Judas Iscariote y otros relatos
Por Leonid Andréiev
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Judas Iscariote y otros relatos - Leonid Andréiev
Chile
Judas Iscariote
I
A Jesucristo ya le habían advertido reiteradas veces que Judas Iscariote era un hombre de muy mala reputación y que había que desconfiar de él. Algunos de los discípulos que habían estado en Judea lo conocían bien, otros habían oído muchos rumores sobre él, y no había nadie que pudiera decir una buena palabra sobre su persona. Y si los buenos lo reprobaban afirmando que Judas era codicioso y pérfido, propenso a la simulación y a la mentira, los malos, cuando les preguntaban por Judas, lo injuriaban en los términos más crueles. «No hace más que sembrar discordia —decían furiosos—; él va con su idea y se introduce en tu casa sigilosamente, como un escorpión, pero sale dejando atrás un escándalo. Hasta los ladrones tienen amigos, hasta los bandidos tienen secuaces, hasta los embusteros tienen esposas a quienes dicen la verdad, pero Judas se ríe de los ladrones tanto como de los honrados, aun cuando él mismo es un hábil ladrón, y su aspecto es el más feo de todos los habitantes de Judea. No, no es uno de los nuestros ese pelirrojo Judas Iscariote», decían los malos para el asombro de los buenos, que no veían mayor diferencia entre él y los demás perversos de Judea.
Contaban también que Judas había abandonado a su mujer hacía mucho tiempo, y que ella llevaba una existencia desgraciada y miserable, intentando vanamente cultivar el pan para la subsistencia en el pedregal que era la hacienda de Judas. Él, por su parte, llevaba años deambulando sin más entre las gentes y había llegado incluso hasta un mar y luego a otro más lejano, y por doquier mentía, melindreaba, examinaba con atención alguna cosa con su ojo rapaz y de pronto se iba, dejando tras sí disgustos y discordia, cual demonio tuerto, indiscreto, astuto y malvado. No tenía hijos, lo que otra vez revelaba que Judas era un hombre malo al que Dios negaba descendencia.
Ninguno de los discípulos recordaba cuándo había sido la primera vez que ese judío pelirrojo y feo había aparecido en el entorno de Cristo, pero ya hacía tiempo que seguía tenazmente su camino, se metía en las conversaciones, prestaba pequeños servicios, sonreía, era servil y obsequioso. Y tan pronto se volvía del todo familiar, al punto de engañar la vista cansada, como saltaba a los ojos y a los oídos, irritándolos como algo extraordinariamente feo, falso y repugnante. Entonces lo ahuyentaban con palabras duras y por breve tiempo desaparecía por el camino, para luego volver a aparecer sin ser notado, servicial, adulador y astuto, como un demonio tuerto. Y algunos de los discípulos no albergaban dudas de que su deseo de arrimarse a Jesús encerraba una intención oculta, un cálculo malvado y pérfido.
Pero no escuchó sus consejos Jesús, no llegaron a sus oídos sus voces proféticas. Con ese espíritu de luminosa contradicción que lo arrastraba irresistiblemente hacia los réprobos y despreciados, acogió sin vacilar a Judas y lo incluyó en su círculo de elegidos. Los discípulos se inquietaban y murmuraban con discreción, pero él permanecía sentado en silencio de cara al sol poniente y escuchaba con aire pensativo, acaso a ellos, acaso otra cosa.
Hacía diez días que el viento no soplaba y que aquel aire transparente, alerta y sensible flotaba en el ambiente, sin moverse ni renovarse. Parecía como si su transparente profundidad contuviera todos los gritos y cantos que los hombres, los animales y las aves habían emitido esos días; las lágrimas, llantos y alegres canciones, las plegarias y maldiciones, y que por eso, por todas esas voces inertes y cristalizadas, el aire era tan grave, tan inquietante, tan saturado de vida invisible. Y otra vez se ponía el sol. Rodando pesadamente hacia el ocaso, cual ardiente esfera, abrasaba el firmamento y todo lo que en tierra a él se dirigía: el rostro atezado de Jesús, los muros de las casas y las hojas de los árboles; todo reflejaba con docilidad aquella luz lejana, aciaga y pensativa. La blanca pared ya no era blanca, ni blanca siguió la roja ciudad sobre la roja montaña.
Y entonces llegó Judas.
Llegó, hizo una profunda reverencia, arqueó la espalda y estiró cuidadosa y temerosamente su cabeza fea y abultada; era tal como lo describían aquellos que lo conocían. Era enjuto, de buena estatura, casi como la de Jesús —quien, por su costumbre de meditar mientras caminaba, tenía la espalda algo encorvada y parecía más bajo de lo que era—, y por lo visto era bastante fuerte, aunque, por alguna razón, se fingía débil y enfermizo; su voz era cambiante: ora viril y vigorosa, ora chillona como la de una vieja regañando al marido, aguda, enojosa y desagradable; a menudo daban ganas de arrancarse de los oídos las palabras de Judas, como si fueran espinas pútridas y ásperas. Sus cabellos rojizos y cortos no cubrían la forma extraña y singular de su cráneo; este parecía haber sido hendido desde la nuca por dos cortes de espada y luego vuelto a componer, dividiéndose claramente en cuatro partes y suscitando desconfianza, incluso alarma: bajo un cráneo semejante no puede haber reposo y armonía, bajo un cráneo semejante siempre se oye el fragor de batallas sangrientas y despiadadas. También su rostro se dividía: una parte tenía un ojo negro, de penetrante mirar, se agitaba con vivacidad y se fruncía formando un sinfín de pequeñas arrugas. En la otra, en cambio, no había arrugas, era de una tersura cadavérica, lisa y rígida, y si bien su tamaño era como el de la primera, parecía enorme a causa del ojo ciego desmesuradamente abierto. Cubierto por una catarata blanquecina, ese ojo no se cerraba ni de noche ni de día, acogía por igual la luz y las tinieblas, pero acaso porque a su lado estaba su compañero astuto y vivaz no se acababa de creer en su ceguera. Cuando en un acceso de timidez o de inquietud Judas cerraba su ojo vivo y meneaba la cabeza, el otro ojo se meneaba junto con esta y miraba silencioso. Incluso las personas privadas de toda perspicacia comprendían a las claras, al observar a Judas, que ese hombre no podía traer nada bueno, pero Jesús lo dejó llegar a él y hasta lo hizo sentar a su lado; a su lado hizo sentar a Judas.
Juan, su discípulo predilecto, se hizo a un lado con aprensión, y todos los demás, que amaban a su maestro, agacharon la cabeza con desaprobación. Y Judas se sentó, y moviendo la cabeza a izquierda y derecha empezó a quejarse con su vocecita finita de su mal, de que por las noches le dolía el pecho, de que al subir los montes se ahogaba, y de que cuando se paraba en el borde de un precipicio se mareaba y apenas lograba contener el absurdo deseo de arrojarse desde allí. E inventó descaradamente muchas cosas más, como si no entendiera que la enfermedad no le sobreviene al hombre de casualidad, sino que la provoca la incongruencia entre sus actos y los preceptos inveterados. Se frotaba el pecho con su ancha mano e incluso tosía fingidamente ante el silencio general y las miradas agachadas.
Juan, sin mirar al maestro, le preguntó en voz baja a su amigo Simón Pedro:
—¿No te fastidian todas estas mentiras? Yo no las soporto más y me voy.
Pedro echó un vistazo a Jesús, se cruzó con su mirada y se levantó rápidamente.
—¡Espera! —le dijo a su amigo. Otra vez echó un vistazo a Jesús, se acercó a Judas Iscariote con prontitud, cual piedra desprendida de la montaña, y en voz alta, con generosa y manifiesta amabilidad, le dijo:
—Hete aquí con nosotros, Judas.
Le dio una palmadita cariñosa sobre la espalda encorvada y, sin mirar al maestro, cuyos ojos, no obstante, sentía puestos en él, añadió resuelto con ese vozarrón suyo que barría con cualquier objeción, cual viento con las hojas:
—No importa que tu rostro sea tan feo; a veces en nuestras redes caen bichos aún peores, pero al comerlos son los más sabrosos. Y nosotros, los pescadores de nuestro Señor, no debemos arrojar el pez atrapado solo porque tenga espinas y un solo ojo. Una vez en Tera vi un pulpo que habían capturado los pescadores del lugar y me asusté tanto que quise salir corriendo. Pero ellos se rieron de mí, simple pescador de Tiberíades, y me dieron un bocado, y yo pedí más porque era muy sabroso. ¿Te acuerdas, maestro? Te lo conté y tú también te reíste. Pues tú, Judas, te pareces a un pulpo, solo que en una de tus mitades.
Y echó una estrepitosa carcajada, satisfecho con su broma. Cuando Pedro decía algo, sus palabras sonaban con firmeza, como si las fijara con clavos. Cuando Pedro se movía o hacía algo, levantaba un estruendo que arrancaba eco a los objetos más sordos: el enlosado retumbaba bajo sus pies, las puertas temblaban y se sacudían, y hasta el aire zumbaba y se estremecía temerosamente. En los desfiladeros su voz reverberaba furiosa, y en las mañanas, cuando pescaban en el lago, rodaba y se extendía en círculos por la somnolienta y brillante superficie del agua, obligando a sonreír a los primeros tímidos rayos de sol. Es probable que a Pedro eso le granjeara cariño; los demás rostros aún lucían envueltos en la sombra nocturna cuando su cabeza grande y su pecho ancho y desnudo, sus brazos abiertos recogidos bajo la nuca ardían ya de cara al resplandor de la aurora.
Las palabras de Pedro, al parecer aprobadas por el maestro, disiparon el malestar que pesaba sobre los presentes. Pero los que también habían estado en el mar y habían visto pulpos se sintieron turbados por la monstruosa imagen a la que Pedro, con tanta indolencia, había recurrido para referirse al nuevo discípulo. Recordaban aquellos ojos enormes, aquellas decenas de ávidas ventosas, aquella fingida calma... y ¡zas!, ya envolvió, estrechó, aplastó y engulló a la presa sin haber siquiera movido sus enormes ojos. ¿Qué es eso? Pero Jesús calla, Jesús sonríe y de reojo mira con sonrisa burlona y amistosa a Pedro, que sigue hablando con ardor del pulpo, y uno tras otro los turbados discípulos se acercan a Judas, le dicen unas palabras cariñosas y luego se apartan rápida y torpemente.
Solo Juan, hijo de Zebedeo, guardaba un obstinado silencio, al igual que Tomás, que por lo visto tampoco se decidía a hablar y meditaba sobre lo que acababa de suceder. Examinaba atentamente a Cristo y a Judas, sentado junto a aquel, y esa extraña proximidad de la belleza divina y de la fealdad monstruosa, de un hombre con mirada suave y de un pulpo con ojos enormes, inmóviles, opacos y voraces abrumaba su razón como un enigma insoluble. Fruncía la frente recta y tersa y entornaba los ojos pensando que así vería mejor, pero todo lo que obtenía era que Judas en verdad parecía tener ocho tentáculos que se agitaban sin cesar. Pero aquello era falso. Tomás así lo comprendió y se puso nuevamente a mirar con obstinación.
Judas poco a poco se fue desinhibiendo; estiró los brazos hasta allí recogidos, distendió los músculos de su mandíbula y con cautela comenzó a asomar su abultada cabeza, la cual, si bien estaba a la vista de todos, a Judas le parecía oculta por un velo invisible, espeso y engañoso que los ojos no podían penetrar. Y ahora, como si saliera de un hoyo, sintió a la luz su extraño cráneo, luego los ojos… una pausa… y finalmente todo su rostro. Nada había ocurrido. Pedro se había marchado, Jesús seguía sentado y pensativo con la cabeza apoyada sobre la mano y balanceando despacio su pie curtido por el sol, los discípulos hablaban entre sí, y solo Tomás lo examinaba con atenta gravedad, como un sastre concienzudo cuando toma las medidas. Judas sonrió y Tomás no respondió a esa sonrisa, pero, por lo visto, la tomó en consideración, al igual que todo lo demás, y siguió examinándolo. Pero algo desagradable perturbó la parte izquierda del rostro de Judas, que se volvió; desde un rincón oscuro, con ojos fríos y bellos, lo miraba Juan, hermoso, puro, sin una sola mancha sobre su nívea conciencia. Y yendo hacia él como uno más, pero con la sensación de que se arrastraba por el suelo como un perro castigado, Judas le dijo:
—¿Por qué estás callado, Juan? Tus palabras son como frutos de oro en diáfanas vasijas de plata. Regálale una a Judas, que es tan pobre.
Juan miró fijo aquel ojo rígido y desmesuradamente abierto y no dijo nada. Y vio cómo Judas se arrastró, se demoró indeciso y desapareció en la negra profundidad de la puerta abierta.
Como había luna llena muchos salieron a pasear. Jesús hizo lo propio, y Judas, desde el cobertizo donde había dispuesto su lecho, podía ver a los que se alejaban. A la luz de la luna, sus blancas siluetas parecían leves y parsimoniosas, y más que caminar se deslizaban delante de sus sombras negras; de pronto un hombre desaparecía en la oscuridad y entonces se oía su voz. Pero cuando volvían a aparecer bajo la luna, guardaban silencio, como los muros blancos, como las sombras negras, como toda aquella noche neblinosa y transparente. Ya casi todos dormían cuando Judas oyó la voz queda de Cristo, que regresaba. Y todo se calmó en la casa y en los alrededores. Cantó el gallo con voz fuerte y ofendida, como si fuese a despuntar el día; rebuznó por allí un asno y volvió a callar con desgano, a intervalos. Y Judas seguía despierto y escuchaba agazapado. La luna iluminaba la mitad de su rostro y se reflejaba de un modo extraño en aquel ojo enorme, como en un lago cubierto de hielo.
De pronto recordó algo y se apresuró a toser, frotándose el pecho sano y velludo con la palma de la mano; no fuera cosa que alguien no durmiera y escuchara los pensamientos de Judas.
II
Poco a poco fueron acostumbrándose a Judas y dejaron de advertir su fealdad. Jesús le confió el cofre del dinero y con ello quedó a cargo de la administración: compraba la comida y la ropa necesarias, repartía la limosna y durante las peregrinaciones buscaba el lugar donde hacer un alto y pasar la noche. Hacía todo aquello con gran destreza, por lo que pronto se ganó la simpatía de algunos discípulos que valoraban sus esfuerzos. Mentía Judas todo el tiempo, pero también a ello se acostumbraron, porque sus mentiras no ocultaban actos censurables; más bien conferían a sus historias y a su conversación un interés particular, haciendo que la vida se semejase a un cuento gracioso, cuando no terrible.
De las historias de Judas resultaba que conocía a todas las personas, y que cada uno de los hombres que conocía había cometido en su vida un acto censurable