico jabato. El que llegó tampoco fue él sino ella: mi hermana Beth, la más dulce de las criaturas, con el más injusto de los destinos a sus espaldas.
Durante el cuarto parto, papá se quedó leyendo el periódico y ni siquiera se levantó de la butaca para recibir la noticia. Desde el principio, la imagen que tengo de mi padre es la de una barba hundida en la página de un diario, de un semanario o de un libro. Aquel día, mientras esperaba para saber qué llegaba esa vez, leía el periódico sin mover un solo pelo del bigote ante los gritos de mi madre. Hannah, que estaba ayudando al parto, se santiguó al ver que era otra niña y se santiguó tres veces más antes de comunicárselo. Su reacción fue tremebunda; cerró el periódico con brusquedad, lo lanzó al suelo con furia y se fue gruñendo:
—Esta mujer no sabe parir más que hembras.
Resistió con nosotras unos años más, hasta que estalló la guerra y encontró en ella la excusa perfecta para marcharse.
—Prefiero que me maten a tener que aguantar este cacareo por más tiempo —le oí decir, en cierta ocasión, a uno de sus amigos filósofos con los que se pasaba las horas elaborando absurdas teorías que nunca llegaban a poner en práctica.
Mamá, que navegaba en un mar de piadosas caridades —por culpa de las cuales éramos aún más pobres—, siempre alabó la valentía y el patriotismo de su marido y cuando él se fue al frente, se vio inmersa en otro mar, en este caso de lágrimas, pero su coraje, su fortaleza y su devoción le dieron fuerzas para salir adelante.
Así que aquellas fueron las primeras navidades que pasamos sin él. Eso era motivo de tristeza para toda la familia, pero yo ni siquiera le echaba de menos. Su ausencia me dio la oportunidad de asumir nuevas funciones. Alguien tenía que ocupar su puesto y nadie en aquel hogar estaba más capacitada que yo. Gracias a su partida, me convertí en la hombre de la casa. Y aquella situación de dominio me agradaba hasta la excitación.
Mi padre nos dejó en la miseria. Se llevó todo el dinero que mi madre y él tenían en reserva en un cajón de la magnífica consola con espejo que presidía el salón. Marmee lo justificaba sin reparos: papá necesitaba aquel dinero para sobrevivir en el frente y estaba segura de que lo emplearía en realizar buenas obras.
—Nosotras tenemos lo necesario para vivir —nos decía, y se lanzaba a relatarnos una de sus historias con sonada moraleja—. Cuando os sintáis insatisfechas, hijas mías, pensad en los privilegios de que gozáis y expresad agradecimiento en lugar de queja.
Marmee era una buena mujer y una buena madre, pero no había quien rebatiera sus ideas. Y no por falta de argumentos. Por su talante, se habría dicho que era descendiente directa de Salomón. Tenía aprendidas una serie de sentencias cristianas —salmos, letanías, parábolas y versículos de la Biblia—, que nos recitaba con una iluminada sonrisa como respuesta a cualquier comentario, cualquier duda, cualquier crítica que hiciéramos, y ahí se acababa la discusión. También era muy clueca; le encantaba reunirnos en torno a sus faldas y tenernos acurrucadas como gatitas en su regazo. Dos cabezas recostadas en el muslo derecho, dos en el izquierdo y ella rodeando con sus brazos el armonioso conjunto. Eso hacía el día que recibíamos carta de papá, como aquella nochebuena.
Llegó de la calle con las mejillas heladas, nos saludó con su gallinácea efusión y sacando un sobre del bolsillo, anunció:
—¡Sorpresa, chicas!
—¡Carta de papá, carta de papá! —nos pusimos las cuatro polluelas a piar.
Fue a sentarse a la butaca del salón, junto a la chimenea, posó a la pequeña Amy en sus faldas y leyó con voz melodiosa. Pero algo en su tono, en su modulación, en el ritmo, tal vez un imperceptible temblor… algo me hizo sentir que no era una voz creíble; como cuando pronunciaba mi nombre completo, Josephine. En algún momento, mi intuición me dijo que aquellas cartas no las había escrito él. Oía la voz de Marmee leyendo y me daba la sensación de que se recitaba a sí misma. Papá no escribía. Y si lo hubiera hecho, su estilo habría sido otro. Aquel día me di cuenta de que mi madre inventaba aquellas cartas para tranquilizarnos y para protegerse a sí misma. No sé si mis hermanas también lo advirtieron; en cualquier caso, le siguieron la corriente y, cuando finalizó la lectura, la reconfortaron con hermosas palabras.
Amy dijo:
—Qué egoísta soy, estoy más preocupada por el aspecto de mi nariz que por el sufrimiento de papá.
Meg dijo:
—Deberíamos avergonzarnos de nuestras quejas y sentirnos orgullosas de tener un padre como él.
Beth dijo:
—Dios bendiga a nuestra familia.
Yo no dije nada; me quedé observando los ojos de mi madre y leí en su expresión que todo era una enorme mentira piadosa. Ella también me miró. Adiviné en sus ojos que estaba a punto de preguntarme: «Y tú, Jo, ¿en que estás pensando?», pero en aquel momento un providencial hormigueo en mi pantorrilla izquierda hizo que cambiara la escena. Se me estaba durmiendo la pierna por culpa de aquella postura de gatitas en regazo, que siempre me resultó tan incómoda, y creo que a mis hermanas también, porque el gesto de revolverme en mi lugar y frotarme esa zona con intención de reactivar la circulación sanguínea sirvió a Beth y a Meg para que levantaran la cabeza de su correspondiente parcela de muslo, Amy abandonara los faldones de un salto y diéramos por concluida la ortopédica escena familiar.
Después de la cena, Beth se sentó al piano e interpretó canciones navideñas, que todas nosotras acompañamos con angelicales falsetes. Angels from the realms of glory, Deck the halls, Ding dong merrily on high… Vivíamos en un ambiente de impuesta felicidad. Yo entonces no era consciente y me dejaba arrastrar por el mullido candor hogareño, pero me faltaba algo. La realidad no era suficiente, no era completa. Necesitaba la ficción para sobrevivir a la vida cotidiana. Por las noches, a la luz de una vela, inventaba historias, creaba mundos nuevos. Solo entonces era auténticamente feliz, cuando me metía en la piel de mis personajes. A menudo subía a refugiarme en el desván y me explayaba interpretando todos los papeles: ora era una bella dama, ora una doncella, ora un caballero… Historias que mezclaban lo tangible y lo mágico, que modificaban la realidad con enormes y concisas pinceladas de fantasía. Universos etéreos, escenarios de ensueño, espejismos al alcance de la mano.
Un día me decidí a escribirlas. No sé por qué. El deseo de compartir aquel placer, tal vez; una necesidad de dar vida a lo que solo vivía en mi mente. Una no sabe por qué empieza a escribir, por qué tiene esa pulsión, casi sacrílega, de inventar historias. Mis primeras obras fueron piezas de teatro que componía para representarlas con mis hermanas. Lo hacíamos con escasos recursos y un gran despliegue de imaginación. Yo necesitaba volar y un simple pedazo de tela me servía. Habíamos instituido nuestra propia sociedad teatral. Y ya que éramos todas chicas, me correspondía a mí interpretar los principales personajes masculinos. Me encantaba vestirme con ropas de hombre. Me sentía libre y fuerte calzando botas de cuero, luciendo un jubón de mangas recortadas y empuñando un antiguo florete. En verdad que la vestimenta varonil estaba hecha a mi medida.
También confeccionábamos un periódico, The Pickwick Magazine, donde publicábamos nuestros propios relatos, noticias locales, anuncios curiosos, recetas de cocina y todo lo que se nos ocurriera relacionado con nosotras y el mundo que nos rodeaba. Subíamos al desván, nos vestíamos con gorras, sombreros de copa, chalecos y americanas de lana. Yo solía usar un par de gafas sin cristales. Nos dábamos tratamiento de caballero y nos llamábamos entre nosotras señor Snodgrass, señor Winkle, señor Tupman y señor Pickwick, en homenaje a Dickens. Era impensable que hubiéramos hecho lo mismo vestidas de mujer. Resultaba imposible imaginar un Club Pickwick femenino. No conocíamos periodistas ni aventureras. No sabíamos de mujeres que recorrieran ventas y pararan en posadas. Hasta en la ficción teníamos que disfrazarnos de hombres para salir del reducido territorio del hogar al que parecemos estar destinadas de por vida.
Desde la ventana del desván veíamos la gran casa de en frente, donde vivía el joven Laurence, un chico tímido a quien su abuelo obligaba a estudiar todo el día y que solo podía salir a pasear a pie o a caballo acompañado de su preceptor, el señor Brooke. Yo había tenido un breve contacto con el joven un día en que vino a traernos una de las gatas de Beth, que se había escapado. Charlamos unos minutos a través de la valla que dividía las dos casas. Me pareció un personaje muy divertido. Habría seguido bromeando con él si no hubiera sido porque Meg lo asustó con su presencia y luego me recriminó a mí por haber iniciado la conversación.
—Hay que dejar a los hombres hablar primero. ¿Qué van a pensar de nosotras si nos dirigimos a ellos sin pudor?
Laurie no solo era un chico simpático; algo en él me inspiraba una mezcla de atracción y ternura. Se pasaba el día encerrado estudiando. Necesitaba distracción. Así que me propuse conocerlo mejor y rescatarlo de su encierro, como un caballero rescata a una dama de las garras de su carcelero.
Pronto hicimos una gran amistad; él fue mi compañero de juegos, mi hermano. Nuestra primera charla larga tuvo lugar en la fiesta que había organizado la señora Gardiner y a la que Meg y yo estábamos invitadas. Para ambas fue un problema el vestuario, aunque por motivos diferentes. Meg se lamentaba porque no teníamos