Francisco, el Papa americano
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El 13 de marzo de 2013 se hizo historia: por primera vez el papa era un americano: argentino, nacido en una familia de emigrantes italianos, un puente entre el Antiguo y el Nuevo Mundo. Además, de una orden religiosa, un jesuita, siguiendo una elección de vida madurada progresivamente desde los 17 años. Y un tercer elemento inédito: nunca un pontífice había tomado el nombre de 'Francisco', que expresa universalmente la radicalidad evangélica del 'poverello' de Asís. Estas páginas explican todo esto: desde el origen de su familia y su infancia, los años de la dictadura, la consagración episcopal, su trabajo en las villas, su papel esencial en el Documento de Aparecida… hasta el "campanazo" de Francisco, con sus hitos, luces y sombras. Escrito por dos vaticanistas que le conocen bien y prologado por Giovanni Maria Vian, director de L'Osservatore Romano. Se incluye un texto escrito por el propio Bergoglio sobre su vocación.
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Francisco, el Papa americano - Lucetta Scaraffia
INTRODUCCIÓN
La tarde del 13 de marzo de 2013 se comprendió muy pronto que el «nuevo papa» era un «papa nuevo». Muy importantes eran los elementos de novedad representados por aquella elección, tan rápida como esperada, pero sobre todo sorprendente. Jorge Mario Bergoglio, el obispo de 76 años de Buenos Aires, era casi un desconocido, pero en pocos minutos, en medio mundo, se insistió en que, por vez primera, el pontífice era un americano, por vez primera era un jesuita, por vez primera había adoptado el nombre de Francisco. Hacía casi trece siglos que no había sido elegido como obispo de Roma una persona no europea.
En la Edad Antigua y Altomedieval, al menos once papas habían venido de las latitudes orientales o africanas del Mediterráneo; el último había sido un sirio, Gregorio III, muerto en el 741. Se confirmaba además la elección de un «no italiano», clamorosamente pedida después de casi medio milenio de pontífices italianos en el segundo cónclave de 1978, pues el último «extranjero», un flamenco, había muerto en 1523. En el año 1978 había sido elegido por vez primera un eslavo, el polaco Karol Wojtyla, de 58 años; y en 2005 había sido elegido el alemán Joseph Ratzinger, de 78 años: una sucesión geopolíticamente simbólica que, al final de un largo proceso marcado por progresivos acercamientos, se podía interpretar como curación definitiva de las cicatrices europeas dejadas por la Segunda Guerra Mundial, iniciada con la invasión de Polonia por parte de las tropas del Tercer Reich.
Madurada por el colegio de cardenales, la elección del arzobispo de Buenos Aires fue, por tanto, una elección audaz y rápida –un solo día de cónclave, como ocho años antes– para responder al trauma de la renuncia de Benedicto XVI. Esta había tenido lugar un mes antes, el 11 de febrero, y había sido efectiva, con la consecuente apertura de la sede vacante, a las 20 horas del 28 de febrero. A su vez, el gesto del papa alemán, de 87 años, había caído como un rayo en un momento de relativa calma, después de una convulsa estación de tempestades internas en la Iglesia: escándalos vergonzosos, fuga de documentos reservados dirigidos al pontífice (con el añadido de un proceso en el Vaticano y de una investigación conducida por una comisión cardenalicia), turbulencias y enfrentamientos en el pequeño mundo vaticano, entre polémicas y campañas mediáticas insistentes y, con frecuencia, manipuladas.
Se había difundido por aquellos días un clima que reclamaba un papa angelicus, creencia nacida en el siglo XIII, que soñaba con un pontífice ideal necesario para la verdadera reforma de la Iglesia. Innumerables veces fueron repetidas en la televisión las imágenes de un extraño personaje vestido de saco y descalzo, inclinado bajo la lluvia helada de aquel día, esperando la fumata blanca en la plaza de San Pedro con un cartel al cuello donde se leía: «Papa Francisco». Ningún pontífice había tomado nunca este nombre, que en el latín medieval remitía a Francia y con el que el comerciante Bernardone llamaba a su hijo, bautizado como Juan. Un nombre, por tanto, extraño a la tradición judía y cristiana hasta la vida extraordinaria del santo de Asís, figura ejemplar que pareció a sus contemporáneos como un segundo Cristo –alter Christus–. Con el tiempo llegó a ser un nombre cristiano por antonomasia, porque expresaba universalmente la radicalidad evangélica vivida por san Francisco.
Al igual que las elecciones de Wojtyla y Ratzinger, tampoco la de Bergoglio estaba prevista, a excepción de poquísimos observadores, pero no por la gran mayoría de los periodistas especializados –los así llamados vaticanistas– en 1978 y en 2005, aferrados a imaginar motivos de carácter geopolítico que habrían excluido la elección primero de un polaco y más tarde de un alemán; sin embargo, ambas se hicieron realidad. Igualmente sorprendente fue la renuncia de Benedicto XVI, si bien, en 2010, el papa había hablado de forma realista de esta hipótesis en una larga entrevista publicada como libro por el periodista y escritor alemán Peter Seewald. Una eventualidad, la de la renuncia de un pontífice, en distintos momentos prevista por las normas de la Iglesia, pero que no había tenido lugar en siglos.
En los días de la sede vacante volvieron a entrecruzarse las candidaturas de los periodistas, interesadas, como de costumbre, insistiendo en algunos nombres de los cardenales italianos. Pero, al igual que en 2005, estas previsiones se revelaron poco conectadas con la realidad, hasta llegar a un desenlace sin precedentes. Sucedió un equívoco clamoroso cuando se multiplicaron las felicitaciones pocos minutos después del anuncio del nuevo papa. Se había infiltrado el nombre del arzobispo de Milán, el cardenal Angelo Scola, en un mensaje –enviado por correo electrónico por la Secretaría de comunicación de la Conferencia Episcopal Italiana a los periodistas acreditados– que acompañaba un texto redactado por el presidente, el cual, sin embargo, se congratulaba con el pontífice realmente surgido del cónclave, Bergoglio.
En este contexto mediático poco atento a las dinámicas reales en el colegio cardenalicio, el 9 de marzo, durante las congregaciones generales, el arzobispo de Buenos Aires había hablado durante pocos minutos. Las palabras del cardenal argentino insistían en la «dulce y reconfortante alegría de evangelizar», expresión de Pablo VI que de ahí a pocos meses inspiraría el título, Evangelii gaudium, del largo documento programático de su pontificado. «La Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas, sino también las existenciales: las del misterio del pecado, del dolor, de la injusticia, de la ignorancia y de la ausencia de fe, las del pensamiento, las de cualquier forma de miseria», había dicho Bergoglio a los cardenales. En fin, delineaba el perfil del próximo pontífice: «Un hombre que, mediante la contemplación de Jesucristo y la adoración de Jesucristo, ayude a la Iglesia a salir de sí misma hacia las periferias existenciales».
Un papa misionero, por tanto, el dibujado tres días antes del inicio del cónclave por el arzobispo de Buenos Aires, de 76 años, candidato excluido en las previsiones de los periodistas por su edad avanzada, olvidando que Ratzinger, en el momento de su elección, contaba 78 años. Como se sabe, de la capilla Sixtina salió elegido el cardenal Bergoglio después de un solo día de votaciones, generando una sorpresa semejante solo a la de la elección de Wojtyla, también clamorosa: como «obispo de Roma» proveniente de un «país lejano» se había presentado Juan Pablo II; como «obispo de Roma» proveniente de «casi el fin del mundo» se presentó a sí mismo Francisco.
Bergoglio es un papa misionero, coherente con su vida de jesuita formado en el Concilio; por esta razón ha sido también el primer pontífice que no participó en el Concilio Vaticano II. El papa, sin embargo, crecido con convicción en el espíritu del Concilio, es hijo suyo en un sentido pleno.
No es casualidad que, en su breve intervención durante la sede vacante, la única cita literal, además de la ya citada de Evangelii nuntiandi, de Pablo VI, fuera la de uno los principales documentos conciliares, Gaudium et spes. Este breve texto evoca asimismo un tema querido al teólogo jesuita Henri de Lubac, el de la «mundanidad espiritual», y el motivo patrístico –estudiado por otro jesuita, Hugo Rahner– del mysterium lunae. Según esta imagen simbólica, la Luna representa a la Iglesia, porque, al igual que el astro nocturno, atraviesa fases crecientes y menguantes, pero no tiene luz propia, porque está iluminada por el Sol, o sea, por Cristo. Unas citas aún más interesantes si tenemos en cuenta que a Bergoglio no le gusta citar, a excepción de las propiamente bíblicas.
Francisco es radicalmente distinto de sus predecesores, como indica la elección de un nombre papal no solo en discontinuidad con los nombres precedentes, sino nuevo del todo, si bien presenta elementos de continuidad sustancial con los pontífices posteriores al Vaticano II, a los que se refiere habitualmente. Sobre todo, sin énfasis y con un escaso recurso a las citas, se ha referido a Pablo VI, a quien en el año 2014 proclamó beato y que será proclamado santo. En el mismo año canonizó juntos a Juan XXIII y Juan Pablo II, papas muy distintos entre sí, en una especie de equilibrio hagiográfico. Una decisión semejante a la que Wojtyla tomó el año 2000 con la beatificación simultánea de Pío IX y de Roncalli, medio siglo después de la recuperación de una dimensión inusual y problemática como la de la santidad papal. En la primera mitad de los años cincuenta, Pío XII, a su vez, había beatificado y canonizado a Pío X.
Si bien ya en el año 1963 Montini, pocos días antes de ser elegido en cónclave, hablaba de la posibilidad de un papa no italiano, no muchos, como se ha indicado, esperaban un polaco en 1978 y un alemán en 2005. De forma casual, quien previó de alguna forma la elección de un argentino, en tiempos de Juan Pablo II, no fue un prelado o un vaticanista, sino el actor estadounidense de origen mexicano Anthony Quinn. Él había interpretado en 1968 a un imaginario papa ucraniano, Kiril, en la película Las sandalias del pescador, versión cinematográfica de la novela homónima de Morris West, publicada en 1963. Unos años más tarde se encontró en Roma con el periodista y escritor español Arturo San Agustín, y en la conversación se planteó la posibilidad de un pontífice latinoamericano. «Ojalá fuera un mexicano», dijo entonces el periodista; a lo cual el actor replicó con seguridad que el primero sería un argentino, y se echó a reír. Ninguno de los dos conocía al jesuita Bergoglio, pues, entre otras cosas, aún no era cardenal, pero, después de su elección, San Agustín recordó aquella singular premonición.
Argentino, nacido en una familia de emigrantes italianos de sólidas raíces piamontesas, un puente entre el Antiguo y el Nuevo Mundo o, mejor aún, «el fin del mundo», evocado por el nuevo papa en las primeras palabras pronunciadas desde la logia de San Pedro en aquella tarde gélida y lluviosa del final del invierno. Más aún, se trataba de un pontífice proveniente de una Orden religiosa –como no había sucedido desde 1831, cuando fue elegido el camaldulense Capellari–, y por vez primera un jesuita, siguiendo una elección de vida madurada progresivamente por el papa desde que el 21 de septiembre de 1954, cuando aún no tenía 18 años, intuyó cuál debía ser su