Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo €10,99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Cuando el olvido nos alcance
Cuando el olvido nos alcance
Cuando el olvido nos alcance
Libro electrónico350 páginas4 horas

Cuando el olvido nos alcance

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En un mundo sin memoria, cuatro personas conviven con el resto de la población en un planeta distribuido por comunidades donde la gente se agrupa en función de su capacidad económica. No existen las fronteras. Cualquiera puede residir en cualquier lugar, siempre que se lo pueda permitir.
La historia de la humanidad ha sido eliminada. La manipulación mental, ampliamente aceptada, permite borrar los recuerdos más dolorosos, otorgando a las personas que se someten a ella, una nueva libertad.
El hacking mental es utilizado por grupos mafiosos sin escrúpulos con la intención de manipular a su antojo a una parte de la población. Sólo la Amapola, un movimiento que no se resigna a aceptar este orden, se opone con vehemencia.
Sin embargo, la intrínseca confusión ligada a esta sociedad, hace que nadie sea lo que aparenta.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 abr 2019
ISBN9780463754382
Cuando el olvido nos alcance

Relacionado con Cuando el olvido nos alcance

Libros electrónicos relacionados

Distopías para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Cuando el olvido nos alcance

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Cuando el olvido nos alcance - Raúl García Reglero

    Me desperté bajo los cuerpos desnudos de dos voluptuosas mujeres. No recordaba prácticamente nada de lo acontecido en las últimas horas de la noche anterior. Fragmentos inconexos, como si se tratara de fotogramas de una película escogidos al azar, se agolpaban en mi mente. Imágenes de discotecas, música moderna, ingentes cantidades de alcohol, sexo impúdico y la dificultad para mantener la verticalidad mientras caminaba, golpeaban mi dolorida cabeza. Un día más en mi disoluta vida.

    Una de las mujeres rodeaba con sus brazos mi cuerpo desnudo, acariciando mi espalda con sus turgentes pechos. Me moví lentamente para evitar que la mujer se despertara, liberándome así de aquel placentero cautiverio.

    Erguido, observé un instante a las dos chicas. No podía ver sus rostros ya que ambas tenían la cara incrustada en la enorme almohada de aquel cutre camastro. Sus hermosos cuerpos contrastaban radicalmente con el infame desorden de la habitación. Sin duda, había sido una noche salvaje. Botellas de licor de diferente graduación tiradas sobre una pequeña alfombra deshilachada y macilenta. Un pequeño sillón sin apoyabrazos y cuyo tapizado estaba parcialmente rajado se encontraba volcado sobre el suelo. Una mesa hecha añicos, al lado de la cual se podían ver varios paquetes de tabaco vacios acompañados de una enorme cantidad de colillas que se desperdigaban por el suelo. El televisor de la pared colgaba sólo por una parte y tenía la pantalla parcialmente quebrada. Aquello era un desastre.

    Intentando escapar del insoportable hedor que impregnaba el ambiente, caminé hacia el herrumbroso balcón del que disponía la habitación de ese diminuto hotel de tres alturas. Pude sentir en las plantas de los pies la humedad debida al alcohol derramado, produciéndome una desagradable sensación.

    Evité apoyarme sobre la barandilla ante la posibilidad de que ésta se desprendiera. No tenía ninguna intención de lanzarme al vacio. Aún no. Me senté sobre una desvencijada silla descolorida, debido, pensé, al tiempo que llevaba a la intemperie sufriendo el ataque de los elementos meteorológicos. Encendí mi enésimo cigarrillo y mientras daba mi primera calada, observé que tenía una botella de whisky medio llena a mi lado. Sin pensármelo, le di un gran trago. No tenía solución. Mi vida estaba degenerando implacablemente y, a pesar de ser consciente de ello, no hacía nada por evitarlo.

    Escruté la calle en busca de ciudadanos. La luz procedente de las farolas ubicadas en el exterior me obligó a entornar los ojos. Veía las siluetas ensombrecidas de personas que deambulaban de un lado para otro y que se asemejaban en su situación a los trozos de basura que flotaban en el aire empujados por una tenue brisa mañanera, abandonados a su suerte por una sociedad injusta y devastadora.

    Aún me flagelaba por la decisión de desplazarme a vivir a esa parte de la isla. Me encontraba totalmente desubicado, pero por alguna razón inexplicable estaba convencido de que el traslado había sido una decisión correcta. No llevaba mucho tiempo en esa comunidad y el período de adaptación se estaba dilatando más de lo esperado. El trabajo escaseaba y era penosamente remunerado, contrastando con mi anterior situación vivida en mi antigua comunidad.

    Me incorporé para entrar en la habitación y un pequeño mareo me obligó a apoyar la mano sobre la pared. La gran cantidad de alcohol ingerida hacía mella en mi sentido del equilibrio. A pesar de ello, fui en busca del mini-bar. Abrí la puerta de éste y sólo encontré una sustancia grasienta que permeaba todo el interior. Ni rastro de alcohol.

    No tenía ni la más remota idea de cómo había ido a parar a aquel antro infecto carente de alcohol. Supuse que me guie por su aspecto, vinculándolo a un precio más asequible.

    Las dos prostitutas se estaban despertando. Se incorporaron frotando sus rostros con ambas manos, emborronando aún más sus caras con el maquillaje.

    —¡Joder, qué resaca! —exclamó una de ellas, mientras palpaba por encima del camastro en busca de sus bragas.

    La tenue luz procedente del exterior no parecía suficiente, así que encendí la de la habitación. Las prostitutas entornaron los ojos hasta que sus pupilas se adaptaron. Me miraron durante un instante, desorientadas. Se levantaron del camastro sin mediar palabra y se vistieron lentamente intentando mantener el equilibrio. Una de ellas no pudo evitar caerse de culo mientras intentaba meter una pierna a través de su seductor tanga color negro, golpeándose la cabeza contra el somier. Un pequeño gemido de dolor antecedió a una gran carcajada que también emitió su amiga. Yo tampoco pude evitar una pequeña sonrisa.

    No recordaba sus nombres, ni siquiera recordaba si nos habíamos presentado. Las vi cuando regresaba hacia casa desde mi visita, cada vez más habitual, de varios bares de la zona. Me abordaron mostrando una amplia sonrisa y desplegando un contoneo sensual que realzaba sus naturales y voluptuosos atributos. Reticente al principio, finalmente accedí a contratar sus servicios, inducido e inhibido por mi estado de embriaguez. Desde mi involuntaria separación con mi esposa, no había intimado con ninguna otra mujer. Y dudaba de que lo hubiera hecho aquella noche. Recordaba haber practicado sexo, ingerido grandes cantidades de alcohol y fumado una enorme plantación de tabaco, pero todo de manera tan difuminada que no lo podría confirmar con rotundidad.

    Las dos mujeres terminaron de vestirse. Sus demacrados rostros, debido a los excesos de la noche anterior, y empeorados por el corrimiento del maquillaje, no podían ocultar su belleza. Eran unas verdaderas beldades. Sus ceñidos vestidos provocaban mayor atracción que sus cuerpos desnudos. Era penoso no recordar nada.

    —¿Tienes lo nuestro, Ray? —me preguntó una de las prostitutas. Al parecer sí nos habíamos presentado. Supuse que se refería al pago de sus servicios.

    —¿Cuánto era? —pregunté con la voz trémula, mostrando mi verdadera timidez.

    —Trescientos.

    Al oír el importe, me asusté. No recordaba disponer en ese momento de tal cantidad de dinero. Eché las manos a los bolsillos, percatándome en ese instante de que me encontraba en calzoncillos y provocando una sonrisa en las putas. Escruté la habitación en busca de mis pantalones. Estaban en el suelo, al lado del camastro. Busqué en los bolsillos mi cartera. La extraje y, para mi sorpresa y tranquilidad, tenía dinero suficiente. Pensé que seguramente la noche anterior había sacado dinero de mi paupérrima cuenta bancaria.

    —Aquí tenéis —les dije a las chicas, extendiendo el brazo con el dinero en la mano.

    Una de ellas cogió la pasta y la contó con rapidez, asintiendo levemente con la cabeza.

    —Gracias Ray —dijeron al unísono—. Cuídate. Esperamos verte pronto —añadieron ambas sonriendo de nuevo.

    ¿Verme pronto? Era algo imposible. No merecía la pena y no tenía la intención de volver a tener semejante despilfarro. Mi economía no me lo permitía. Era la primera y última vez que acudía a unas prostitutas.

    —Tengo que hacer un hackeo. Llevo varias semanas sin hacer uno y he tenido muchos clientes, la mayoría absolutamente asquerosos —Oí mascullar a una de las prostitutas antes de que salieran de la habitación. Esperaba que no se refirieran a mí, aunque me daba exactamente igual.

    —Yo también —dijo la otra prostituta, asintiendo levemente mientras cerraba la puerta a su espalda.

    Pagué los cincuenta correspondientes al alquiler de la habitación al recepcionista situado en la entrada del hotel. El muy imbécil mostraba una irónica sonrisa mientras contaba los billetes con asombrosa parsimonia. De su mellada boca emanaba un insoportable hedor a alcohol. Me entraron unas enormes ganas de romperle los pocos dientes que le quedaban, pero me contuve, no sin esfuerzo. Me dio el recibo justificante del pago sin cesar de sonreír. Lo cogí con desdén y me fui, reprimiendo mis violentos impulsos. Me arrepentía de haber hecho limpieza en la habitación antes de irme. Aunque, bien pensado, quizás no era aquel gilipollas el encargado de adecentar las habitaciones de aquella mierda de hotel.

    Estaba a cero. Recordé que los trescientos cincuenta pavos que acababa de quemar eran los únicos que me quedaban en la cuenta. Sólo disponía de alguna moneda en mis bolsillos. Mi situación era crítica y no vislumbraba ninguna solución en el corto plazo.

    Miré a ambos lados de la calle. No tenía ni idea del lugar donde me encontraba. Me dirigí a la derecha con la esperanza de recordar algún hito que me sirviera de punto de referencia. Transcurridos cinco minutos de interminable caminata, seguía desorientado. Desconocía los nombres de las calles y los negocios de diferente índole que se agolpaban en los bajos de la inmensa mayoría de los edificios.

    Me detuve y cerré los ojos, masajeando las sienes con las yemas de los dedos. Un lacerante dolor de cabeza me impedía continuar. Los excesos de la noche anterior se estaban cobrando su debida penitencia. Intermitentes lucecitas blancas saltaban en la oscuridad de mis cerrados párpados. Qué mareo. Tuve que volver a abrir los ojos ante mi temor a un desvanecimiento. Además tenía la barriga hinchada como un globo y la boca pastosa me producía unas asquerosas arcadas. A duras penas podía reprimir el vómito. Me consolaba pensando que este malestar era una de las consecuencias por no seguir las directrices marcadas por la impostura de la sociedad en la que vivía.

    El dolor disminuía paulatinamente, tranquilizándome. Las luces artificiales de las escasas farolas presentes, se apagaron simultáneamente ante el aumento de la luz natural. En esa parte de la isla daba la sensación de que amanecía antes de lo normal. Apenas había días nublados. Un microclima especial que le confería una situación privilegiada.

    Los transeúntes iban aumentando en progresión geométrica, inundando las calles. El aspecto de los ciudadanos de esta comunidad no contrastaba demasiado con el de los habitantes de la comunidad de la que yo procedía, lugar donde había residido la mayor parte de mi vida. Su indumentaria, sus descuidados rostros, su cansino caminar. Todo proyectaba la imagen de una sociedad que asumía y aceptaba su precariedad. Precariedad a la que yo me había unido impelido por un motivo más importante que mi situación e, incluso, que mi propia vida.

    Contemplaba, desde aquella esquina que unía varias calles donde me había detenido, la variopinta muchedumbre. Una mujer de mediana edad arrastraba a su hijo estirando de su brazo hasta límites insospechados. El niño colgaba una pequeña maleta escolar de su espalda y lloraba desconsoladamente. El pequeño aún no era consciente de la suerte que tenía por poder acceder a una educación. Un joven lampiño, cabizbajo, portaba en una de sus manos lo que parecía un bocadillo envuelto en papel de aluminio. Dos ancianos dialogaban plácidamente en medio de la acera, obstaculizando el paso del resto de transeúntes. Sólo llevaba una semana instalado allí, pero intuía que me iba a encontrar más cómodo que en mi anterior residencia. Sin embargo y, a pesar de esa sensación, era consciente de la mentira en la que vivían esos ciudadanos, igual a la del resto del mundo. Mentira, que voluntaria o no, seguiría combatiendo para que fuera erradicada.

    No percibía el característico olor del mar, lo que era una buena señal. Mi oficina estaba ubicada hacia el interior de la comunidad, alejada de la costa, que era donde se agolpaban los establecimientos más lujosos destinados a los turistas que se podían permitir unas buenas vacaciones. No era mi caso.

    —Disculpe. ¿Me podría decir dónde está la calle álamo? —le pregunté a una joven que paseaba a un pequeño perrito atado a una correa.

    —Sí, por supuesto. Se encuentra a dos manzanas en aquella dirección —me contestó, indicando con el dedo índice.

    —Muchas gracias.

    Caminé en la dirección que me había dicho la joven. Despacio, observaba lo que me rodeaba con el detalle que me permitía la maldita resaca. A cada paso pisaba algo de basura, circunstancia bastante común en la mayoría de comunidades. Un alto porcentaje de los edificios estaban abandonados, con un aspecto lamentable, carcomidos por la humedad y semiderruidos. Entre unos y otros se acumulaban solares llenos de piedras que no habían resistido la verticalidad y en donde las ratas campaban a sus anchas buscando comida entre las ingentes cantidades de desperdicios. Los escasos contendedores existentes, rebosaban de mierda. Al parecer en aquella comunidad, como en muchas otras, la recogida de desechos no se realizaba diariamente. Supuse que sería así cuando aboné el importe de la tarjeta ciudadana.

    Me percaté también de la escasa vigilancia en las calles. Aún no me había cruzado con ningún guarda urbano. En mi anterior comunidad ya lo habría hecho al menos con dos parejas. Desconocía los niveles de delincuencia del lugar, pero me apostaría el salario de un mes a que serían peligrosamente altos.

    A pesar de esta circunstancia, no veía guardas de seguridad privada en los negocios que permanecían abiertos. Personalmente me parecía un riesgo inasumible, pero que cada cual hiciera lo que considerara oportuno.

    Me disponía a entrar en el edificio en el cual se encontraba mi oficina, cuando vi, que anexo a él, había una pastelería. No me había percatado de ella hasta ese instante. Estaba hambriento. Entré y escruté el interior con timidez, consciente de mi estado de penuria. El interior contrastaba con las pastelerías de mi antiguo lugar de residencia, donde la vistosidad y colorido de sus paredes y el dulce aroma de sus productos, te seducían sólo con pasar por delante de sus puertas. A pesar de ello, ésta no estaba mal. Disponía de poca variedad, pero todo estaba bien colocado. El olor era agradable y las paredes, mostradores y demás mobiliario, se mantenían en decentes condiciones.

    Miré a través del cristal de los dos mostradores salivando como un perro famélico. Uno de ellos sólo disponía de tartas, así que me detuve en el otro. Pasteles y pastelillos de chocolate, merengue y hojaldre hacían canturrear a mis tripas. Me fijé en los precios, devolviéndome al mundo real. Recordé mi escasez monetaria. Miré para el empleado, que tenía sus ojos fijados en mí desde que había entrado. Me acerqué al otro mostrador y metí tímidamente la mano en el bolsillo, extrayendo las monedas que me quedaban. Las conté intentando ocultarme. Setenta centavos. Qué miseria. Inconscientemente volví a mirar para el empleado, que impasible y con el ceño fruncido, no apartaba su mirada. Me percaté de que en su brazo derecho empuñaba un revolver. ¡Joder, qué situación!

    Suspiré y me dirigí con decisión hacia la posición del empleado. Sospechaba que no era un simple trabajador contratado. Por su implicación en el negocio, portaba un arma en su mano, diría que era el dueño. Debería haberlo previsto. En ese tipo de comunidades las ganancias son paupérrimas y no dan para contratar a nadie.

    —Perdone. ¿Qué podría comprar con setenta centavos? —pregunté, vigilante ante los movimientos que pudiera hacer el hombre.

    Frunció el ceño sin mediar palabra mientras depositaba el arma bajo el mostrador. Se giró y cogió dos rosquillas azucaradas del estante que estaba colgado sobre la pared. Arrancó un trozo de papel de un rollo dispuesto para tal efecto encima del mostrador y dejó encima las rosquillas con desdén. No cesaba de mirarme fijamente con una expresión de asco que me estaba poniendo muy nervioso. Dejé los setenta centavos, cogí las rosquillas y me fui para evitar males mayores.

    Al salir por la puerta del establecimiento me topé de bruces con un guardia urbana. Tenía mi estatura y lucía una descuidada barba y una prominente barriga impropias de su posición. No me lo imaginaba corriendo detrás de un caco. Vestía un uniforme azul raído por el uso. El distintivo de autoridad bordado sobre el pecho estaba ligeramente separado. Todo su aspecto era precario.

    —Espera —me ordenó, impidiéndome subir a mi oficina—. Enséñame tu tarjeta ciudadana.

    La saqué del bolsillo de mi camisa y se la di. Apestaba a alcohol. Era una situación criticable, pero la iba a obviar, ya que no estaba para dar lecciones a nadie en ese sentido. Además, no tenía ninguna gana de buscar pleitos donde no existían. Si en el futuro seguía residiendo en esa comunidad y volvía a ver un empleado de la misma al que yo le pagaba su salario, se lo recriminaría sin dudar.

    —Veo que llevas poco tiempo por aquí. Además, sólo te quedan cinco días —me recordó, levantando la mirada para, supuse, mirar el número del edificio. Maldito gilipollas.

    —Sí, ya lo sé — Asentí.

    —Así que detective, ¿eh? —dijo el guardia con una irónica sonrisa que dejaba ver sus amarillentos dientes manchados por el exceso de tabaco—. Y que piensa investigar, ¿a las ratas que roban en las bolsas de basura? —preguntó, soltando una tremenda carcajada que concluyó en una tos crónica que no cesaba. Imbécil.

    —¿Se encuentra bien? —me preocupé falsamente. No me interesaba llevarme mal con la autoridad de la zona. Quizás algún día necesitaría algún favor de ellos, máxime con mi situación económica.

    El guardia extendió su mano para devolverme la tarjeta mientras mantenía el puño de la otra pegado a la boca. No paraba de toser. Me indicó, braceando, que podía irme.

    Entré por el portal del edificio y subí, no sin dificultad, las escaleras que llevaban al primer piso mientras masticaba una de las rosquillas. Introduje la llave en la cerradura de la antediluviana puerta de mi oficina y la giré. La puerta no se abría, por lo que tuve que golpear con mi hombro para poder entrar.

    Me senté sobre mi silla con ruedas y puse la otra rosquilla encima de la desvencijada mesa que completaba el mobiliario. Era incapaz de comérmela. Un punzante dolor de estómago me afligía. No debería haber comido nada. Me eché hacia atrás y cerré los ojos con la esperanza de que el dolor mitigara.

    2. David Cochrane

    Estaba harto de comer esa porquería. Varias latas de conserva vacías se acumulaban en el cubo de la basura. La mayoría correspondían a sardinas bañadas en pringoso aceite de dudosa procedencia. Otras, cuando tenía suerte con el establecimiento donde solía mangarlas, eran de auténtico bonito del norte. Al menos, eso reflejaba la etiqueta del envase. Mataría por llevarme a la boca un buen filete de carne. Y no era una simple amenaza.

    El par de semanas que llevaba viviendo de okupa en aquel tugurio era mi peor situación en años. Sin embargo, me encontraba con fuerzas. Ni el mínimo rastro de debilidad. Era un toro. Por increíble que fuera, no había perdido nada de musculatura, la cual era imprescindible para mi trabajo. Estaba listo para repartir hostias a quien fuera.

    Con todo, esto no me consolaba. Si seguía en esa situación, sabía que mi cuerpo lo pagaría. Era una auténtica putada. No tenía ni una triste moneda en el bolsillo con la que adquirir, al menos, una pequeña barra de pan. La captura por parte de los detectives privados de la ciudad de la mayoría de mis contratantes, supuso una jodienda de las gordas. Ya nadie llamaba para darme algún trabajo, por sencillo que fuera. Tenía que ofrecerme y, al menos, disponía de un punto de inicio.

    El techo comenzó a gotear. Cada vez que llovía, esa mierda de apartamento abandonado se convertía en una puta cueva donde se filtraba gran cantidad de agua procedente del exterior. Me percaté de la aparición de nuevas filtraciones, una de las cuales incidía directamente en la única mesa de la que disponía. Rápidamente la cambié de lugar. La hoja de papel con los nombres y direcciones de los hackers que me habían facilitado el día antes, se había mojado. La cogí y zarandeé para secarla. ¡Cago en la puta! No me podía permitir perder esa información. Soplé sobre la hoja hasta que quedó completamente seca. La tinta se había corrido en algún nombre, pero podía leerla. Joder, por poco.

    Doble el papel y lo metí en el bolsillo de mi pantalón. Fui al baño a lavarme un poco. Llevaba días sin ducharme. Olí mis sobacos. No era para tanto. Abrí el grifo del lavamanos y su ronroneo me dio a entender que no había ni una puta gota de agua. Me miré en el roto espejo colgado en la pared. Me veía bastante bien para la situación, pero noté algo extraño. No recordaba por qué me había afeitado. Me encontraba raro. Ahora tenía que esperar a que me volviera a crecer la barba.

    Me puse mi gorro negro y la gabardina, metí el revólver entre los pantalones y salí del apartamento caminando por encima del abombado suelo de la misma, bajando las escaleras que llevaban a la entrada del edificio con mucho cuidado. No existía el pasamanos, así que me pegué a la pared por miedo a caerme. Cada escalón crujía con cada paso, dando la sensación de que se romperían en cualquier momento.

    Ya en la entrada y a salvo, vi a un fornido tío encendiendo un cigarrillo.

    —¿Me das uno? —le pedí.

    —Cómpralo, payaso —me dijo mientras echaba el humo en mi cara. Sin pensarlo, apreté el puño de mi mano derecha y le golpeé con fuerza en la nariz, tumbándole.

    —¡Me has roto la nariz, maldito cabrón! —gritó llevándose la mano a la cara. Estaba sangrando por la nariz.

    Le cogí por ella y se la apreté, haciendo que se levantara. Chillaba como un cerdo al cual hubiesen abierto de arriba a abajo. Cómo estaba disfrutando.

    —La próxima vez, te lo pensarás dos veces, gilipollas —le susurré al oído, quitándole el paquete de tabaco del bolsillo de su asquerosa camisa.

    Encendí un cigarrillo y salí. Llovía con fuerza. Me encogí y corrí velozmente protegiéndome con las cornisas, aunque corría el peligro de que alguna me cayera encima.

    Llegué al establecimiento que indicaba una de las direcciones que tenía apuntadas, totalmente empapado. Se trataba de una tienda de animales. No escogí aquel lugar por ningún motivo en concreto, simplemente me guie por su cercanía con mi actual vivienda. Saqué la hoja de papel para recordar el nombre del contacto. Doble la espalda para proteger el papel de la lluvia y poder leer mejor.

    Entré y una pequeña campanilla de metal situada sobre la puerta, sonó para avisar de que alguien entraba. Era un lugar diminuto. Tenía dos sillones desgastados por el uso. Frente a estos, una par de espejos rotos que distorsionaban la imagen de cualquier persona u objeto que se reflejara en él. Completaba el mobiliario una mesa redonda de vidrio, cuyo cristal estaba picado por multitud de partes. Sobre ella, había varios envases, que correspondían a champús y otro tipo de productos usados, supuse, para lavar a perros y demás fauna. Sin duda era una buena tapadera. No creía que nadie entrara en aquel establecimiento de mierda, sobre todo, porque no conocía a nadie que se gastara un centavo en cuidar a una mascota.

    —¿En qué te puedo ayudar? —me preguntó una chica joven, asquerosamente delgada.

    —Me llamo David Cochrane y quería ver a Bruce Mills. Me envía Rufus —Le respondí.

    —Espera un momento —dijo la chica girándose, después de mirarme de arriba a abajo. Engorda un poco, zorra.

    Entró por una puerta que había en el fondo sobre la cual se podía leer un cartel que decía: Privado. Oí varios animales chillando. Varios minutos después, apareció por la misma puerta acompañada de un hombre gordo, calvo y con una espesa y larga barba. Menudo cuadro. Parecían el punto y la i.

    —Soy Bruce Mills —se presentó el hombre, estrechándome la mano.

    —David Cochrane.

    —Así que conoces a Rufus.

    —Sí —afirmé—. Pero apenas nos conocemos desde hace un par de meses.

    —Entiendo. ¿Y en qué te puedo ayudar?

    —Quería sabe si me podrías proporcionar algún trabajo.

    —¿Tienes experiencia?

    —Más de veinte años. Los últimos cinco estuve trabajando con la banda de Jones, pero por desgracia los freelances nos jodieron bien.

    —¿Jones? No me suena. Además hace tiempo que no oigo que los privados desmantelen a nadie. Está el tema bastante tranquilo. Campamos a nuestras anchas por la faz de la tierra —se carcajeó.

    ¿No conocía a la banda de Jones? No me lo podía creer. Era la más famosa de la comunidad y probablemente de toda la isla. Me encantaba trabajar con ellos. Éramos los putos amos del mundo del Hampa. Fue una pena su desmantelamiento. Yo al menos tuve la suerte de no ser atrapado. Y que la cosa estaba tranquila, decía. No entendía nada. Además de Jones, habían caído muchos hackers de medio pelo y compañeros sicarios que nunca más volvería a ver y, si por casualidad los viera, no me recordarían.

    —Me parece cojonudo que esté la cosa calmada —dije, sorprendido.

    Bruce me miró fijamente a los ojos durante un instante mientras encendía un cigarrillo. Entornó el ojo izquierdo por culpa del humo. Guardó el paquete de tabaco sin ofrecerme. No me lo tomé mal. Era típico en los jefes de las bandas no buscar amistad con sus matones.

    —Sígueme —dijo finalmente.

    Entramos los dos por la puerta del fondo, sin la chica. Era un almacén con una pequeña estantería de madera a la izquierda y jaulas con pájaros, ratones y algún perro que no cesaban de hacer ruido. Sobre los estantes había algún producto, como eran sacos de comida. Varias tablillas de madera no muy bien colocadas, colgaban sobre la pared

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1