Pocos son los elegidos perros del mal
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Esta es una colección de relatos cortos, cotidianos, salpicados de amor, erotismo, humor. Los perros del mal no perdonan. La vida, tampoco. Sin tregua y en su implacable cotidianidad nos muestra los afilados dientes, que muy despacio va encajando en nuestro sin sentido, desamparo, soledad, sordidez, al tiempo que cada uno de nosotros va puliendo sus propias garras para celebrar su propia ironía. Leer la vida desde estos cuentos, es encontrarle sustancia a los acontecimientos habituales de una existencia, cualquiera, que aquí se ve retratada en su más pura realidad.
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Pocos son los elegidos perros del mal - Eusebio Ruvalcaba
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Una madre como cualquier otra
Instrucciones
Mil pesos por un insecto
El arete
La noche es una llaga purulenta
Apéndice
Los amigos
El incidente
La boda del ángel
La Pietro Beretta tenía un mensaje que darle
Para Eréndira López
Precisamente cuando el niño iba a servirse agua, su mamá le arrebató la jarra y se llenó el vaso. Se lo bebió casi de un sorbo y cayó fulminada. Echando espumarajos por la boca. El niño salió corriendo de ahí. Alguien en la vecindad podría ayudarlo. No era común que un niño de seis años viera desplomarse a su madre cayendo al suelo como una tabla. Todavía la quiso reanimar con un grito imperioso, pero su pro genitora no abrió más los ojos.
Fue de puerta en puerta tocando para que alguien le abriera. Tocaba y gritaba. Gritaba y tocaba. Su padre no estaba. Solía llegar del trabajo hacia las diez de la noche. Obrero escasamente capacitado, tenía que ajustarse a los horarios que le imponían en la fábrica.
Por fin le había abierto doña Teofilita, la señora del 5. El niño se precipitó en sus brazos sin parar de llorar. Balbucía las palabras mamá, suelo, vaso de agua... Doña Teofilita salió de la mano de él y llegó hasta la cocina. Allí estaba la madre, una señora veinteañera, más o menos linda, más o menos bien aceptada en la vecindad. Cuando vio el vaso, de inmediato comprendió que había tomado veneno. No se necesitaba mucha ciencia para inferirlo. Aunque también podría haber muerto de un infarto, pero ¿tan joven? No, envenenamiento seguro. Por los espumarajos.
Cuando el marido llegó, ya habían hablado a la policía. Doña Teofilita lo estaba esperando en la entrada principal. Cálmese
, le dijo a tirabuzones, su esposa fue envenenada. Está muerta. Ya falleció. Pablito está conmigo. El pobrecito la vio morir. Ya usted le dirá qué fue lo que pasó. La palabra envenenamiento es muy dura. Y me dijo algo terrible: que si él se hubiera tomado el agua, su mamá no estaría muerta. Pobrecito. Hágame favor. Dios mío. Es mucho para un corazón infantil
.
El hombre se dirigió a la casa y contempló a su esposa, aún tirada en el piso. ¿Es usted el esposo?
, le preguntó un oficial. Necesito hablar con usted
.
Lo siguió y respondió todas las preguntas. Pero en su cabeza lo único que le preocupaba era el destino de su hijo. ¿Qué haría sin su madre? ¿Cómo enfrentaría la vida? La muerte de su mujer no le afectaba de igual modo. Creía intuir quién lo había hecho, eso ahora era lo de menos. ¿Pero su hijito? Las lágrimas sobrevinieron. El oficial le alcanzó un clínex. Mañana necesito hablar con usted, lo acompañaré a su trabajo y de ahí iremos al Ministerio Público
.
Vio cómo los paramédicos envolvían el cuerpo de su mujer y lo sacaban de ahí.
Se quedó solo en la casa, que apenas contaba con dos piezas y el baño. Sacó un Bacardí para servirse un trago, pero en el último momento prefirió beber a pico de botella. Y no fue un trago sino un torrente. El ron hizo trizas su garganta. Y cuando aquella cantidad de líquido cayó en su estómago sintió que le había caído un incendio. Pero a la vez percibió un alivio inusitado.
Esto no era más que el resultado de la vida que había llevado. Mujer tras mujer, amor tras amor, alguna se había excedido y lo había querido nada más para sí, de su propiedad privada. Había una que lo amenazaba constantemente con matarlo si no era nada más para ella. No con matar a su mujer, sino a él. Tal vez había sido ella, y tal vez no, pero como si lo fuera.
Se puso de pie y sacó la olla tamalera.
Nunca había querido colgarla porque a él le servía como escondite ideal para su Beretta 9 mm. Reflexionó sobre lo que estaba a punto de hacer. De nada le servía matar a la mujer que con toda seguridad había envenenado a su esposa (¿cómo había entrado a la vecindad?, ¿nadie la había visto? Todo eso a él no le interesaba un carajo, la policía se encargaría de averiguarlo; el punto era que si mataba a aquella mujer eso no le devolvería la vida a su esposa). Se puso la pistola al cinto y se dirigió a la casa de doña Teofilita. Cargó a su hijo y se lo llevó de regreso con él pasando por alto los ofrecimientos de la señora de que se lo dejara esa noche, de que ella se encargaría.
El camino a su casa se le hizo infinito. Diez metros era un tramo sembrado de minas que podían hacer explosión en cualquier momento. Esos diez metros los había recorrido centenares de veces con su esposa primero y con su hijo después. Ahora sentía que iba levitando con su niño en los brazos. De que estaba a punto de ascender al cielo. De que las estrellas parecían decirle ven
. De pronto descubrió que todos los vecinos atisbaban por las ventanas o de plano desde el marco de las puertas. Levitaba pero aun así sentía que llevaba el peso de una tonelada en sus brazos.
Cruzó el umbral de su casa, se dirigió a la única recámara y acostó a su hijo. Qué frágil era. ¿Cuánto pesaría, veinte kilos, veintiuno?; él nunca había sido bueno para calcular, siempre se equivocaba. Se dirigió a la cocina. Se sentó en una de las sillas de aquel antecomedor. Bebió otro tanto de la botella y detuvo su mirada en la pistola. No tenía puesto el seguro. Revisó acuciosamente que sólo tuviera una bala. Se la puso en la sien. La Beretta tenía un mensaje que darle. Miró a su hijo. Sufriría mucho cuando despertara y lo mirara. Pero sobreviviría. Él no tenía valor para enfrentar la vida con el peso de su hijo encima. Cualquiera diría que ahora tendría un motivo fuerte para vivir. Pero era al revés. No resistiría la mirada de su hijo. No con el veredicto en los ojos. La culpa había sido suya, no de su hijo. Algo que su hijo habría de entender tarde o temprano. Que no abrigara ningún sentimiento de culpa. Era el resultado de la vida que él, su padre, había llevado. Sólo de eso.
Disparó.
Isis
Mientras recorría las calles de aquel barrio bravo de Guadalajara, salpimentado de cantinas, cabaretuchos, burdeles, vecindades, hoteles de paso y mariachis que ofrecían sus servicios, gente que iba y venía como si fueran las once de la mañana y no las once de la noche: prostitutas con niños aferrados a sus faldas, bebedores con su anforita en la mano, padrotes que no podían ocultar su peligrosidad, parejas de homosexuales en ropa de mujer que corrían dando pasitos como niñas en el recreo, parejas besándose en la zona más oscura de la calle, mientras recorría estas calles, no podía evitar que un estremecimiento de nostalgia recorriera su columna vertebral. Ya era un cincuentón que se ganaba la vida como proveedor de laboratorios en la ciudad de México, pero en su época la noche lo había llamado como gata en celo. Casi cuarenta años habían pasado desde entonces, en que la vida lo había obligado a llevar una existencia de prohibiciones. Pero ahí, esa noche, todo parecía aventarlo al pasado. Incluso leyó un letrero escrito a mano en una cartulina: pacen a ver a la bellísima Isis, la reina de Egipto, con su corte de princesas
. El nombre de Isis le dijo algo. ¿No sería la misma vedette de su juventud? ¿Y si sí? Los recuerdos casi lo hicieron trastabillar. Sin pensarlo más, se metió al tugurio.
De joven, de adolescente más bien, la había visto bailar en el burlesque. Más bien, él iba a aquel teatro de farándula para verla a ella. A ella y a ninguna otra, que las había a montones. Esperaba a la expectativa, con un sudor recorriéndole la nuca, el instante en que Isis, que con ese sobrenombre era conocida, saliera al escenario. Todo era entonces un momento de nerviosismo punzante. Tenía grabada en su mente cada forma de ella, cada rincón, cada centímetro cuadrado de aquella piel en la que soñaba untar la lengua. Porque al compás de la música, y para complacer a sus fanáticos, que se desgañitaban pidiéndole que enseñara más y más, que se desnudara por completo, cosa que ella nunca hacía, que se contoneara hasta provocar tumultos, prácticamente le daba gusto a las exigencias de todos. Tales exigencias se reducían a que les enseñara la vagina. Y no rasurada sino colmada de pelos. A que se acostara enfrente de ellos y les mostrara sus labios vaginales. Cosa que no tenían más remedio que hacer en su imaginación, porque exactamente cuándo se quitaba el calzón, se ponía la mano, se daba media vuelta y se perdía tras el telón.
Al compás de aquella música, él eyaculaba como un torrente.
Entró, guiado más por la curiosidad que por el morbo. Porque lo más probable era que no fuera ella. Finalmente, Isis era un nombre que se le podía ocurrir a cualquiera.
No tenía nada de relevante aquel lugar ni tenía por qué tenerlo, se dijo. Unas cuantas mesas alrededor de la pista. Una rockola que iba de Los Tigres del Norte a José José, pasando por Luis Miguel y Rocío Dúrcal, y un sistema de luces azules y naranjas que de pronto se encendían y apagaban en forma intermitente para anunciar a la próxima estrella. Vio desfilar dos, vio desfilar cuatro, cada vez más adiposas y torpes. Mi abuelita, que en paz descanse, ha de bailar mejor en los infiernos, sonrió. Pero entonces escuchó al maestro de ceremonias, que se equivocaba cuando menos un par de ocasiones cada vez que hablaba, anunciar a la próxima chica una mujer que volvía locos a los hombres y que había despreciado a una larga fila de pretendientes entre los que se contaba un político prominente, un actor de cine de Hollywood y un millonario de Francia, con tal de seguir con su espectáculo y hacer felices a los hombres. ¡Isis, la reina de Egipto!
.
Sin dejar de beber su acre tequila, que a estas alturas empezaba a saberle menos hostil, detuvo sus ojos en las cortinas violetas que servían de puerta hacia los camerinos. De un momento a otro saldría Isis por ahí. ¿Sería ella? ¿Después de cuarenta años? El mismo nerviosismo que había sentido de joven le sobrevino ahora. No puede ser. No era posible. De qué privilegios gozaba para poder remontarse así en el tiempo. Era un hijo favorito de Dios. Una más de las causas por las que debía dar gracias, ir al día siguiente a la catedral de Zapopan y agradecerle a la Virgen tanta clemencia.
El reflector se dirigió a la cortina violeta, alguien puso un compacto en un reproductor enorme, de ésos con agarradera, y la estrella hizo su aparición. Envuelta en gasas, velos y un tocado de plumas muy al estilo de Moctezuma Xocoyotzin, ahí estaba delante de él la mujer que le había llevado a hacer de la masturbación el ejercicio del deber. ¡Era ella! Ahí estaba delante de él, la mujer de la cual apenas lograba entrever su cuerpo pero en la que veía, aun a estas alturas, cierta gracia y donaire. Cierta. En cuanto a la cara, con gran esfuerzo trató de adivinar los rasgos que se sabía de memoria, pero que ahora le resultaba muy difícil reconocer por tanta cirugía plástica. Pero lo confirmó, era ella. La música parecía hecha especialmente para ayudarla a salir del paso: su ritmo era lento, al grado de que más parecía música de una película de terror que de una noche de cabaret. Los hombres la dejaron de ver a los pocos minutos y se dedicaron a lo suyo: a beber con sus amigos o