Efecto maratón
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Efecto maratón - Vega
aquí.
Prólogo
Por Antonio de la Torre (actor ganador de un Premio Goya)
To run:
Verbo:
Correr, ejecutar, funcionar, manejar, huir, llevar, pasar, circular, seguir, explotar, hacer correr, pasear, manar, forzar, correr con la casa, ejercer.
El término anglosajón que da nombre al deporte más fácil de practicar en el universo, el running (yo lo he hecho en los cinco continentes del planeta ya que sólo necesitas unas zapatillas y tu voluntad), nos demuestra la riqueza semántica que puede conllevar algo tan aparentemente sencillo y simple como ya nos demostró Tom Hanks en la inolvidable Forrest Gump. Gran actuación la suya, to play, otro verbo cargado de significantes fascinantes —uno de ellos, interpretar, y otro, por ejemplo, jugar—. Pues bien, play and run, son los verbos que más he conjugado en mi vida, también en Nueva York, ciudad en la que siempre me recordaré corriendo por las sendas nevadas de Central Park una mañana de diciembre escuchando canciones navideñas de Sinatra. Aquel año yo estaba allí para presentar mi último play, «Gordos», de Daniel Sánchez Arévalo.
Casi siempre salgo a correr cuando tengo que enfrentarme a una jornada de trabajo. En mi caso, correr significa domeñar mi ansiedad por el fracaso y disparar las endorfinas de la voluntad, con una cierta máxima de gladiador: lucha y sacrificio. No hay nada más placentero que el disfrute por el esfuerzo, que entender el símbolo de la vida misma: luchar hasta morir. Por eso, interpretar y correr, jugar y luchar, play and run, quizás sean en el fondo, lo mismo: las múltiples dobles caras que tienen casi todos los senderos que, de una manera u otra, hay que recorrer en la vida. Rafa Vega lo ha entendido bien: porque le gusta jugar, porque le gusta luchar, inevitablemente, tampoco puede dejar de correr. Y todo eso, como ustedes comprenderán, hay que contarlo.
Km 0 (salida)
No tengas miedo
Vive como si fueras a morir mañana.
Aprende como si fueras a vivir siempre.
Mahatma Gandhi.
Son las 15.05 h. Este 15 de abril prometía emociones fuertes. Pero no tantas como las que estoy viviendo… Hace 15 minutos dos ruidos secos, metálicos, me han dejado a sólo 600 metros de culminar el sueño de acabar la Maratón de Boston. Entre la confusión, camino sin saber qué ha ocurrido. Exhausto después de correr 42 kilómetros, y todavía vestido con pantalón corto y camiseta de tirantes, me detengo en la mediana de la Commonwealth Avenue, paralela a Boylston Street, donde está situada la meta. La calle que iba a albergar la enorme ilusión de terminar mi décima maratón aparece ahora acordonada, sitiada. Estoy agotado pero, sobre todo, confundido. No sé por qué no nos han permitido terminar la carrera, tampoco tengo claro si la podremos acabar y, ni mucho menos, dispongo de noticias sobre lo que está ocurriendo apenas a dos manzanas de donde me encuentro.
Las primeras informaciones que van llegando las escupen los teléfonos móviles con los que han corrido algunos corredores. No son nada alentadoras: «Parece que han explotado unos artefactos». Confío en que sea sólo una noticia sin contrastar, producto del maremágnum informativo. Pero cada segundo, cada tweet, va confirmando mis peores temores. Las palabras «bomba», «explosión» y «meta» me hacen pensar inmediatamente en Nuria, mi mujer. Ella se encuentra en la llegada, en la grada de prensa, justo el lugar de la tragedia. Es inevitable ponerse en lo peor.
Trato de mantener la calma a pesar de que el dantesco panorama, más propio de una película apocalíptica, no sea el más propicio para racionalizar todo lo que está pasando: sirenas de policía, agentes gritando que nos vayamos de allí, ambulancias, helicópteros, sollozos de los que han presenciado lo que ha ocurrido… Por mi cabeza pasan muchas cosas, y alguno de los escenarios en los que me imagino son dramáticos, muy dramáticos. No quiero ni pensarlo, pero es lógico llegar a la conclusión de que esas bombas se han cobrado víctimas mortales y que igual no vuelva a ver a mi mujer.
El corazón bombea cada vez más rápido. El pulsómetro me avisa con un «bip, bip» de que he vuelto a cruzar el umbral de los 185 latidos por minuto. Ya me había pasado durante la mañana un par de veces, fruto del esfuerzo. Pero ahora me noto acelerado, y eso que estoy parado. Respiro profundamente. Expulso el aire, como si quisiera despedir mis malos augurios. Lo hago varias veces pero, en lugar de calmarme, las pulsaciones se me disparan. Estoy nervioso, tenso, pero no debo dejarme llevar por impulsos. Si lo hiciera, ahora mismo, caería derrotado en el suelo producto del cansancio pero, sobre todo, de la desolación y rompería a llorar sin consuelo. Es una de las cosas que quiero hacer, llorar. También me quiero quitar la ropa, darme un baño de agua caliente y relajarme después de casi 42 kilómetros corriendo. Pero, sobre todo, quiero encontrar a Nuria. Necesito tener una señal de ella, saber que está bien. Sólo eso. Pero es materialmente imposible. Mi teléfono, que dejé en la mochila pocos minutos antes de empezar la carrera, me aguarda en la meta. Y ésa es ahora mismo la «zona cero» del atentado. Imposible acceder a Boylston. Me siento atrapado, sin soluciones. Trato de encontrar alguna, reflexiono, busco puertas entreabiertas por las que poder entrar. Ninguna. Una mujer me ofrece su móvil, pero la Policía ha inhibido cualquier tipo de comunicaciones para evitar que se active remotamente otro artefacto. Así que me preparo para vivir los minutos más largos de mi vida…
Estoy derrotado. Por el cansancio pero, sobre todo, por las circunstancias. Intento evitar esta terrible sensación de frustración, pero es difícil. Me detengo. Miro a mi alrededor. Estoy SOLO. Por primera vez en mi vida. Y me invade el pánico. Me seco el sudor con la camiseta. Al volver a colocarla en su sitio, veo el dorsal y recuerdo que hace un rato estábamos corriendo una maratón. No era mi mejor día, pero estaba disfrutando de un sueño, el de correr en una carrera legendaria como es Boston. Junto al número que he portado durante algo más de cuatro horas, el 26 515, está el autógrafo de la mítica Kathrine Switzer (foto 1). Tuve el placer de conocerla unos meses antes en la Maratón de Nueva York y ahora la volvía a ver en la Feria del Corredor. Sólo charlamos unos minutos, suficientes para profesarle aún mayor admiración de la que tenía a esta precursora de las maratonianas. Su firma viene acompañada por una dedicatoria. Cuando la vi al colocar el dorsal, pensé que se había equivocado, la había escrito al revés. Al fijarme en ella ahora, desde mi perspectiva, la leo perfectamente: «Be fearless»: «No tengas miedo».
Es como si la mismísima Kathrine Switzer me lo susurrase al oído. «No tengas miedo», me dice. Un mensaje que no puede llegar en mejor momento. Con este mantra intento aglutinar las pocas fuerzas (físicas y mentales) que me quedan para emprender mi búsqueda. No sé dónde ir. Intento ponerme en la piel de Nuria, predecir sus movimientos. Si está bien, ¿adónde habrá ido? ¿Dónde me estará esperando? Empiezo a andar sin dirección, sin un rumbo fijo. Busco una manera de entrar a la zona de meta, donde se encuentran las mochilas. Pero el dispositivo de seguridad es perfecto y no hay manera de esquivarlo. Pienso en volver al apartamento donde nos alojamos, pero está a 20 minutos andando. Y demasiado esfuerzo he hecho durante la mañana como para caminar esa distancia. Además, no las tengo todas conmigo. Si decido ir hasta allí, no llevo encima las llaves por lo que, si Nuria no está, tendré que regresar. Y eso son otros 20 minutos a pie. El «no tengas miedo» martillea mi subconsciente, me impulsa a seguir buscando.
Pienso en otras posibilidades: el hotel de prensa, puesto que ella estaba acreditada, el meeting point de familiares. Pero, conforme voy pasando por esos lugares sin éxito, mi ánimo sigue decayendo. Hay un instante en que me planteo la posibilidad de tener que buscar a mi mujer por los hospitales de la ciudad.
Afortunadamente, eso no fue necesario. Un golpe de suerte me llevó hasta un hotel céntrico en el que se alojaban otros corredores españoles con los que habíamos almorzado el día anterior. Allí estaba Nuria. Nos abrazamos durante un instante que fue eterno. Se acababa la hora más dramática de nuestras vidas.
Casualmente, este libro se terminó de escribir pocas semanas antes de que ocurriera la tragedia de Boston. El mensaje que subyace en él es el de transmitir el valor de la superación, de la lucha por alcanzar tus objetivos. Para ello, me he valido de la experiencia personal que viví en la pasada Maratón de Nueva York. Pero necesitaba añadir y compartir todo lo que viví ese 15 de abril de 2013 que se me quedará grabado para siempre. No me lo podía guardar para mí. Porque, pasado el tiempo, aún hay gente que dice que tuve muy mala suerte por lo ocurrido. «Después de que te suspendieran la maratón de Nueva York por el huracán Sandy, ahora te pasa esto…», afirman. Yo pienso todo lo contrario. Creo que he sido afortunado por haber estado tan cerca de una desgracia y que no nos haya pasado nada ni a Nuria ni a mí. Algunos me cuestionan si no he pensado en dejar de correr, que tantas «emociones» concentradas en pocos meses ya son suficientes. Mi respuesta es firme: lo que ha ocurrido no me va