El patólogo. Parte I: Memento Mori (2da. Edición)
Por Max Kroennen
5/5
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Mystery
Friendship
Hospital
Crime Investigation
Medical Profession
Detective Story
Dark & Stormy Night
Psychological Thriller
Love Triangle
Amateur Detective
Whodunit
Secrets & Lies
Police Procedural
Mad Scientist
Medical Drama
Autopsy
Power Dynamics
Suspense
Professional Relationships
Pathology
Información de este libro electrónico
A los doce años, Nicholas Goering sobrevivió milagrosamente a un disparo en la cabeza perpetrado por su propio padre, después de que este matara a su madre y se suicidara sin motivo aparente.
Veinticinco años más tarde, ahora convertido en un referente de la Patología Forense en el prestigioso hospital de la ciudad sajona de Heimstadt, el misántropo doctor tendrá que lidiar con el caso más extraño de su carrera: el cuerpo de su padre ha aparecido en perfecto estado de conservación colgado como en el día de su muerte y le han colocado los órganos internos de distintas personas.
El recientemente ascendido y temperamental detective Matías Vandergelb, quien desprecia al patólogo, y la ambiciosa psiquiatra Angélica Grunnewald, quien, por el contrario, está obsesionada con él, serán los encargados de intentar resolver el rompecabezas humano en una carrera contrarreloj.
Memento Mori es la primera entrega de la trilogía
Max Kroennen
Max Kroennen, author of "El patologo" series.
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El patólogo. Parte I - Max Kroennen
CAPÍTULO I
Después de inspeccionar fugazmente con la mirada el interior del Mercedes Benz, el guardia de seguridad del aparcamiento del hospital central de la ciudad de Heimstadt saludó a su conductor con una mueca gentil y accionó la apertura de la barrera para permitirle el ingreso y para poder volver cuanto antes a la lectura de la sección deportiva del diario local. Eran las ocho y media de la mañana del lunes y esta rutina se repetía todos los días en los que el notorio patólogo y médico forense Nicholas Goering asistía al hospital para cumplir con su trabajo o, mejor dicho, cómo él lo sentía, su pasión.
«Qué vida de mierda… Todos los días encerrado en una cabina controlando coches y apretando un botón. Me pregunto si cuando era niño se imaginaba un futuro tan emocionante y prometedor como este», pensó el doctor Goering mientras aparcaba su coche blindado en su lugar privilegiado, reservado para él a unos pocos metros de la entrada del segundo subsuelo del aparcamiento de la institución. Vestido con un traje de Hugo Boss hecho a medida, utilizó las escaleras de emergencia para evitar el ascensor. El patólogo detestaba las charlas triviales que la mayoría de la gente se veía obligada a mantener cuando viajaban por ese medio. «Lo último que quiero es tener que hablar del clima o del partido del domingo con algún imbécil», pensaba recurrentemente.
Nicholas Goering tenía treinta y siete años y una presencia imponente. De un metro ochenta y cinco de estatura, cabello castaño abundante peinado al estilo JFK y con facciones simétricas romanescas coronadas con unos penetrantes ojos azules, entrenaba todas las mañanas antes de partir al trabajo en su gimnasio y piscina climatizada de su residencia ubicada a veinticinco kilómetros de las afueras de la ciudad. Una residencia que había sido bautizada por sus colegas como la «Fortaleza del doctor Muerte».
—Buenos días, doctor Goering —lo saludó, como todas las mañanas, la recepcionista de cincuenta y seis años Mirtle Hannman mirándolo fijo por encima de sus gafas de lectura con una sutil expresión de deseo. El patólogo la consideraba el «ejemplo perfecto de los estragos del paso del tiempo». Se notaba que en su juventud había sido bonita, pero ahora los excesos le habían pasado factura. Rubia platino, adicta a los rayos ultravioletas y con un posible desorden alimenticio, la veterana empleada tenía arrugas en todas las líneas de expresión que la fisonomía de una cara se podía permitir, acentuadas, aun más, por su extrema delgadez.
—Buenos días, Mirtle —le respondió sin dirigirle la mirada y continuó a paso ligero rumbo hacia su oficina, situada junto a la morgue en el subsuelo del establecimiento.
—Lo está esperando el detective Mayer en su oficina —le informó Mirtle con desgana, observando la espalda de su interlocutor.
El doctor Goering se detuvo en seco y asintió para dar por recibido el mensaje. «Mi querido Mayer, ya te imagino sentadito con tu aspecto miserable y tu inconfundible olor a colonia barata de hombre mediocre», pensó. Tras reanudar la marcha, decidió pasar por el baño para hacer esperar un poco más a su visitante.
«Espero que aquí tampoco haya sorpresas», pensó antes de abrir lentamente la puerta para evitar hacer ruido. El baño del subsuelo no era privado y, por ende, le provocaba el mismo sentimiento de rechazo que el ascensor, aunque magnificado por el hecho de que a las charlas triviales había que sumarle el olor nauseabundo y las flatulencias de los usuarios de turno. El patólogo entró con sigilo y se agachó para mirar el suelo de los dos cubículos. Quería comprobar si había alguien en alguno de ellos. Para su disgusto, del primero se asomaban los zapatos y pantalones bajos de una persona robusta. «Reconocería esos mocasines en cualquier sitio… Maldito gordo amanerado, ¿tenías que venir a cagar justo ahora y a este baño?», se lamentó.
El gordo amanerado al que hacía referencia era el doctor Manuel Goldfarb, un ginecólogo de cuarenta y seis años, con sobrepeso y calvicie incipiente poblada de rulos al estilo Larry de Los Tres Chiflados. En el preciso momento que el patólogo se debatía si retirarse raudamente de allí, este se subió los pantalones y accionó la bomba de la cisterna.
Ya era tarde para huir.
—¡Nicholas, qué grata sorpresa! —exclamó el ginecólogo al salir del cubículo.
«Ojalá pudiera decir lo mismo», pensó.
—Buenos días, doctor Goldfarb —replicó y comenzó a lavarse las manos sin dirigirle la mirada.
—¿Siempre tan serio, eh, Nicholas? Qué bien que te veo ahora, ya que quería comentarte que organizaré una reunión este fin de semana en casa con mi esposa y quería, naturalmente, invitarte a que vengas con quien quieras. Sería muy grato para Debbie y para mí tenerte entre nuestros invitados. Te voy a pasar la invitación formal por e-mail hoy durante el día. No sabes qué buen fin de semana pasamos en el campo con las niñas y… —El ginecólogo seguía hablando, pero el patólogo ya no le prestaba atención, solo asentía en cada pausa del monólogo.
«Nada me interesa menos que tu día de campo con tu maldita familia… Benditos sean los narcisistas y egocéntricos como este personaje que me evitan tener que gastar saliva en conversaciones inútiles y sin sentido», pensó mientras se secaba las manos con prisa.
—Gracias por la invitación, revisaré mi agenda y te contestaré a la mayor brevedad —lo interrumpió cortante el patólogo para dar por terminado el diálogo.
—Perfecto, Nicholas, ¡ciao! —le contestó el ginecólogo, que aprovechó, en la rauda retirada de su interlocutor, para observarlo con lascivia a través del espejo mientras se acomodaba la bata. Al igual que Mirtle Hannman, este también se deleitaba con su presencia.
La oficina del patólogo permanecía siempre bajo llave, con la excepción de situaciones extraordinarias como la de aquel día. En tales casos, la recepcionista de turno tenía asignada una copia extra para invitar a las visitas a esperar a su anfitrión en sus confines. A diferencia de la mayoría del personal jerárquico del hospital, que contaban con oficinas modernas y luminosas en los pisos superiores, el despacho del doctor Goering estaba decorado como una lúgubre biblioteca británica. Tanto los suelos como las paredes y el techo habían sido fabricados a medida con madera de roble. Dos grandes bibliotecas con puertas de cristal con cerradura, repletas de libros de medicina modernos y antiguos, rodeaban el imponente escritorio de nogal azabache macizo que se ubicaba de frente a la entrada. De estilo tradicional, servía de soporte de un monitor LED de veintitrés pulgadas, una lámpara antigua de pantalla de cristal verde, un teléfono digital Cisco y un portaplumas negro y dorado con la inscripción «Dr. Goering» colocado estratégicamente en el campo visual de los visitantes. Y, para coronar el peculiar humor del recinto, una réplica de la tercera versión de La isla de los muertos del pintor suizo Arnold Böcklin colgaba detrás del escritorio.
Sentados en las sillas tradicionales de cuero abotonadas color vino tinto para los visitantes y, observando la pintura como pretexto para pasar el incómodo silencio, se encontraba el veterano detective Bernard Mayer y una mujer muy elegante a la que jamás había visto en su vida. De unos treinta largos, la exuberante visita no pudo evitar estremecerse ante la repentina aparición del patólogo. Apartó la vista de la pintura y se quedó tiesa observándolo con una expresión de un niño atrapado en plena travesura. Sin siquiera dirigirle la mirada, el doctor Goering enfiló directamente hacia el detective.
—Muy buenos días, Nicholas, te presento a la doctora Angélica Grunnewald, psiquiatra especializada en perfiles criminales de la ciudad de Gilberstadt —le dijo el detective Mayer mientras le estrechaba la mano.
«Lo que me faltaba… una groupie», pensó. El patólogo era considerado un referente de la rama en la comunidad médica y acostumbraba a recibir mensualmente una inusual cantidad de currículums de estudiantes y profesionales de todo el país para trabajar con él. Y así como llegaban las peticiones, igual de rápido se procesaban; todas iban a parar al programa de papel reciclado del hospital o a la papelera de la casilla de correo del Departamento de Recursos Humanos.
El patólogo miró a la doctora a los ojos y le estrechó la mano con firmeza.
—Nicholas Goering, mucho gusto —se presentó.
La doctora Grunnewald era una mujer que no pasaba desapercibida en ningún lado. De gran atractivo y muy bien conservada para su edad, siempre procuraba mantener un estilo refinado, pero a la vez provocador. Rubia natural, de ojos azules extremadamente claros y de rasgos nórdicos, con tez nívea, tersa y sorprendentemente libre de arrugas e imperfecciones para sus treinta y ocho años, llevaba hoy el pelo lacio con raya al medio hasta los hombros. Ansiosa por el encuentro desde hacía mucho tiempo, la experimentada psiquiatra no pudo evitar disimular la expresión de admiración casi infantil en su primer contacto con el afamado doctor.
—Disculpa que hayamos venido sin previo aviso y tan temprano —comenzó excusándose el detective Mayer—. El Departamento de Homicidios de Gilberstadt nos solicitó la colaboración con este caso y sabrás, Nicholas, que ahora que el hermano de nuestro alcalde ocupa la misma posición en esa ciudad y, teniendo en cuenta la estrecha relación que tenemos con Oppenheimer, no iba a quedar muy bien que nos negásemos, ¿verdad? Como bien dice el refrán, «hoy por mí, mañana por ti» —agregó jocoso, mirando a la doctora Grunnewald en busca de una sonrisa compinche. La psiquiatra aún seguía obnubilada con el doctor Goering y apenas había oído las palabras de su interlocutor.
«Patético como siempre, mi querido Bernard… y no me cabe duda de que a Angie no le habrá sido muy difícil convencerte para que aceptaras un caso ajeno a tu jurisdicción», pensó mientras el detective continuaba con su aburrido discurso.
—La doctora Grunnewald te pasará a contar los detalles del caso para ponerte al corriente. El cuerpo llegó hace un rato y ya lo debería estar preparando tu ayudante… —Realizó una pausa, dubitativo— … Florian, ¿no? Asimismo, quería comentarte que yo solo vine a hacer las presentaciones formales, ya que la investigación se va a llevar a cabo principalmente en Gilberstadt, y yo solo intervendré cuando sea necesario. El «muy joven para mi gusto» detective Vandergelb, quien debería estar al caer, tiene muy buenas referencias y tendrá total libertad de acción aquí en Heimstadt. Por lo tanto, Nicholas, alégrate de que no vas a tener que lidiar conmigo esta vez —finalizó entre risas el desganado detective.
A punto de tomar la palabra la doctora Grunnewald, la puerta de la oficina se abrió de repente y entró atolondrado el recientemente ascendido detective de veintiocho años, oriundo de la ciudad de Hamburgo, Matías Vandergelb. De contextura delgada y un metro ochenta de estatura, con una barba rala rojiza de dos días, pelo rubio arremolinado, vestido con una chaqueta de pana verde, suéter y pantalón de gabardina, parecía más un profesor universitario que un representante de la ley y el orden.
—Impresionante el timing, detective —le comentó Mayer con una sonrisa paternal.
—Disculpen la tardanza, pero tuve que llevar a mi hija a la guardería. Mi esposa tenía hoy una entrevista laboral por la mañana y, por ende, me tocó a mí la tarea. Parece mentira, pero a veces llevar adelante la rutina familiar puede ser más complicado que un caso de homicidio —se excusó el recién llegado, intentando parecer simpático.
—Creo que todos aquí, salvo el doctor Goering, hemos pasado por eso —agregó Bernard buscando una sonrisa cómplice que solo encontró en la doctora Grunnewald.
—No sea injusto, detective Mayer, al doctor le ha tocado una herencia muy pesada con ese apellido —comentó con sorna el recién llegado mientras se acercaba para estrechar la mano del destinatario de la broma—. Es más —prosiguió—, no creo que le haya quedado otra alternativa que dedicarse a la medicina forense, ¿verdad? ¿Quién querría ser el paciente de un médico con semejante apellido? Los judíos dudo que…
—Suficiente, detective Vandergelb —lo reprendió su colega.
—Descuiden, ya estoy más que acostumbrado a este tipo de comentarios —replicó el patólogo poniéndose de pie para saludarlo. «Sobre todo, de imbéciles como este», pensó. —Me alegra que sepa algo de historia, detective. —Lo miró a los ojos y concentró adrede la fuerza del apretón en un punto donde, gracias a sus vastos conocimientos de anatomía, sabía que le causaría un dolor similar al pinchazo de un nervio. La sonrisa socarrona de su irreverente interlocutor se desdibujó en el acto. Una señal de que su correctivo había funcionado.
Habiéndose materializado la llegada del último miembro de la reunión, Bernard aprovechó para despedirse de los presentes, ansioso por volver a la comodidad de su escritorio en la jefatura. A pocos años de su retiro, consideraba que ya había tenido suficiente trabajo de campo.
—Doctora Grunnewald, espero no haber interrumpido nada importante —rompió el silencio el joven detective tras la partida de su colega.
—En absoluto, detective. Todavía no habíamos llegado a contarle al doctor Goering los detalles del caso —replicó gentilmente la doctora.
—¿Me permiten un momento? —Los interrumpió el patólogo levantando el auricular del teléfono del escritorio—. Florian, buenos días, habla el doctor Goering. Prepárame el contenido del refrigerador número ocho, por favor. —Le ordenó a su asistente y colgó—. Ahora sí, doctora, mis disculpas, no quería olvidarme de un reporte que debo finalizar antes de las seis de la tarde. Prosiga, por favor —le encomendó intentando sonar cortés.
—Ningún problema, doctor Goering. Creo que, si todos estamos de acuerdo, lo mejor sería contarle sobre el caso en la morgue, en presencia de las pruebas.
—Ninguna objeción por mi parte, pero antes me gustaría servirme un café si no les molesta —se adelantó el detective mirando al resto de los presentes—. ¿Alguno desea también uno? —les ofreció enseguida, pero ambos interlocutores rechazaron el ofrecimiento con un gesto negativo.
—La máquina se encuentra al final del pasillo a la derecha —le indicó el patólogo—. Aquí lo esperamos. —Giró hacia su visita—. Debo admitir que estoy un poco intrigado, doctora Grunnewald. Es la primera vez que el detective Mayer me presenta un caso de esta manera, con autoridades de otra ciudad y con la incorporación de una psiquiatra con su perfil —le comentó con sinceridad el patólogo para hacer tiempo.
—Sí, lo entiendo. Es un caso inusual y es de suma importancia que se proceda de esta singular manera, doctor Goering. Ya lo comprenderá cuando vea el cuerpo y se lo expliquemos en detalle —replicó la doctora, entusiasmada.
—Interesante —agregó con frialdad, ofuscado por el contexto.
—En efecto. Y, ya que estamos solos, quería aprovechar para decirle que para mí es un verdadero honor conocerlo y tener el enorme privilegio de poder trabajar con usted en este caso.
«Ojalá pudiera decir lo mismo».
—Gracias, doctora Grunnewald. Espero estar a la altura de las circunstancias para lograr su pronta resolución —añadió, mientras su interlocutora intentaba aplacar una sonrisa de quinceañera, producto de la excitación de su primera interacción con una de las personas más enigmáticas y vanagloriadas de su campo de estudio.
—No me cabe ninguna duda de que así será. —Hizo una pausa—. ¿Sabe? A modo anecdótico, ambos cursamos Medicina en la misma facultad y en la misma época. Pero usted, desde luego, iba más avanzado que yo. Y no lo digo por la edad, sino por su capacidad intelectual.
—Mire qué bien —replicó con desinterés—. En fin, no perdamos más tiempo —se puso de pie—, ¿le parece si esperamos al detective en la puerta de la morgue? —le propuso, ansioso por finiquitar el asunto lo antes posible y para evitar charlar sobre viejas épocas que nada le interesaban.
Angélica asintió a regañadientes y lo imitó. Mientras el anfitrión cerraba con llave la oficina, el detective Vandergelb apareció por el pasillo a paso lento y precavido para evitar volcar su tan deseado café matutino. —¡No me dejen afuera! —les gritó de manera jocosa.
El patólogo extrajo su tarjeta de acceso, la colocó sobre el lector de la puerta de la morgue y, después de accionarse el mecanismo de apertura, la empujó despacio con la mano izquierda para dejar pasar primero a los visitantes.
CAPÍTULO II
La morgue del hospital de Heimstadt medía unos sesenta metros cuadrados y contaba con cinco mesas de disección anatómicas dispuestas en el sector central. Veinte compartimentos refrigerados para albergar cadáveres, distribuidos en dos hileras de diez, tapizaban la pared del fondo y deslumbraban a sus visitantes con sus puertas cromadas y sus pantallas táctiles independientes de control de temperatura. En el lateral izquierdo del recinto se hallaba una enorme camilla y lavabo donde se clasificaban los órganos y tejidos extraídos de los cadáveres y donde también yacían ordenados de manera rigurosa todos los instrumentos de trabajo, modernos y antiguos, que el patólogo utilizaba según el humor del día. En el otro lateral, dos grandes gabinetes metálicos con insumos rodeaban a un largo escritorio del mismo material que hacía de refugio cuando su usuario no quería lidiar con aquellos que pretendían visitarlo sin previo aviso en su despacho. Por último, delante del escritorio, y desentonando con todo el recinto, se ubicaba una poltrona reclinable color cerezo que le había regalado Florian en agradecimiento por su contratación. El patólogo la detestaba, pero no podía deshacerse de ella por respeto a su asistente. Florian Carlic, de sesenta y nueve años, trabajaba con el doctor Goering desde hacía cuatro. Tenía la piel y los dientes maltrechos por el tabaco, un cuerpo marchito y una postura encorvada que le daban el aspecto de una persona mucho mayor. Con una mirada inexpresiva y carente de emoción, era aún más reservado que su jefe. Una característica que el patólogo supo apreciar de inmediato. Carnicero de profesión, había trabajado en su negocio familiar toda su vida hasta el fallecimiento de su esposa. Ambos atendían juntos el local y su ausencia se le había tornado insoportable. Demasiados recuerdos dolorosos para su abatida psique, decía. El patólogo, un asiduo cliente de la carnicería, y quien por aquella época necesitaba librarse de las tareas rutinarias de la morgue, no había dudado en ofrecerle el puesto de asistente cuando se enteró de las razones de la precipitada decisión. Absorto por la inusual oferta, la primera reacción del excarnicero había sido un rotundo rechazo. Pero tan solo unos días después, Florian se presentaría de manera voluntaria en el hospital para averiguar si el ofrecimiento seguía aún en pie.
El doctor Goering no quería estudiantes ni graduados de Medicina para aquella posición; solo precisaba que alguien no impresionable se encargara de las tareas que no requerían conocimiento médico. Y qué mejor que «un carnicero de pocas luces» (así lo definía el patólogo), introvertido y con cero ambiciones de progreso. Los empleados del hospital, celosos de aquella inusual incorporación para un puesto tan codiciado, no tardaron en apodar a Florian «Igor», en alusión al siniestro y encorvado ayudante de las viejas películas de Frankenstein.
—Florian, te presento a la doctora Grunnewald y al detective Vandergelb —le dijo, a la vez que miraba de reojo las mesas de trabajo para corroborar si había cumplido con la orden que le había dado hace unos minutos por teléfono. Florian los saludó con desinterés y se dirigió hacia el lavabo para continuar con sus labores. En efecto, la tercera mesa había sido preparada tal como se lo había pedido su enigmático jefe. Allí yacía el cuerpo descubierto hasta la cintura de una niña de no más de dos años con la cicatriz en forma de «Y» que comenzaba en el tórax y terminaba en la zona baja del abdomen.
Ambos visitantes no pudieron evitar mirar el cuerpo de la niña. Sobre todo, el detective Vandergelb, quien casualmente tenía una hija de la misma edad.
—Tengo una hija pequeña como ella —acotó el detective sin dejar de mirar el cadáver—. ¿Qué le sucedió, doctor Goering? —preguntó