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Atardecer en Manhattan
Atardecer en Manhattan
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Libro electrónico344 páginas4 horas

Atardecer en Manhattan

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¿Tendrán la valentía de darse otra oportunidad en el amor?
Una comisaría en South Bronx, uno de los barrios más peligrosos de Manhattan, jamás podría ser el escenario ideal para un romance. Bien lo sabe Nick Trape, jefe de una de las unidades policiales de ese distrito, que tiene que enfrentarse a incidentes cada vez más violentos sin apenas recursos. Están desbordados y necesitan ayuda, pero esta vez, en lugar de mandar a más hombres, han enviado a Gloria Cruz, una veterana trabajadora social que, gracias a su carácter disruptivo, cree tener la clave para mejorar esa situación.
Persecuciones de alto riesgo, conflictos políticos, robos con violencia, peleas callejeras, redes de tráfico ilegal, mafias, tiroteos, explosiones y accidentes espectaculares… todo cuanto les rodea no invita a que terminen suspirando el uno por el otro, pero algo surge entre ellos cuando ya pensaban que nada podría sorprenderlos. Resulta complicado confiar en alguien después de un desengaño, pero solo con la ayuda del otro conseguirán llegar a la verdad. Tanto en su trabajo como en su corazón.


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IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 dic 2021
ISBN9788411052252
Atardecer en Manhattan
Autor

Caridad Bernal

Caridad Bernal Pérez, nacida en Reus (Tarragona) el 28 de Marzo de 1980. Aries de la cabeza a los pies. La pequeña de tres hermanos. En 1985 se traslada a Cartagena con su familía, y allí pasa su niñez y adolescencia, momento en el que empieza a escribir sus primeros cuentos. Le gusta el cine y las artes escénicas, pero finalmente estudia Biología en Murcia, donde reside actualmente. Casada y con una niña. Trabaja desde hace diez años en comercio como responsable. Actividad literaria: Publicación de su primera novela PESCANDO SALMONES EN ALASKA por el sello HQÑ de la editorial HarperCollins Ibérica en 2016. Otros títulos de la misma autora: Día de caza, El tranvía, Johhny Divino, La cámara 18, Romper el silencio, Necesito decirte, Amores, Viaje de regreso y ESTOCOLMO DE NOCHE. Las direcciones de mis redes sociales son: Blog de la autora: https://blogdeunaescritora.wordpress.com/ Facebook: https://www.facebook.com/blogdeunaescritora/ Twitter: https://twitter.com/CaridadEscribe Instagram: https://www.instagram.com/caridad_escribe Pinterest: https://co.pinterest.com/bernal1363/

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    Atardecer en Manhattan - Caridad Bernal

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

    Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

    www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

    Editado por Harlequin Ibérica.

    Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2021 Caridad Bernal Pérez

    © 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Atardecer en Manhattan, n.º 313 - diciembre 2021

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

    Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

    Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.

    I.S.B.N.: 978-84-1105-225-2

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Créditos

    Prólogo

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Capítulo 26

    Capítulo 27

    Capítulo 28

    Capítulo 29

    Capítulo 30

    Capítulo 31

    Capítulo 32

    Capítulo 33

    Capítulo 34

    Capítulo 35

    Capítulo 36

    Capítulo 37

    Capítulo 38

    Capítulo 39

    Capítulo 40

    Capítulo 41

    Capítulo 42

    Capítulo 43

    Capítulo 44

    Capítulo 45

    Capítulo 46

    Capítulo 47

    Capítulo 48

    Nota de la autora

    Si te ha gustado este libro…

    Para Diego.

    ¡Por fin! Después de cinco novelas, ya tocaba una dedicatoria para ti.

    Y ahora… ¿qué digo?

    Bien, empezaré con un «gracias». Gracias, cariño, por querer compartirlo todo conmigo. Ese todo que no hace que nos queramos más, sino mejor. Comprendiendo que ninguno de los dos somos perfectos, y sin embargo, somos perfectos el uno para el otro.

    Sin ti no habría sabido exprimir al máximo este limón que es la vida. No habría visitado ni la mitad de los países que he visto, ni habría tenido unos hijos tan guapos, aunque tú sueles decir que eso lo han heredado solo de mí.

    ¡Qué suerte coincidir contigo en aquella entrevista! ¿Te acuerdas? Parece que fue hace millones de años. Espero que esa maravillosa casualidad me dure para toda la vida. Contigo, siempre.

    Te quiero, mi vida. Por todos los «te quiero» que no he sabido decirte a tiempo por culpa de las prisas, la rutina o los agobios del día a día. Porque, como dice Víctor Küppers, lo más importante en esta vida es que lo más importante sea lo más importante.

    Fdo:

    Tu escritora favorita

    Prólogo

    8 años antes

    Al otro lado de las concertinas

    la vida se cala diferente.

    Muros de cemento gris

    encierran mil fantasmas:

    ira, furia, dolor y odio…

    Que no me dobleguen

    esa es mi meta diaria.

    También es tu lucha, por no verme caer.

    Y si aún no lo he hecho

    es porque tú estás aquí.

    Conmigo.

    Leyendo un libro.

    Así apareces en mis sueños.

    Y ahora que lo sabes, no te puedo fallar.

    Tu preciosa sonrisa

    me ha enseñado el camino.

    Es luz en mi oscuridad

    Seguimos adelante.

    «Juntos», repites.

    La droga, la depresión, o ese mal bicho que siempre nos mira.

    «Te he avisado, hermano».

    Esa es mi sentencia de muerte.

    Lo sé, todos lo saben.

    Pero tú dices que no es así.

    Que voy a salir de aquí.

    No solo eres guapa y divertida, eres la única que confía en mí

    en esta mierda de vida.

    Eres la Gloria que me da esperanza, mi amiga.

    «Sé que te va a ir bien», es tu frase preferida.

    Hay un futuro para ti, fuera de aquí.

    Lejos de mí.

    Gloria Cruz no pudo continuar leyendo. Guardó la nota en el bolsillo de su blazer y, tragándose la rabia para más tarde, sacó fuerzas de donde no había para atravesar por última vez esas rejas color mostaza. No iba a dejar caer ni una sola lágrima en ese sitio. Apretó los dientes y aceleró el paso, dejando tras de sí, como una estela, el sonido de sus tacones sobre el suelo encerado.

    Esas palabras estaban escritas por un preso con el que había pasado horas hablando sobre lo que haría cuando fuera libre. Porque él merecía esa segunda oportunidad que alguien le había arrebatado. Ni siquiera echó un último vistazo al enorme edificio que era la penitenciaría donde había estado trabajando estos últimos años. Después de lo que había pasado, no iba a echar de menos esa ratonera.

    Se había equivocado, aquel no era su destino. Debía desaprender lo vivido y dirigir sus esfuerzos hacia otro lado. «Pero ¿adónde?». Ahora no era momento de hacerse esa pregunta, ya tendría tiempo de pensarlo.

    De camino a su casa recordó que Edwin, así se llamaba el preso, había llegado a decirle que ojalá hubiese sido su madre. Como le sucedía a la mayoría de los jóvenes que llegaban allí, su vida no había sido fácil. Sin embargo, ella había conseguido que desease volver a empezar de nuevo. Sin resentimientos. A través de muchas charlas, lo llenó de esperanza, y ver por fin la ilusión en sus ojos hizo que amase aún más su trabajo. ¡Lo había conseguido!

    En el interior de la cárcel, Edwin comenzó a escribir canciones como esas que entonaba en forma de rap. Sus compañeros pronto escucharon sus letras mientras hacían gimnasia, y se dieron cuenta del talento que tenía. En ellas dejaba escapar su angustia, que era la misma que compartían todos. Y por eso continuó dando rienda suelta a sus ideas. Era su mejor terapia, decía con orgullo cuando lo escuchaban en el patio.

    Pero a alguien del módulo nueve no le gustó que cantase algunas verdades de las que allí sucedían. Alguien peligroso. Y cada vez que el muchacho entonaba una rima, giraba la ruleta de la suerte en torno al joven cantante.

    Las cosas en la cárcel funcionan así.

    No tiene por qué ser justo, no tiene por qué parecerte bien.

    Suceden, y ya está.

    La tensión se palpaba desde hacía días sobre su celda, pero nadie dijo nada, como siempre. Todo sucedió en el más completo silencio. No hicieron falta armas caseras. Ni un cepillo de dientes, ni la punta de un bolígrafo o el filo de una cuchilla oxidada. Lo mataron reventándole las entrañas a base de palos. Cuando acudieron a socorrerlo, fue demasiado tarde.

    Aquel punto de no retorno hizo que Gloria solicitase al día siguiente su dimisión voluntaria. Cambiaría de trabajo, pero sin dejar de ayudar a los demás.

    Capítulo 1

    NICK TRAPE

    Nick Trape reconoció la numeración del coche policial y no dudó en acercarse a saludar con una sonrisa en los labios. Para él era algo inevitable, casi una manía. Solía saber quién había detrás de cada placa, y en este caso decidió perder algo más que cinco minutos en el encuentro. Total, tampoco es que le importase mucho llegar tarde a esa entrevista a la que el comisionado le había obligado asistir.

    —¡Despierta, muchacho! —saludó mientras golpeaba con el nudillo el cristal del copiloto. Sabía lo que Scott estaba haciendo porque él mismo lo había hecho cientos de veces: esperar escuchando la radio mientras su compañero compraba algo para picar. Aquellas guardias seguían siendo igual de aburridas que quince años atrás.

    —¡Hey! ¿Qué haces aquí? —respondió el joven policía mientras abría la puerta al instante y le invitaba a sentarse a su lado.

    Nick había visto crecer a ese muchacho desde que era un enano que solo sabía llorar mientras su madre le curaba las heridas. Lo quería como a un hijo y, después de la muerte de su padre, asumió ese papel sin darse cuenta. Ahora Scott también era policía, tan bueno que se había convertido en el capitán de su unidad, algo por lo que su padre también había luchado cuando estaba vivo.

    —He adivinado que estarías tan aburrido que te alegrarías de verme —dijo en un tono socarrón para hacerle sonreír, cosa que consiguió de forma instantánea—. Dime, Scott… ¿qué tal van las cosas por casa?

    Trape no se andaba por las ramas, era tan directo como una bala. Mientras le apretaba el hombro de forma cariñosa, el verde de sus ojos viró a un pardo más oscuro, dándole con esa breve pausa otra intensidad a la pregunta. Su interlocutor advirtió la diferencia y asintió con la felicidad dibujada en su rostro de forma irremediable. Sabía en quién estaba pensando:

    —Linda está guapísima. Aunque, según ella, está a punto de reventar. ¡Y eso que aún le quedan tres meses para dar a luz! —Ambos rieron ante la ocurrencia—. Bueno, todos estamos un poco nerviosos, supongo. Incluso mi madre. Por cierto, siempre me manda recuerdos cuando le hablo de ti, Nick.

    Resultaba difícil llamarle por su nombre de pila siendo su jefe, pero en momentos como esos sabía que podía darse esa licencia. Trape estaba a un paso de ser un encorbatado más. Hasta tenía su propio despacho, aunque rara vez lo pisaba, situado en la misma planta junto al resto de superiores. Tipos que últimamente estaban muy cabreados por cómo estaban haciéndose las cosas en la calle. Nadie deseaba molestarlos, a no ser que fuese necesario. Sin embargo, Scott sabía que, a pesar de su carácter estricto y la dureza de sus órdenes, aquella no era la verdadera personalidad de Nick. Ese hombre, parco en palabras pero muy claro en sus acciones, había llorado en el entierro de su padre, incluso le había pegado un puñetazo el verano que le dijo que se haría policía, aunque fuera por encima de su cadáver.

    —¿Y Cynthia? ¿Cómo va la periodista de la familia? —preguntó el muchacho con sincero interés, aprovechando que seguían a solas. Para él, la hija de Nick había sido como una hermana pequeña a la que debía proteger cuando se metía en líos en el instituto. Esa chica parecía tener un imán para los problemas.

    —Ahí sigue, estudiando en la Facultad de Periodismo, incluso me ha dicho algo de trabajar este verano para una agencia de investigación independiente. —Nick crecía por momentos de puro orgullo—. Parece que se lo está tomando en serio, saca buenas notas y le gusta la profesión. No puedo quejarme.

    —Seguro que termina convertida en una gran profesional, como su madre.

    Scott se tomó la libertad de mencionar a su exmujer. Sabía que la relación entre ellos era cordial después de todo, sin embargo, un extraño silencio hizo que volviese a la carga con otra pregunta bien distinta:

    —Dime, Nick, ¿es cierto eso que han dicho? ¿Nos van a dar clases para mejorar nuestro comportamiento?

    Trape se giró sorprendido. No sabía que la noticia se hubiese filtrado para el resto del equipo. Eso crearía un ambiente aún más enrarecido, y terminaría minando sus nervios. Tenían que centrarse más que nunca en su trabajo.

    —Bueno… —A Scott no podía mentirle—. Al parecer, no estamos haciendo las cosas como deberíamos, y quieren enseñarnos a trabajar de otra manera. Parece ser que nos estamos excediendo en los operativos, hay demasiadas denuncias y quieren solucionarlo cuanto antes.

    Nick no quiso decir más, ese ardor en su estómago se hacía cada vez más evidente cuando tocaba el tema. Un día de estos debería ir al médico para hacerse un chequeo, pero no sería ni hoy ni mañana. No hacía falta que nadie le dijera lo que él ya sabía, que se estaba haciendo viejo. Dirigió entonces su mirada al frente, hacia aquel sitio de burritos y enchiladas. Aunque no pareciera nervioso, lo estaba. Era algo que Scott podía percibir, y no le gustaba nada porque ese hombre siempre mantenía la calma. Por eso parecía tan duro o insensible, aunque no lo fuera en absoluto. Miró al frente, imitándolo en sus movimientos, para adivinar en qué estaría pensando. El restaurante debía de estar lleno de gente y su compañero tardaría bastante en salir. Mejor, la verdad. Esa conversación no podría ser la misma con Derek delante.

    —¿Y cómo pretenden solucionarlo? ¡Mandándonos otra vez a la academia! —exclamó Scott indignado—. ¿Es que no ven que nosotros no somos el problema? ¿¡Por qué gastan el dinero en tonterías pedagógicas en lugar de poner más policías!?

    —Ya sabes que todo esto es política —bufó Nick resignado, mirándolo de nuevo con fijeza—. Esta mañana tengo la primera entrevista con ese tipo, el que va a solucionar todos nuestros problemas, y te juro que me va a costar mirarle a la cara. No sé a qué viene, pero se supone que debemos recibirle con los brazos abiertos, como si nos estuviera haciendo un gran favor.

    A pesar de saber controlar sus emociones, las manos de Nick lo traicionaban, ahora sus puños se cerraban con fuerza ante esa situación. Él ya había hablado con el comisionado sobre ese tema, pero no había nada que hacer. Era todo inútil.

    —No me lo puedo creer. ¡¿Están ciegos o qué?! Es como si el mundo lo viese todo al revés —respondió Scott enfadado por esa sensación de impotencia que le asfixiaba desde hacía días.

    Pero si él lo estaba pasando mal, para Nick la situación no era mucho mejor. Prueba de ello era ese momento. Él no solía hacer eso, mostrarse así de sincero y abierto cuando algún tema le estaba jodiendo en el trabajo, hablar de sus problemas con los chicos de su unidad. Porque Scott era eso, solo un policía más de su equipo, y no debía enterarse de los marrones que rondaban por la segunda planta. Con él tenía confianza, pero hasta un punto. Nunca había llegado a comprometerlo en ninguna ocasión contándole algo que no debía escuchar.

    Debía de estar muy harto para confesarle todo aquello sin tapujos, concluyó Scott.

    —El comisionado quiere que colabore —continuó Nick con la voz enronquecida, saliendo así de sus propios pensamientos—. Tiene fe en este proyecto que no es más que una utopía, dice que será la solución a nuestros problemas de escasez de personal…

    —¡Increíble! —protestó Scott cortándolo de inmediato mientras le daba un manotazo al volante—. Está visto que cuanto más arriba, más gilipollas se vuelven.

    —Gracias, chaval —contestó Trape con ironía, levantando la comisura de los labios en un atisbo de sonrisa.

    —Joder, Nick. ¡Ya sabes a lo que me refiero!

    A diferencia del resto, pensó Scott, los pies de aquel tipo nunca se habían despegado del suelo. Por mucho jefe de unidad que fuera, se podía hablar con él sin tener presente su rango, nunca se ponía por encima de nadie en una conversación. Por eso seguía entrando en los coches cuando sus chicos hacían guardias, para hablar con ellos de manera extraoficial. Nick Trape siempre sería esa extraña excepción que confirma la regla.

    De repente, la radio, que hasta entonces había estado en silencio, interrumpió su conversación:

    Atención a todas las unidades, un Chevy Blazer negro se dirige hacia el Upper East Side por la Segunda avenida a gran velocidad. En su interior hay tres sospechosos, son peligrosos y van armados, han disparado a dos agentes. Atención a todas las unidades, un Chevrolet Blazer negro…

    Ambos se acercaron a la radio para escuchar mejor el mensaje que se repetía, cuando apareció delante de sus ojos el mismísimo Blazer negro, rugiendo su motor en cada acelerón, provocando que la gente de alrededor saliera en estampida por las calles colindantes para escapar como si fueran ratas asustadas.

    Estaban frente a la taquería Dos Toros de la avenida Lexington y desde allí vieron cómo el vehículo invadía el carril en sentido contrario, derribando varios contenedores de basura, dando lugar a varios choques y accidentes fortuitos con los automóviles que venían de frente.

    Ante esa caótica visión de peligro, a ninguno de los dos se le ocurrió avisar a su compañero Derek, asumiendo Nick su puesto como copiloto. El subidón de adrenalina había puesto en alerta a ambos de inmediato.

    —¡Arranca, Scott! —gritó Trape poniéndose el cinturón—. Métete por la 77, nos lo encontraremos al salir.

    —Pero ¿tú no tenías una entrevista? —recordó Scott mientras se incorporaba a la vía con pericia.

    Esa misma mañana Nick había estado de un humor de perros precisamente por culpa de esa reunión a la que el comisionado le había exigido estar presente. Lo peor de ser jefe eran ese tipo de encerronas, no soportaba tener que lamerle el culo a nadie, pero ahora no podía excusarse. O no debía si apreciaba su puesto de trabajo…

    —Puede que llegué cinco minutos tarde… —presumió Nick mientras el sonido de su sirena policial irrumpía por las concurridas calles de Nueva York.

    Capítulo 2

    GLORIA CRUZ

    —¿Tendrías cinco minutos, querida? No sé qué le pasa a mi televisor. —Una fila de dientes amarillos y desiguales, junto a una peluca descolocada, hicieron de esa petición algo repugnante.

    —Vaya… —Gloria dudó unos segundos que los dedicó a mirarse sus zapatos de tacón.

    Su sentido común le decía que debía negarse, pues ya se le hacía tarde cuando la señora Grouse salió a su encuentro. Además, ese olor a humedad tan desagradable que le acompañaba no animaba a seguirla a ninguna parte. Pero su instinto, ese jodido sexto sentido que la seguía a todas partes como una maldición, le decía que aceptase. Que allí había algo que andaba mal, y que esa mujer necesitaba ayuda.

    Ayuda de verdad.

    Era su don, o su cruz, percibir los problemas de los demás a través de una simple mirada. Y en los ojos de la señora Grouse no había nada. Estaba perdida, muy desorientada. Lo había visto otras veces, por eso lo sabía bien, para ella era más que evidente. Así que cambió la cara y tuvo fuerzas incluso para esbozar una ligera sonrisa, tal vez amarga, pues sabía que no serían solo cinco minutos y llegaría tarde a su entrevista.

    —Está bien, señora Grouse. Dígame, ¿qué le pasa a su televisor? —preguntó ocultando su fastidio mientras la anciana le abría la puerta de su casa.

    La razón de por qué decidió entrar allí era la misma que le había llevado a conocer las desgracias de la gente. Nadie elige ser trabajador social para hacerse rico o porque sea una profesión bonita, porque desde luego no lo es en absoluto. Más que un empleo es una vocación, porque alguien debe hacer algo y no tolerar cosas como las que estaba a punto de ver.

    En cuanto entró a la vivienda de la señora Grouse el olor se hizo aún más fuerte y reconocible para sus fosas nasales, hasta el punto de provocarle una arcada. No era solo humedad, también se mezclaba el orín que rezumaban sus ropas y la falta de higiene de toda la casa. A juzgar por el número de moscas que sobrevolaban a su alrededor, nadie se había molestado en entrar allí en mucho tiempo. Fue así como supo que no tenía a nadie que cuidase de ella. En un par de ocasiones había nombrado a sus hijos en alguna de esas conversaciones de escalera, pero al parecer estaban demasiado ocupados con sus propias vidas para dedicarle esos cinco minutos que iba mendigando.

    La podredumbre que encontró en los platos de la cocina fue lo que hizo ponerse en alerta y dejar a un lado su propia prisa. Sus prioridades cambiaron de repente y eso se convirtió en lo más importante para ella, no había discusión. Una hilera de bolsas de basura la habían recibido en la entrada, en forma de barricada, junto a montañas de ropa vieja en las esquinas. Se había disculpado por el desorden, pero estaba segura de que hacía años que nadie ordenaba nada. Había suciedad, comida en descomposición e insectos por donde mirase. El hedor era tan intenso que resultaba imposible respirar. No le extrañaba que algún gato o rata se hubiese muerto allí mismo meses atrás.

    —Señora Grouse, ¿desde cuándo hace que no la visitan? —formuló la pregunta con cautela, mientras la mujer avanzaba renqueante, apoyándose en las paredes del pasillo con esos dedos retorcidos por la artritis.

    En medio de esa desidia que tan bien conocía supo que estaba frente a un caso más de abandono. Su cabeza empezó a trabajar fuera de horario y se puso a llamar a un par de compañeras. Con una sola entrevista en aquella casa bastaría para que alguien se encargase de esa pobre mujer desamparada, aunque lo difícil sería ponerse en contacto con su familia más cercana y que no se sintieran amenazados al decirles que les estaba dando un toque de atención por ser tan desconsiderados con su propia madre. En muchos casos, le dijeron sus amigas asistentes, ni los propios hijos conocen el estado real en el que viven sus padres porque se han desvinculado de ellos desde hace años. A veces las rencillas familiares están detrás de todo esto, haciendo que un número cada vez más alto de personas mayores estén viviendo como indigentes por las calles de Nueva York.

    A Gloria aquello se le hacía muy difícil de creer, aunque fuera del todo cierto. En su caso, después de su dolorosa ruptura matrimonial, no hubo mejor refugio que la casa de sus padres. De hecho, nunca había dejado de pensar en ella como su hogar. El mismo donde ahora vivían junto con su hermana Gabriela, su cuñado Abelardo y su sobrino Tomás.

    Ellos antes tenían una linda casita en East Harlem, pero después de que Abelardo quedase incapacitado de por vida, Gabriela se vio obligada a venderla para costearse un buen seguro que cubriese todas las operaciones sin tener que cerrar su propio negocio. También vivía con ellos la abuela Mayra, que dentro de poco cumpliría ciento tres años. Y, por supuesto, don Ernesto y doña Juana María, sus padres.

    Eran para Gloria el amor personificado, esa pareja que siempre se entiende a la perfección y se sigue mirando enamorada a pesar de los años, porque a estas alturas ya han visto y vivido de todo juntos. A su lado, sus hijas habían crecido con la estúpida idea de que el amor verdadero existía y era posible encontrarlo a la vuelta de la esquina.

    Quizá por eso puso tanto empeño en arreglar su matrimonio, aguantando desplantes y situaciones comprometidas, porque no quería decepcionar a su familia o que le dijeran que no había luchado lo suficiente.

    Ocho años después, quizá ya un poco tarde, descubrió hasta qué punto alguien puede decepcionarte. Richard, su exmarido en la actualidad, había utilizado su nombre para encubrir sus sucios negocios. Eso fue más de lo que podía soportar.

    Un día abrió la puerta del que era su hogar y el banco se llevó sus muebles, los electrodomésticos, los coches, y le pusieron un papel en la mano anunciándole que en quince días debía desalojar el lugar donde vivían. Aquello puso fin de forma definitiva a su matrimonio. No había nada por lo que luchar. Ni siquiera el mejor recuerdo de su pasado en común podía borrar la ristra de mentiras que los había llevado a la ruina. Orson, su hijo, fue lo único bueno que había salido de esa relación, y no se merecía sufrir más. Así fue como le dio portazo al error más grande de su vida, rumbo a la casa de sus padres en Washington Heights.

    No obstante, a pesar de todos sus miedos, cuando llegó el día de volver nadie le recriminó nada. La conocían, sabían que Gloria pensaba cada paso que daba, y la apoyaron para que pudiera rehacer su vida. Todavía era joven, le dijeron. Tendría más oportunidades de conocer el significado real de ese amor verdadero que había idealizado en sus padres hasta convertirlo en un imposible. Aunque en esos momentos ella prefirió no escuchar a nadie, porque todo lo relacionado con ese tema se le antojaban estupideces.

    Ella ya estaba en otra fase de la vida, y el amor ya no era una prioridad.

    Fue así como decidió volcarse en su trabajo, retomar viejos proyectos laborales, como el que estaba a punto de embarcarse cuando se le cruzó la señora Grouse en su camino. Ya tenía a su hijo para saber lo que era querer a alguien sin medida, no necesitaba a nadie más.

    Cuando por fin salió de aquella casa, lo hizo sabiendo que había valido la pena perder quince minutos, incluso más.

    «El tiempo no importa cuando se trata de ayudar a alguien». Era algo que necesitaba decirse porque parecía increíble que cosas así siguiesen pasando delante de sus propias narices. En un bloque de edificios tan familiar como era ese, que ninguno de sus vecinos hubiese dado la voz de alarma era una prueba más de lo egoísta e interesada que se había convertido la sociedad actual. Pero no debía seguir dándole más vueltas al asunto. Esa era una realidad que ya no le impresionaba.

    —¡Dios mío! Qué tarde es… —se dijo Gloria al mirar su reloj.

    Podría tomar la autopista que cruza el río Harlem en dirección al Bronx y estar allí en un santiamén, pero después se acordó de que ya no tenía coche:

    Fuck!

    Debía tranquilizarse. Estaba en Nueva York, había miles de opciones para desplazarse. Giró a su alrededor e hizo un barrido con la mirada. Para empezar, tenía la MTA New York City Transit que prestaba servicio en Washington Heights con catorce líneas de autobuses, los cuales conectaban el vecindario con el mismo centro de la isla. O el metro. Tanto

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