Hermosas bestias salvajes
Por Poli Délano
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Hermosas bestias salvajes - Poli Délano
Colección Escritores Chilenos y Latinoamericanos
Hermosas
bestias salvajes
Poli Délano
© Copyright 2012, by Poli Délano
Primera edición: noviembre 2012
Colección Escritores Chilenos y Latinoamericanos
Director: Máximo González Sáez
Edita y Distribuye: Editorial MAGO
Merced Nº 22 Of. 403, Santiago de Chile
Tel: (56-2) 638 6605 - 664 5523
editorial@magoeditores.cl
www.magoeditores.cl
Registro de Propiedad Intelectual Nº 221.827
ISBN: 978-956-317-162-4
Diseño y diagramación: Freddy Cáceres O.
Revisión y corrección: María Jesús Blanche S.
Fotografía autor: Lorenzo Moscia
Ilustración portada: Ana Luisa Kaminski
Edición literaria: Iván Quezada
Impreso en Chile por Dimacofi Servicios S.A.
Derechos Reservados
Para Viviana Délano Azócar
Un guiño a los lectores
Mis dos primeros libros, Gente solitaria (1960) y Amaneció nublado (1962), fueron de cuentos. Como quien dice, recién aprendiendo a nadar. Desde ese trampolín quise lanzarme un piquero a la novela y el tercer «atentado» resultó Cero a la izquierda, otro debut. Aunque andando los años el género novelesco se le fue imponiendo a mi pluma, los lazos pasionales que me atan al cuento nunca aflojaron, según lo atestiguan las diez o más colecciones que van desde Vivario (1971) hasta Solo de saxo (1998), pasando, entre otros títulos, por Cambio de Máscara y Dos lagartos en una botella, que obtuvieron los premios Casa de las Américas (Cuba) y Nacional de Cuento (México), en 1973 y 1975 respectivamente.
En el tiempo que se desliza de la vida mientras escribimos una novela suelen producirse atrasos, recreos y también momentos de parálisis. Durante tales aros, por suerte surgen cuentos capaces de hacer que la pluma no se detenga, y ellos empiezan a ocupar espacio en un cajón del escritorio. Entre una novela y la siguiente, también es natural que transcurra un tiempo, mayor o menor, que igual se constituye en otro territorio fértil para que surjan nuevos cuentos que han permanecido agazapados ¿desde cuándo? en diversos recovecos de la mente. Las novelas van apareciendo, los cuentos se apilan en el cajón.
Revisemos el cajón: más de una decena, es decir, suficientes como para armar un libro. Historias escritas en diferentes momentos de la vida, humores distintos, quizás nuevas amarguras. Sin embargo, algo los une. Un sello común, especie de ADN, la misma mirada voyerista, la manera de entender el mundo, «el estilo soy yo», dijo ya no recuerdo quién.
Eso es este libro. Tenemos un cuento escrito hace pocos meses, otro el año pasado, pero también hay algunos que nacieron ocho, nueve, diez años atrás. Diversidad, sí. Unidad, sí. Máquina del tiempo, también.
En todo caso, dejo en claro que Hermosas bestias salvajes es un libro virgen. Ninguno de sus cuentos aparece en mis anteriores colecciones.
Poli Délano,
septiembre 2012.
Hermosas bestias salvajes
Los animales fueron
imperfectos,
largos de cola, tristes
de cabeza.
Pablo Neruda
Uno
Después de sacudir a gentiles palmazos la arenilla que la brisa marina había pegoteado a su piel, René Sánchez se untó protector solar por rostro, piernas, brazos y tórax. Con la espalda no pudo, estaba solo. Solo y tranquilo —se dijo con una sonrisa que le vino directamente desde la imagen del par de animales que debía conseguir en los próximos días. ¡Animales! Durante los años no tan lejanos de universidad, Leonardo, su hermano «el intelectual», había disertado una de sus irritantes peroratas mientras disfrutaban el guajolote relleno de una cena navideña, instruyendo a la familia en pleno sobre el poeta chileno de las Odas, que escribió —¡fíjense ustedes!, decía— los animales fueron imperfectos, largos de cola, tristes de cabeza. Precisa imagen de los dinosaurios, pontificaba el pinche Leo con esa petulancia que le venía inyectando la academia como un veneno. Sólo el gato era un digno merecedor de todos los elogios, pontificó, la policía secreta de las habitaciones, gran afición a la independencia, ya que no recibía órdenes de nadie, y rara vez entregaba su corazón. Pero ahora para René, los animales significaban algo mucho más allá de la poesía —una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa—, y eran por donde se les mirara el mejor regalo de la naturaleza, mil veces superiores al hombre, esta fiera de alma fría que se mueve por ciudades y campiñas, por selvas, montes y mares con un cuchillo afilado entre los dientes, dispuesto a acabar con el planeta, el agua, el aire, las bestias, las plantas, los árboles. Según el embalsamador de Veracruz, de un tiempo a esta parte los animales se venían convirtiendo poco a poco en objetos de museo. Aseguraba que los niños del futuro sólo podrían verlos disecados al otro lado de una vitrina, y no por culpa de su oficio, que conste, él los recibía ya muertos, era más bien un ángel salvador, a pesar de su estampa de matarife sujetando el bisturí listo para entrar en acción. Salvar a los animales era su vocación, aseguraba, preservarlos de la putrefacción con el fin de otorgar deleite a las futuras generaciones, placer para la humanidad, y despotricaba a la vez, iracundo, porque en las calles, en el mercado, en la misa de los domingos, en el periódico, lo tildaban de asesino y lo motejaban «el Chacal», ¿no entendían acaso que los animales son eso: animales, y por serlo han estado siempre al servicio del hombre? Es el destino que el Señor les diseñó, ¿no nos comemos las vacas, los corderos, los cerdos, las gallinas, los conejos? ¿No le robamos al mar pescados, moluscos, algas, crustáceos?... Pinche embalsamador, un demonio, «dejad que los billetes vengan a mi bolsillo» es lo que debiera pregonar.
René Sánchez se levantó de su silla playera, dejó los lentes oscuros bajo la toalla, y caminó con floja lentitud hacia el agua, que se veía mansa como la de una alberca. Un bombón en bikini celeste, muy tostadita de sol, le interceptó el camino regalándole su sonrisa afable. Parecía de unos cuarenta años, poco menos, ni tan bombón ya vista de más cerca. René le devolvió la mirada con cierto recato.
—¿Nos conocemos? —preguntó. Un bullicioso grupo de adolescentes jugaba una partida de voleibol sobre la arena.
—Ahora sí —dijo ella—, me llamo Jennifer Moran. Soy pintora.
—Sánchez, a sus órdenes —respondió René alargando la mano. Con las pintoras solía irle más o menos bien, andaban siempre buscando modelos, y gustaban de tipos como él, morenote, dientes muy blancos, bigote grueso. Recordó la pasión con que las gringas maduronas solían prendarse de los lancheros en el Acapulco de los años buenos. Contrataban sus servicios para practicar esquí acuático, y los estimulaban a que hicieran de las suyas. Los muy cabrones les daban volteretas bien manoseadas en el agua, y por la noche les robaban calzones y sostenes para ganar apuestas que hacían entre ellos. Las agarraban también del culo a la hora del baile. Hubo lancheros famosos por sus trofeos arrebatados a mujeres del alto mundo: actrices de Hollywood, cantantes de ópera, aristócratas europeas.
—¿A mis órdenes? —preguntó Jenny con un mohín de picardía.
—Es que así saludamos en mi país, pero hay que decir que de una reina como usted, bueno, para mí sus deseos son órdenes, ésa es la cosa.
—Gracias, bonito lo que dice —ahora el mohín era risa franca—. Entonces, concédame el honor de ser mi huésped esta tarde.
—Claro que sí, con mucho gusto, y créame que el honor será mío. Dígame dónde y a qué hora, y allí estaré.
Así es la vida en Newport, sonrió René, cadillacs blancos, jaguars amarillos sin un rasguño en sus carrocerías luminosas, camisas de seda italiana que flamea a la brisa vespertina, mujeres de piel cultivada y dietas precisas, limpieza en las calles, armonía en las casas, niños y niñas que parecen avanzar hacia un concurso de moda infantil, todo bonito, opulencia, todo fácil, sin complicaciones. Salvo cuando algunos maridos gringos se ponen celosos y la hacen de pedo, como ocurrió con su carnal Genaro, a quien por atreverse con la cojita de la juguería, le partieron la madre a golpes y patadas. Mamón también, pinche Genaro, en lugar de quedar conforme con unos cuantos acostones, se enamoró a lo pendejo. Pero son pocos. En todo caso, René iba seguro por la senda: su negocio no eran las mujeres insatisfechas, sino los animales, los lindos animales de la selva: jirafas, avestruces, faisanes, armadillos, lo que ordenaran esos ricachones estrafalarios que algunas veces los querían vivos y otras bien embalsamados por el «carnicero» de Veracruz o cualquiera de sus discípulos. Hasta un par de canguros le había encargado un magnate de Mérida. Quería que viajara a Australia para adquirirlos. Y a otro pinche loco lo atacó la obsesión frenética de conseguir a como diera lugar un orangután albino porque deseaba sorprender a su esposa cuando celebraran las bodas de plata… ¿Y la gringa? Seguro que iba desear pintarlo pretextando con encantadora picardía que su rostro y su expresión le parecían «tan especiales». A toda madre, él le entraba a todo, si lo pintaba, pos qué bueno, que lo pintara, ni qué decir, surgiría además algo de