Té de benteveo
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Té de benteveo - Guillermo Lamolle
Índice
Cubierta
Epígrafe
La lontananza
Los ojos bien abiertos
El enredado caso de Jack Cebollas Zig
Hay que avisarle a María
Juan y las olas
Los peces muertos
La crisis
Réquiem por un dinosaurio
Los regresos
Redacción: mi primer vuelo en avión
SPPV
Escuchás algo
La sorpresa
Té de benteveo
Los chorros
El atajo
Adriana y las olas
Las ratas
Violetas para Zaq
Créditos
Contratapa
Y poco a poco
la tela, con paciencia,
teje su araña.
PROVERBIO MARCIANO
La lontananza
Mientras chateaba en el blog, escuchaba a Domenico Modugno cantando La lontananza. Me despedí y salí a hacer mandados. Primero a sacar plata del cajero, y después al supermercado (esto fue antes de que se usaran tarjetas para todo). Al ver un montón de pascualinas, tortas de fiambre y afines detrás de un vidrio me vino hambre, por lo que me quedé ahí esperando que me atendieran. Mientras miraba a mi alrededor buscando dónde sacar número, silbaba la melodía y cantaba con mi mente:
La lontananza, sai, è come il vento
che fa dimenticare chi non s’ama,
è già passato un anno ed è un incendio
che mi brucia l’anima.
Me atendió una bonita jovenzuela de ojos grandotes. De repente veo que se queda quieta y me dice:
—¿Es una canción francesa?
—Italiana.
—Tiene un coro femenino, ¿no?
—Tiene.
—Y un hombre va recitando sobre el coro.
—Eso mismo.
—Y al final el hombre grita varias veces… —Clavó sus ojos en los míos—: «Te amo…».
—Eehh… sí —mascullé, sintiendo que una especie de arritmia global se apoderaba de mi ser.
—Tengo buen oído —dijo alegremente, mientras me alcanzaba la torta de fiambre, ya pesada y envuelta, por encima del mostrador.
La saludé y me fui, pensando qué curioso que alguien, nacido tantos años después de la época de auge de Modugno, recordara esa canción.
Ella me siguió mirando mientras me paseaba entre las góndolas, llenando mi canasto de porquerías diversas. Después me perdió de vista.
Cuando llegó a su casa, esa noche, su hermana la estaba esperando. Apenas entró, le dijo:
—Lo estuviste haciendo de nuevo.
—Ah, sí… un tipo estaba silbando una canción y yo se la describí entera; hasta le dije parte de la letra. Quedó asombrado, pero claro, habrá pensado que yo la conocía.
—No sé por qué te arriesgás; alguien podría sospechar.
—En realidad lo hice porque el tipo iba a escribir un cuento a partir de lo que yo le dije. Me gustó la idea, casi me sentí halagada. Es más, lo está escribiendo justo ahora. Ji ji, me divertí mirándolo a los ojos y diciéndole «te amo». Casi queda seco ahí nomás.
—Pobre. Cree que al escribir te está inventando, en cierta forma.
—Piensan eso, ¿no? Es admirable. Retorcido, pero admirable.
—Son asombrosos.
—Son simpáticos.
—Sí, simpáticos. Es lógico, los inventamos nosotras.
—Y sí.
Non ho capito niente del tuo bene,
ed ho gettato via inutilmente
l’unica cosa vera della mia vita:
l’amore tuo per me.
Los ojos bien abiertos
Fue la última vez que lo vi. Después no supe más de él, ni de oídas ni directamente. Jamás lo sentí mencionar en conversación alguna; era como si para el resto de la gente no hubiera existido. Tal vez esté muerto, o quizá su vida haya tomado caminos diametralmente opuestos a los que solía transitar. Pero no lo sé, no tengo manera. También es posible que nada haya cambiado para él, pero que por una serie de circunstancias yo le haya perdido el rastro. Era —¿es?— una persona joven, con una vida bastante envidiable si tomamos la media como estándar. Por ejemplo, no pasaba penurias económicas dramáticas; a lo sumo, yo qué sé, se atrasaba uno o dos meses con el alquiler o con la luz, o estaba una semana de corrido sin plata para el ómnibus y comiendo fideos; pero ¿a quién no le pasa algo así de vez en cuando? Siempre tuvo trabajos interesantes, el peor de los cuales no era horrible, y el mejor, agradable. Tareas como dar clases de lo que fuera, cortar el pasto en los jardines o fabricar diversos objetos de utilidad dudosa y venderlos. No tenía, lo que se dice, una posición acomodada, claro está, pero creo que eso no tiene importancia. Lo que quiero decir es que no parecía una persona que estuviera peligrosamente cansada de vivir, de la que pudiera pensarse que podía llegar a dar, de pronto, un brusco viraje en su rumbo. Tenía amigos —nosotros— y una familia unida (muchos hermanos, primos, hijos, pareja, cuñados). Creo que era feliz. Me acuerdo de que a veces, antes, cuando hablaba conmigo, me decía que yo era un poco ansioso, que no tenía que tomarme todo tan a la tremenda. Tal vez tuviera razón. No sé. A veces soy así; el menor síntoma de que algo anda mal dispara en mí un complicado pero agilísimo sistema de alarmas que se accionan unas a otras y solo se detienen cuando se quedan sin batería, esto es, cuando mi propio cansancio lleva mis pensamientos a otra parte. Ah, porque además no puedo mantener la atención mucho tiempo en una cosa. Si eso es ser ansioso, yo soy ansioso, claro, si es así. Y como no sé si es, no podría asegurarlo. Pero, ¡concentración!, no estoy hablando de mí. Estaba diciendo que fue la última vez que lo vi. Recuerdo perfectamente cómo iba vestido: un vaquero azul, un buzo de algodón también azul, aunque de un azul diferente, claro, y cuando digo claro quiero decir, por supuesto, no que el azul fuera un azul claro, si bien, por cierto, era un poco más claro que el de los vaqueros (el cual era bastante oscuro), y unos zapatos que no estoy seguro pero me parece que eran marrones. ¿O eran negros? No, marrones… sí, marrones. Estábamos en esta habitación más o menos las mismas personas que ahora estamos, vaya coincidencia, y él salió. Creo que antes dijo que iba a comprar cigarros; típica excusa. No lo escuché bien, pero de todos modos su actitud no era la de quien se va definitivamente de una fiesta. No saludó ni se puso la campera, que quedó colgada en el perchero desde aquel entonces hasta ahora. Bueno, no me he fijado últimamente, pero estoy seguro de que nadie la sacó de ahí. Pienso, me parece que es como si el hecho de sacarla —se me ocurre— representara aceptar que las últimas esperanzas de su regreso también son cosa del pasado. Hacía un poco de frío para salir sin campera, por lo cual, aun sin haber prestado demasiada atención, recuerdo que pensé que no iba muy lejos. No es que hiciera un frío atroz; en tal caso, yo habría salido corriendo tras él, llevándole la campera. Aunque supongo que si hubiera habido tal frío, él mismo la habría llevado, por más que, como ya dije, no fuera lejos. Claro, en realidad no puedo asegurar si iba lejos o no, porque, como también dije hace un momento, fue la última vez que tuve noticias de él. Tal vez haya ido, nomás, a buscar cigarros. Sí, ahora estoy seguro: eso fue lo que dijo, no es un invento mío. Es raro; se supone que con el paso del tiempo los recuerdos se borronean, pero en este caso fue al revés. No sé si habrá llegado a comprar los cigarros y algo le sucedió después, o si los hechos ocurrieron antes, en algún punto del camino hasta el bar que queda a media cuadra de aquí, cruzando la calle. No pudo ser un accidente de tránsito, no. Habríamos escuchado algo; la música está en la pieza de al lado y acá tenemos la ventana entreabierta por el humo de los cigarros, justamente. No entiendo a la gente que fuma. ¿No saben que hace mal? Claro que lo saben. Entonces,