El misterio de la cañada
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El misterio de la cañada - Felipe Jordán Jiménez
I Santiago, 1799
La noche era un boquerón frío, donde solo se podía sentir el gemido del viento entre las ramas de los árboles. Sus continuas ráfagas habían apagado las irresolutas llamas de los pocos faroles encendidos que de nada servían, en realidad, pues nadie transitaba por las calles heladas. De vez en cuando, desde la oscuridad de las alturas, se dejaba caer un chubasco repentino sobre la ciudad dormida cuyas casas, trancadas las puertas y postigos, se defendían con el abrigo del adobe y las tejas de aquella velada invernal. Todo era tinieblas, frío y humedad.
Sobre el río de escaso caudal, a pesar de las lluvias recientes, el pesado puente, más que verse, se adivinaba entre los diminutos puntos de vacilante luz que marcaban cada uno de sus accesos y que apenas alcanzaban a alumbrar los pálidos semblantes de los nocheros que, farol en mano, resguardaban la mole de cal y canto que unía la ciudad misma con los arrabales del norte, donde un puñado de casas se apiñaban, como promesa de un barrio, junto al cementerio, más allá del cual solo se desperdigaban parcelas y huertos. Inquietos, sin saber exactamente por qué, los hombres se movían sin parar en los pocos metros de autonomía que les permitía su puesto, como apurando el paso de las horas para que la madrugada llegase pronto y el sol apareciera por fin a calentar sus ateridos huesos y, más que nada, a tranquilizar sus agitados espíritus. Sin embargo, ahogada por la distancia, les llegó la voz del sereno de la Plaza de Armas con su rutinario cantar: ¡La una ha dado y con lluviaaa…!
, anunciándoles que aún quedaba mucha noche por delante. Suspiraron resignados.
Súbitamente, un aullido largo y lastimero venido del camposanto traspasó las sombras y rebotando de piedra en piedra, arrastrándose como un animal agónico, llegó hasta ellos, haciendo que se persignaran presurosos, en prevención del posible mal que auguraba aquel sonido infausto. Cuando acabó, el silencio total reinó por un momento en la noche.
Entonces, el nochero del lado sur oyó los gritos urgentes de su colega del norte: ¡Alto! ¡En nombre del gober… aaah!
, justo un segundo antes de sentir, también, el rodar de un coche lanzado a toda carrera por el puente. Al igual que su compañero, quiso interponerse al paso de los caballos para detener a quien, supuso, lo había arrollado. Pero en seguida se dio cuenta de que no tendría éxito y se arrojó a un lado, con el tiempo suficiente para esquivar el bulto que se le venía encima y alcanzar a echar una mirada apremiante antes de que el carruaje se perdiera nuevamente en la oscuridad. Lo que vio lo dejó paralizado de terror: sobre el pescante, la muerte misma llevaba las riendas de un negro vagón cargado de cadáveres.
***
A Manuel solo sus padres lo llamaban así. Para el resto de la gente era, simplemente, Manolo, y así le gustaba, porque él no se consideraba un señorito relamido como sus aristócratas compañeros de colegio, sino un hombre de verdad, sin remilgos a la hora de conversar con cualquiera, fuera una señorita de la alta sociedad a la salida de misa en la catedral o una china simpaticona en el mercado de la plaza. Lo mismo se codeaba con los Amunátegui, los Toro y Zambrano o los Martínez de Rozas, como con los mozos de cuadra, los empleados fiscales o los negros de la servidumbre. Todos tienen algo interesante que contar
, solía decir a modo de explicación por su conducta que, más de una vez, le acarreó algún regaño paternal por lo poco apropiado de sus amistades. Sin embargo, mucho de esa liberal postura frente a los demás, fueran quienes fueran, lo debía el muchacho precisamente a las enseñanzas de sus padres, que, aunque la fortuna no les sobraba, hacían de la caridad cristiana una práctica constante. El resto era consecuencia de su carácter alegre y vivaz que lo hacía caer bien donde fuera. No obstante, esa simpatía natural se complementaba con la imprudencia propia de un adolescente y un afán de aventura que lo llevaban, muchas veces, a extremos inadecuados o riesgosos. En esas ocasiones, toda la familia temblaba, ya fuera de indignación o por temor a perderlo, aunque siempre lograba zafarse bien de los problemas.
—¿Supieron lo de anoche? —preguntó Manolo con la ansiedad pintada en el rostro. Estaban en clase, supuestamente resolviendo unos ejercicios de geometría.
—¿Lo del puente? —señaló por lo bajo Pedro, olvidándose del cuaderno que tenía delante—. Sí, lo oí cuando venía al colegio… ¡Qué horroroso!
—El padre Severino nos está mirando —advirtió José Miguel, pero Manolo no le hizo caso.
—¡Horroroso y fantástico! —exclamó con entusiasmo.
—¿Por qué parloteáis por lo bajo en vez de hacer vuestra tarea, señoritos? —El vozarrón del padre Severino los hizo saltar. El cura se puso de pie bruscamente y pronto estuvo encima de los tres amigos, fulminándolos con una furibunda mirada—. ¿Puedo saber qué es más importante que el teorema de Pitágoras para vuestras señorías?
—Solo comentábamos lo que pasó anoche en el puente, padre —respondió contrito Manolo.
—Ah, solo eso… —ironizó el maestro; luego preguntó con falso interés—: ¿Y qué pasó anoche en el puente?
—Uno de los nocheros fue atropellado por un coche… que venía del cementerio —explicó Manolo no muy seguro de lo que hacía.
—¿Y eso distrae vuestras mentes de la geometría, insensatos? ¿Un simple accidente? —replicó el cura molesto.
—Pero, padre, no fue un simple accidente, sino que… —replicó el muchacho sin pensar.
—¿Qué?
—Dicen que era un carro lleno de muertos con el diablo de cochero…
Al poco rato, los tres chicos esperaban al padre Severino en su despacho, el más temido del colegio, pues las únicas ocasiones en que los alumnos lo visitaban era para recibir algún castigo con mano dura, y la aún más dura palmeta con la que el cura hacía honor a su nombre. En tanto llego, mediten la lección que el dolor de vuestros traseros os dará
, les había dicho el maestro; pero lejos de meditar, lo que hicieron fue discutir.
—¡Mira en el lío que nos metiste! —le reprochó José Miguel a su amigo—. ¿Tenías que nombrar al diablo?
—¡Y ahora nos va a pegar…! —lloriqueó Pedro—. ¡Yo no quiero que me pegue!
—Yo solo dije la verdad —se defendió Manolo—. Él preguntó y yo le dije lo que oí. ¿Es justo ser castigado por decir la verdad de lo que uno escuchó?
—Menos justo es serlo tan solo por haber escuchado tu verdad
—replicó José Miguel y agregó—: Nunca me habían castigado…
—Tranquilo, príncipe —Manolo solía llamar así a su amigo, porque este podía ser muy orgulloso a veces—. No vamos a dejar que nos castigue por una tontería.
—No me gusta esa sonrisa —dijo José Miguel mirando a su amigo—. ¿Qué estás tramando?
—Vámonos de aquí, huyamos… —contestó Manolo.
—¿Irnos? ¡No! —se opuso Pedro en seguida, poniéndose pálido y retrocediendo todo tembloroso.
—¿Escapar como cobardes? —señaló algo dudoso el altivo José Miguel.
—Pues yo prefiero que mañana me azoten por huir hoy —replicó tajante Manolo, poniendo la mano en el pomo de la puerta—. Por lo menos esa es una razón real para ser castigado.
—Es verdad —concordó el otro—. ¿Cuál es el plan?
—¿Qué? —exclamó incrédulo Pedro—. ¡Están locos de remate!
—Calla, mariquita —le espetó Manolo, abriendo la puerta, pero cerrándola de inmediato—. Viene el cura… ¡Por aquí!
Cuando el padre Severino entró decididamente a su despacho, sólo encontró a Pedro esperándolo. Ante la iracunda mirada del sacerdote, el chico, todo tembloroso y compungido, a lo único que atinó fue a levantar su brazo y señalar la ventana abierta. Al asomarse, el cura alcanzó a divisar las figuras de los dos prófugos corriendo sobre el tejado antes de que se perdieran tras la torre del campanario.
***
Julita y su prima Micaela, recién llegada de España apenas un mes atrás, paseaban en coche por la ciudad, recorriendo sus calles y edificios principales para que la forastera la