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El caso Villavicencio: Violencia y poder en el Porfiriato
El caso Villavicencio: Violencia y poder en el Porfiriato
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Libro electrónico260 páginas4 horas

El caso Villavicencio: Violencia y poder en el Porfiriato

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La sociedad profiriana y el caso Arroyo
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 ago 2019
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    El caso Villavicencio - Jacinto Barrera Bassols

    EL CASO VILLAVICENCIO

    VIOLENCIA Y PODER EN EL PORFIRIATO

    CIENTÍFICA

    COLECCIÓN HISTORIA

    SERIE ENLACE

    EL CASO VILLAVICENCIO

    VIOLENCIA Y PODER EN EL PORFIRIATO

    Jacinto Barrera Bassols

    SECRETARÍA DE CULTURA

    INSTITUTO NACIONAL DE ANTROPOLOGÍA E HISTORIA

    Barrera Bassols, Jacinto.

    El caso Villavicencio : violencia y poder en el Porfiriato / Jacinto Barrera Bassols. -- México : Secretaría de Cultura : Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2018.

    1 libro electrónico. -- (Colección Historia. Serie Enlace)

    ISBN: 978-607-539-079-6 (libro electrónico)

    1. Villavicencio, Antonio – 1861-1934. 2. Policía – México – Historia. 3. México – Historia – 1867–1910. 4. México – Política y gobierno – 1867-1910. I. Título. II. Serie.

    F1233.5 B272 2018

    972.0814


    Primera edición: 2018

    Producción:

    Secretaría de Cultura

    Instituto Nacional de Antropología e Historia

    D.R. © 2018 de la presente edición

    Instituto Nacional de Antropología e Historia

    Córdoba 45, Col. Roma, C.P. 06700, México, D.F.

    sub_fomento.cncpbs@inah.gob.mx

    Las características gráficas y tipográficas de esta edición son propiedad del Instituto Nacional de Antropología e Historia de la Secretaría de Cultura

    Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de la Secretaría de Cultura / Instituto Nacional de Antropología e Historia

    ISBN: 978-607-539-079-6

    Impreso y hecho en México.

    NOTA DEL AUTOR

    A cambio de lectura sin llamadas a pie de página, el lector se verá obligado a localizar, si es de su interés, las fuentes utilizadas por el autor teniendo en cuenta el número del parágrafo donde se encuentra la cita apelada, misma que podrá identificar por las primeras palabras que la componen.

    Para G y para G.

    1. TABACO, BAILE Y NOVELA

    De sus orígenes se sabe poco. El puerto de Veracruz, el lugar, y 1861 el año probable de su nacimiento; Cecille, el nombre de su madre; la milicia, el cuerpo al que perteneció el padre. Se hacía llamar Antonio Villavicencio. Jamás utilizó segundo apellido.

    Algunas referencias vagas, que remiten a una demarcación de policía cercana a la casa materna y a la aventura infantil —imaginaria o no— de conducir a los gendarmes al domicilio del vecino que poco antes, en riña, había herido de muerte a un estibador, son lo que queda como única constancia de su probable niñez. Como sea, a partir de aquel incidente, Villavicencio —así lo afirmaría años después,— no perdió oportunidad de hablar con gendarmes.

    De su paso por la escuela no hay registro, pero sí de su interés por la lectura. Pasión circunscrita a los libros y folletines que los marinos mercantes españoles, a su paso por el puerto, remataban o cambiaban en los puestos de libros y revistas de segunda mano. Relatos de policía, memorias de inspectores parisinos como Monsieur Gorón. Antecedentes directos e inmediatos de sir Arthur Conan Doyle; hijos espurios de: Lombroso y Tarde, pero también difusores del arquetipo del superhombre decimonónico.

    Villavicencio fue aprendiz y, finalmente, hábil torcedor de tabaco en una de las muchas fábricas de cigarros que empresarios españoles y cubanos abrieron en la costa veracruzana en los años ochenta, antes de la crisis hispanoamericana.

    Para aligerar sus fatigas, los torcedores veracruzanos ponían de su bolsa algunos centavos para contratar los servicios de un lector profesional. Éste leía durante un par de horas los títulos que poseía o que alquilaba siguiendo los deseos e intereses de sus clientes. A su modo, Villavicencio se adscribió a esa vieja tradición del gremio y no tardó en proporcionarle al lector de su factoría folletines policiacos de su propiedad, incluso contra la voluntad de los demás torcedores.

    A esas lecturas interpuestas, Villavicencio añadió las propias. Se ufanaba de que por las noches, en vez de leer novelas amorosas y cursis leía libros de policía. De viejo, atribuyó a esa temprana inclinación el que sus compañeros le hicieran objeto de numerosas bromas y terminaran por sugerirle que se metiera de soplón. Pero ello se debió, más que a desacuerdos literarios, a que estaban al tanto de sus recurrentes visitas nocturnas a la inspección de policía y, sobre todo, a que por su voz llegó a saberse el nombre del empleado que sustraía tabaco a trasmano para procurarse la compañía de La Arribeña en un salón de baile. Por esto último, que él llamó la solución de mi primer caso, Villavicencio obtuvo de sus patrones, deferencia y una jugosa recompensa y, de sus compañeros, el mote de Antonio, el detective.

    Ya convertido en un mocetón de gran estatura y corpulencia, afectado en su vestimenta y modales, aficionado a los puros y al baile, Villavicencio encontró un nuevo acicate para su productividad como purero en las visitas nocturnas a El Torito —salón de baile de medio pelo— y a los teatros de revista del puerto. Recién entrado a la mayoría de edad, en el año de 1880, a raíz de una pelea con un extorero y chulo en la que al parecer dio muestras de destreza y saña, cruzó —esta vez en calidad de detenido— las puertas de la inspección de policía del puerto. De ella salió sólo después de ser fichado y haber pagado una multa de 20 pesos a pesar de que aseguraba contar con la amistad del inspector, los empleados, el practicante y los gendarmes. La lección al parecer fue suficiente: no existe registro de otra entrada oficial suya a la comisaría del puerto.

    2. BARÍTONO CORPULENTO

    Al término de sus temporadas en los teatros Nacional y Arbeu de la Ciudad de México, la compañía de zarzuela Alcaraz Hermanos, como tantas otras de su género, corría la legua por el interior de la república y, al igual que las demás, lo hacía con el menor de sus elencos.

    En una de esas giras Villavicencio entró en contacto con el director sustituto de la compañía, el cantante Enrique Labrada. Y a una prueba de voz hecha por el maestro Luis Alcaraz, le siguió la promesa de ser llamado a la ciudad de México tan pronto se requirieran barítonos corpulentos. Meses después recibió el anuncio. Había sido aceptado como corista. Anexo al mismo venía un boleto de tren Veracruz-México y, en calidad de préstamo, cuarenta duros correspondientes a una semana de su nuevo salario, o sea, el doble de lo que, pagado a destajo, ganaba torciendo tabaco. Pero la compañía que lo contrató no fue la de los hermanos Alcaraz, sino la que el propio Labrada formó y de cuyos coros, en su momento, la crítica comentó: Los coros… ¡por Dios!, ¡y qué coros!, ¡si eso es una atrocidad! Si más parece en verdad un desconcierto de loros….

    Como quiera que sea, a la ciudad de México Villavicencio llegó, para quedarse, en el año de 1892.

    3. LA CALLE DEL COLISEO

    La ciudad de México de entonces albergaba a poco más de trescientas mil almas y tenía una sola puerta para quienes, con una mano por delante y otra por detrás, buscaban no ser atrapados por sus panaderías, tendajones, casas habitación y factorías. Esa puerta era la calle del Coliseo. A ella, un bardo popular que firmaba como El Chirrión, le cantó así:

    ¡Olé por la calle alegre, por la calle del jaleo, la del tráfico constante, la del movimiento eterno! [donde] Baco, Venus y Birján tienen su glorioso imperio […] ¡Olé, pues, por la gran calle, la del rebumbio de México! ¡Olé!, por la calle única de guapos y de toreros, de tiples y suripantas, ¡la calle del Coliseo!

    Por eso, por ser el centro del juego, la prostitución, la bebida y, por supuesto, el teatro Coliseo era el espacio público más vivo y democrático de una ciudad en la que, como un miembro de su Ayuntamiento y docto jurisconsulto afirmara, las diversas clases, sintiéndose separadas de las otras por todas sus condiciones, la material, la intelectual y la moral, por sus usos y costumbres, por su origen étnico y por sus aspiraciones, no tienen vínculos ningunos de comunidad, ni acaso de contacto sino en lo relativo a mandar y obedecer, a servir y ser servido.

    Aunque era el centro de la vida citadina nocturna, el Coliseo no gozaba del reconocimiento oficial correspondiente. Tal acreditación estaba endosada a la calle que componían las de Plateros y San Francisco, en cuyos extremos se encontraban dos centros de decisión de la ciudad y del país. En el extremo de la calle de San Francisco el Jockey Club (lugar de reunión de la oligarquía financiera) y en el de Plateros —cruzando en línea recta el Zócalo— el Palacio Nacional. Razones de más para considerar a Plateros como la principal avenida de México, aunque, como espacio urbano, por sus pequeñas dimensiones e insulsez, no inspirara al poeta oficial de la época, Luis G. Urbina —quien solía recorrerla—, mejores frases baudelaireanas que las siguientes: "Todas las noches nuestra ‘gran arteria’, como la llaman con estereotipo de hipérbole los señores reporters, esta gran arteria de Plateros y San Francisco, tiene sus dos momentos de plétora y su violenta congestión de tránsito."

    Como es de suponerse, las calles del Coliseo y Plateros compartían una intersección y sus vínculos iban más allá de los impuestos por la topografía. El gran escaparate de tales intercambios era el teatro. Bajo el cobijo de la respetabilidad que le otorgaban las fugaces temporadas de ópera a cargo de compañías nacionales y extranjeras, el resto del año, salas como las del Teatro Nacional, el Arbeu y el Principal, abrían sus puertas a compañías de zarzuela, como la ya mencionada del tenor Labrada. De ese género chico, de sus tiples, segundas tiples y coristas, lo mejor de los políticos de la dictadura; la sociedad toda representada por su clase alta y media; sus escritores y poetas; sus periodistas y bohemios y, fundamentalmente la Colonia española que tanto influía en la vida metropolitana, formaban su público habitual y numeroso.

    Además de asistir a sus funciones y cortejar a tiples y coristas, la gente decente de la ciudad contribuía —cada quien según sus medios— al apogeo del género chico. Algunas de esas contribuciones eran privadas, como las brindadas por los poetas y literatos del momento —de Amado Nervo a Urbina, de Jesús M. Rábago a Heriberto Frías—, al probar suerte como compositores, críticos y anunciantes del género; otras eran oficiales, como la que, por medio del entonces subsecretario de Educación Justo Sierra, le otorgó ese ministerio al subvencionar por años al teatro Arbeu. Pero las más eran oficiosas. Así lo testimonia el hecho de que el inspector general de policía y general Luis Carballeda, antes de dirigirse, como todas las noches, al palco de luto que le estaba reservado en los teatros, tenía por costumbre cenar en el aristocrático restaurante La Maison Doreé con sus protegidas, las hermanas Moriones, herederas de la compañía Alcaraz Hermanos.

    El Coliseo era, pues, lo que en la ciudad más se acercaba a una zona de tolerancia; ahí la autoridad se hacía presente a través de un mecanismo que vinculaba buen gobierno y policía. Por medio de comisiones surgidas en el ayuntamiento de la ciudad, el gobierno verificaba el cumplimiento de los ordenamientos relacionados con las diversiones y la salud públicas; esas comisiones contaban con la ayuda de los inspectores de las demarcaciones de policía, los que, al amparo de sus atribuciones, se paseaban ante la única puerta de los bajos fondos de la ciudad abierta para todos. Mas como la presencia de los inspectores no era suficiente para que esos lares develaran sus secretos, la policía prolongaba sus sentidos por medio de soplones, que le ofrecían un registro —permanente, aunque no siempre fiel— de lo dicho y ocurrido en ese ambiente compartido por diputados y raterillos.

    Pues bien, ésa, la de soplón, fue la primera actividad que Villavicencio realizó para la policía citadina.

    4. EL PECHES, EL PIOJO Y LA OJITOS

    Si las Memorias de Antonio Villavicencio suscritas por Nick Carter tuvieran algo de verosímil, habría que convenir que Villavicencio entró por la puerta grande a la policía, gracias a su intervención extraoficial en un par de casos.

    Una noche, en el salón de baile y burdel El Tívoli del Centro, del segundo callejón de López, que reunía a gentes de trueno, aristócratas, prostitutas y palomitos, Villavicencio presenció el dispendio y la ostentación derrochada por tres parroquianos ajenos a la clientela habitual.

    El hecho de que uno de ellos, Arcadio Martínez El Piojo, luciera un fino alfiler —semejante al que la prensa había descrito al dar cuenta del robo de joyas a una familia oligarca— lo llevó a reparar en la dirección que José Pulido El Peches diera al cochero del cardenal que abordó junto con El Piojo y La Ojitos, María Hidalgo.

    Al día siguiente merodeó la vecindad del número 14 de la plazuela de La Candelaria de los Patos. Enfundado en un raído flux de casimir y bebiendo amargos de naranja en la piquera de la esquina intimó con el trío de sospechosos.

    Días más tarde, en una borrachera dentro del cuartucho de vecindad, El Piojo y El Peches le narraron su hazaña.

    La Ojitos, amante de El Piojo, había entrado al servicio de la casa de la familia Álvarez-Cañas y seducido a uno de los hijos mayores. Como era ya gente de confianza de la casa, ubicó el lugar donde la señora guardaba las joyas e informó a su querido del movimiento en el lugar. El golpe lo dieron una noche mientras la familia, al igual que el inspector general de policía, asistía a una función en el Teatro Nacional.

    Villavicencio dio cuenta de estas confidencias al general Carballeda, y al día siguiente, el trío fue arrestado. A cambio de sus pesquisas, recibió el reconocimiento del inspector y los quinientos pesos que la aristocrática familia había ofrecido como recompensa.

    Si en ese primer asunto desplegó suspicacia, audacia e histrionismo, la segunda intervención de Villavicencio en asuntos policiacos se caracterizaría por el incipiente uso de técnicas detectivescas modernas, sustentadas en principios indiciarios, que resultaban novedosas a los ojos de una policía rutinaria y pueblerina como lo era la de la ciudad de México.

    Y es que en el caso de María Cárdenas, asesinada en un hotel de las calles del Reloj, la pista que le llevó a la captura del asesino estaba escrita en uno de los muros del cuarto. La policía, que con rapidez había identificado a Antonio Jiménez como el criminal, no reparó, sin embargo, en la leyenda grabada en la pared: "Aquí estuvo Antonio Jiménez con La Tapatía." Será ella, La Tapatía, la que seducida e intimidada, proporcionaría a Villavicencio las señas del escondite del prófugo en la ciudad de Tlaquepaque, Jalisco.

    A decir de Villavicencio, participó en la localización de Jiménez a instancias del propio inspector general, quien además le permitió realizar el arresto amparado con su tarjeta personal.

    Como quiera que sea, el hecho es que Villavicencio entró a la nómina de la policía de la ciudad de México un escalón por debajo del que se asegura en sus memorias: recibió el nombramiento de secretario de la segunda demarcación de policía en los primeros meses de 1894 y no el de inspector, como le habría gustado.

    5. MODERNIZACIÓN DEL GENDARME

    Hacia 1892, cuando Villavicencio entró al cuerpo de policía, éste contaba con un número relativo de gendarmes, mayor que los de ciudades como Londres y Nueva York. Pero el oficio de gendarme, si es que lo era, estaba tan extendido como desprestigiado. Tanto lagartijos como calzonudos —la vestimenta era símbolo social incuestionable— se negaban a reconocerles autoridad alguna. Efecto de esa estratificación tan rígida era no sólo el que los civilizados estuvieran incapacitados para reconocer en sujetos malvestidos y malhablados a los agentes del orden, sino también el que la gente del bajo pueblo no tenga la costumbre de respetar al guardián del orden público, sino que lo considera como enemigo, agrediéndolo e insultándolo con frecuencia, tal y como el mismo inspector general se lamentaba.

    El descrédito se reflejaba, además, en el número de gendarmes que abandonaban el servicio —siempre cercano al de quienes solicitaban darse de alta en él y en el promedio de permanencia en ese cuerpo, siempre menor a los seis meses. Porque quien entraba al cuerpo de gendarmería lo hacía en situación desesperada, como era el caso de los recién emigrados a la ciudad desde las tierras del Bajío que cumplían con el requisito de altura mínima: 1.65 metros.

    Los aspirantes a gendarme tenían que dar una fianza por el arma y la vestimenta que se les asignaba, y en cuanto podían, desertaban a causa de los malos salarios, de las cuotas que debían entregar a sus superiores, y de las exacciones —so pretexto de aportaciones para el Banco de la Policía, el Hospital para el Policía, el órgano de la Policía, etcétera —; sumas que provenían del

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