Las aventuras del barón Münchausen
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Sorprendentemente, el emblemático personaje, el barón Münchausen, existió realmente: se llamaba Karl Friedrich Hieronymus, descendía de una de las familias más antiguas de la Baja Sajonia y fue el primer “cantor” de sus propias presuntas aventuras. Fue un militar alemán que participó en varias campañas y, cuando volvió de ellas, empezó a narrar a sus amigos y conocidos todas sus grandes hazañas, aderezándolas con un toque fantástico e inverosímil. Así es como tuvo origen este clásico de la literatura.
"Las aventuras del barón Münchausen" no tardaron mucho en llamar la atención de escritores, ilustradores y directores de cine.
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Las aventuras del barón Münchausen - Rudolph Erich Raspe
LAS AVENTURAS DEL BARÓN MÜNCHAUSEN
Rudolf Erich Raspe
Al público
Habiendo oído por primera vez que mis aventuras han sido puestas en duda y consideradas simples chanzas, me siento obligado a salir al paso y defender la veracidad de mi personaje mediante el pago de tres chelines al ayuntamiento de esta gran ciudad por la declaración jurada que aquí se adjunta.
Me he visto obligado a ello en consideración a mi honor, aunque llevo muchos años retirado de la vida pública y privada, y espero que ésta, mi última edición, me ponga en justos términos con mis lectores.
En la ciudad de Londres, Inglaterra
Nosotros, los abajo firmantes, como verdaderos creyentes en el provecho [1] , declaramos solemnemente que todas las aventuras de nuestro amigo el barón Münchausen, en cualquier país donde acontecieren [2] , son hechos reales y verdaderos. E igual que nos han creído a nosotros, siendo nuestras aventuras diez veces más extraordinarias, así esperamos que los verdaderos creyentes le otorguen a él todo su crédito y confianza.
Gulliver.
Simbad.
Aladino.
Jurado en el ayuntamiento el pasado 9 de noviembre, en ausencia del alcalde.
John (el portero)
Capítulo I
VIAJE A RUSIA, DONDE EL BARÓN DEMUESTRA SER UN BUEN TIRADOR * PIERDE SU CABALLO Y SE ENCUENTRA CON UN LOBO * LO PONE A TIRAR DEL TRINEO * SE DIVIERTE EN SAN PETERSBURGO, DONDE CONOCE A UN GENERAL DISTINGUIDO
Emprendí viaje a Rusia, en mitad del invierno, con la lógica suposición de que el hielo y la nieve deben mejorar el estado de los caminos, que todos los viajeros describen como especialmente malo en las regiones del norte de Alemania, Polonia, Curlandia y Livonia. Fui a caballo, por ser la manera más conveniente de viajar, siempre que jinete y caballo estén en buen estado. Así no hay posibilidad de tener un lance de honor por una riña infundada con algún anfitrión ilustre, ni de verse obligado a parar en cada fonda a merced de algún pícaro postillón. Iba poco abrigado, inconveniente que fui notando cada vez más según avanzaba al noreste. ¡Cuánto debió de sufrir en ese clima tan duro un pobre anciano que vi tendido junto al camino, en uno de los típicos páramos polacos, desvalido, tiritando y sin apenas nada con que cubrir su desnudez! Me compadecí de aquel desdichado y, aunque yo también sentía la inclemencia del aire, lo cubrí con mi capote. Al punto oí una voz que desde las alturas me bendecía por aquella obra de caridad, diciendo: «Hijo mío, se te recompensará por esto a su debido tiempo».
Proseguí mi camino, y la noche se me echó encima. Nada indicaba la presencia de un pueblo cercano. El suelo estaba cubierto de nieve y yo desconocía el camino.
Cansado, descabalgué y até mi caballo a lo que parecía el tocón de un arbolito que sobresalía en la nieve. Por si acaso me guardé las pistolas bajo el brazo, me tumbé en la nieve y dormí tan profundamente que no abrí los ojos hasta bien entrado el día. Cuál no sería mi asombro al verme en mitad de un pueblo, tumbado en el cementerio aledaño a la iglesia. No vi mi caballo por ningún lado, aunque pronto lo oí relinchar en algún lugar por encima de mí. Miré a lo alto y lo vi amarrado por la brida a la veleta del campanario. Entonces me expliqué todo aquello; la nieve había cubierto el pueblo durante la noche y luego se produjo un brusco cambio de temperatura. Yo me había hundido suavemente hasta el cementerio mientras dormía, a medida que la nieve se iba derritiendo, y lo que en la oscuridad me pareció el tocón de un arbolito que asomaba en la nieve y al que até mi caballo resultó ser la cruz o veleta del campanario.
Sin pensármelo mucho, cogí una de las pistolas, de un disparo partí la brida en dos, bajé el caballo y proseguí mi viaje. [Aquí el barón parece haber olvidado sus sentimientos. Sin duda debió de pedir una ración de maíz para su caballo tras un ayuno tan prolongado.]
El animal se portaba bien, pero, al entrar en Rusia, me percaté de que allí era bastante infrecuente viajar a caballo en invierno, así que, como hago siempre, seguí las costumbres del país, tomé un trineo de un solo caballo y conduje velozmente hacia San Petersburgo. No recuerdo exactamente si me hallaba en Estonia o en Jugemanlandia, pero sí que, en medio de un sombrío bosque, divisé un terrible lobo que venía hacia mí azuzado por el hambre voraz del invierno y que no tardó en alcanzarme. No había escapatoria posible. Sin pensarlo, me tumbé en el trineo y dejé que el caballo corriera para salvarnos. Enseguida sucedió lo que yo deseaba pero no esperaba. Sin preocuparse de mí lo más mínimo, el lobo me saltó por encima y, cayendo ferozmente sobre el caballo, empezó a desgarrar y devorar la parte trasera del pobre animal, que corría aún más rápido por el pánico y el dolor. Sintiéndome ignorado y a salvo, asomé furtivamente la cabeza y vi horrorizado cómo el lobo se había abierto camino a dentelladas en el cuerpo del caballo. Justo antes de que se introdujera por completo en él, aproveché la ocasión y lo azoté con la empuñadura del látigo. Este ataque inesperado por la retaguardia lo asustó tanto que saltó hacia delante con todas sus fuerzas. El esqueleto del caballo cayó al suelo, y en su lugar el lobo quedó encajado en el arnés, conmigo detrás fustigándolo sin cesar; y así, en contra de lo esperado y para asombro de cuantos nos veían pasar, llegamos a todo galope sanos y salvos a San Petersburgo.
No os aburriré con detalles sobre la política, artes, ciencias e historia de esta magnífica metrópolis rusa, ni os importunaré con las diversas intrigas y gratas aventuras que corrí en los círculos más refinados de este país, donde la anfitriona siempre recibe a las visitas con una copa de licor y un saludo. En vez de eso me limitaré a otras cuestiones más nobles e importantes, como son los caballos y perros, mis favoritos del reino animal; así como los zorros, lobos y osos, que, como la caza en general, abundan en Rusia más que en cualquier otra parte del mundo; y los deportes, ejercicios viriles y gestas atléticas o galantes que revelan mejor al caballero que el rancio latín o el griego, o que los perfumes, oropeles y bailes de los ingeniosos petimetres franceses.
Transcurrió un tiempo hasta que obtuve un rango en el Ejército, así que durante varios meses pude dedicarme a gastar mi tiempo y dinero en pasatiempos propios de un caballero.
Pasé muchas noches jugando y bebiendo. El frío y las costumbres de aquel país hacen de la bebida una cuestión más importante socialmente que en nuestra sobria Alemania, y he conocido en Rusia a personas de gran renombre muy versadas en esta práctica. Pero todos éramos unos pobres diablos comparados con un viejo general de bigote entrecano y tez bronceada que solía cenar con nosotros en el hotel.
En una batalla contra los turcos este buen caballero había perdido la tapa de los sesos, así que cada vez que le presentaban a un desconocido, se excusaba con la mayor cortesía del mundo por llevar sombrero