La vida de la ciencia y la ciencia de la vida
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De ahí el título, La vida de la ciencia y la ciencia de la vida. Se trata de comprender de dónde venimos —«hijos de las estrellas»—, qué somos, en qué, tal vez, podremos convertirnos, y acaso sobre todo, entender que lo que hacemos tiene consecuencias.
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La vida de la ciencia y la ciencia de la vida - José Manuel Sánchez Ron
José Manuel Sánchez Ron
LA VIDA DE LA CIENCIA
Y LA CIENCIA DE LA VIDA
Ilustraciones de
Alberto Gamón
019A Gustavo Torner, que me
ha regalado su amistad.
PRÓLOGO
Navegamos por la vida como si fuéramos barcos sometidos a los vaivenes de elementos que no siempre podemos controlar, ni siquiera predecir, en ocasiones tampoco entender. Por ello necesitamos brújulas que nos permitan orientarnos en ese azaroso camino. Como si fueran faros a los que aferrarnos en la oscuridad, nuestros seres más queridos nos aportan luces que nos ayudan a vislumbrar sendas por las que transitar, pero por valiosos y generosos que sean sus aportes, ¿cómo pedir, cómo estar seguro de que sus miradas, sus certezas, son más seguras que las propias? En última instancia todos estamos unidos en los insondables océanos del azar y la necesidad, el azar de lo imprevisible y la necesidad que nos imponen las leyes que obedecen los fenómenos y entidades presentes en la naturaleza. Y cuando digo «leyes de la naturaleza» me estoy refiriendo a la Ciencia, el único instrumento verdaderamente fiable para descubrir esas leyes, aunque se trate de descubrimientos revisables. En los veinticinco capítulos de este libro —la mayoría reelaboraciones de artículos que publiqué en la revista El Cultural a lo largo de los últimos cinco años— he intentado moverme en el doble territorio de la ciencia y de la vida, entendida esta no solo bajo la óptica que determina la ciencia sino también desde perspectivas más amplias, especialmente la del efecto que nuestras bien informadas (por la ciencia y la técnica) acciones ejercen en nuestro hábitat, el planeta Tierra, y en nosotros mismos, en nuestro presente y en nuestro futuro. De ahí el título, La vida de la ciencia y la ciencia de la vida. Se trata de comprender de dónde venimos —«hijos de las estrellas»—, qué somos, en qué, tal vez, podremos convertirnos, y acaso sobre todo, entender que lo que hacemos tiene consecuencias, y cuáles son estas.
Todo autor tiene un guion para su obra, una idea o línea maestra con la que pretende dirigir su narración y que subyace, con mayor o menor claridad, en ella. No soy una excepción: la secuencia de los capítulos que siguen no es arbitraria; de hecho, aunque incompleta y esquemática, apenas esbozada, esconde una visión del mundo, mi visión del mundo. Me gustaría que esta visión mía no fuera, como creo que es en el fondo, agridulce, pero no puedo engañarme. Es dulce porque nadie —y menos aún un antiguo físico teórico reconvertido en historiador de la ciencia— puede dejar de maravillarse ante la capacidad humana para descubrir las leyes que rigen el universo, leyes que permiten hacernos una idea de la historia de cómo este llegó a ser lo que es en este momento, al igual que aventurar su destino futuro. Y es agria porque ensoberbecidos por nuestros conocimientos y el poder que este nos da, no parece que seamos capaces de evaluar hacia dónde nos puede llevar, hacia dónde parece que inevitablemente nos está llevando. Si las páginas que siguen ayudan a alguien a ser más consciente, a no engañarse, habrán cumplido con creces su propósito.
Madrid, mayo de 2021
1
HIJOS DE ESTRELLAS
Somos los improbables hijos de alguna estrella, cenizas de su muerte, la némesis que restituyó el desorden primigenio desbaratado miles de millones de años atrás por la fuerza de la gravedad.
Todo, el universo, comenzó con un suceso que sabemos situar en el tiempo, pero cuya razón de ser, cuyo origen —hace unos 13.800 millones de años— desafía la capacidad humana de comprender: el gran estallido que nombramos en nuestra lengua con un anglicismo innecesario, el Big Bang. La historia de cómo se generaron las partículas, átomos y radiaciones que conforman el universo es fascinante. Primero fue la «luz»; los fotones que constituían la «luz-energía primigenia» eran lo suficientemente energéticos como para que se produjesen pares electrón-positrón. Materia-antimateria, partícula-antipartícula, hermanas fratricidas compartiendo un momento efímero de paz porque se aniquilaban rápidamente para convertirse de nuevo en radiación. Por razones todavía no bien conocidas, se generaron o sobrevivieron más electrones que positrones. Afortunadamente, existe más materia que antimateria.
De aquella luz primordial, y nutrida por el torrente energético producido, surgió una sopa de quarks, de la que nacieron electrones, protones y neutrones. Más tarde, y en proporciones diferentes, se formaron los cinco elementos más ligeros que existen en la naturaleza: hidrógeno, helio, litio, berilio y boro (el hidrógeno y el helio constituyen, aproximadamente, el 74 % y el 24 %de la materia conocida del universo). Aquel proceso de nucleosíntesis primordial terminó 20 minutos después del gran estallido, antes de que se produjese una cantidad significativa de carbono, el sexto elemento químico más ligero. En cuanto a los restantes elementos que existen en el universo, se formaron en «cocinas» estelares, en el interior de estrellas, en las que las presiones eran tan elevadas como para que átomos de hidrógeno y helio se fundieran entre sí dando origen a otros elementos más pesados, y así sucesivamente hasta el hierro. La dinámica de esta nueva nucleosíntesis —ahora estelar— tardó en ser comprendida, destacando a este respecto los artículos que firmaron en 1948 George Gamow, Ralph Alpher y Robert Herman, y en 1957 Margaret y Geoffrey Burbidge, William Fowler, Fred Hoyle y Robert Wagoner, quienes provistos de un nutrido conjunto de datos de reacciones nucleares explicaron cómo se sintetizaron tales elementos en las estrellas, a la vez que resolvieron problemas no triviales del tipo de por qué en el universo el litio constituye una pequeña fracción (10-8) de la masa correspondiente al hidrógeno y al helio, mientras que el total de los restantes elementos representa un mero 10-11. Semejante logro, en el que, como siempre ocurre en ciencia, aún quedan lagunas por rellenar, ha sido uno de los grandes éxitos de la física nuclear. No es extraño, por consiguiente, que el Premio Nobel de Física de 1983 lo recibiese William Fowler, «por sus estudios teóricos y experimentales sobre las reacciones nucleares de importancia en la formación de los elementos químicos del universo», compartido con Subrahmanyan Chandrasekhar, «por sus estudios teóricos sobre los procesos físicos de importancia en la estructura y evolución de las estrellas». Lo que sí sorprende es que se dejase de lado a Fred Hoyle, quien lideró junto a Fowler los trabajos sobre nucleosíntesis estelar. Tal vez era considerado demasiado iconoclasta, tanto que hasta negó la existencia de un Big Bang, nombre que él mismo acuñó creyendo que así ridiculizaría la teoría, ya que prefería un universo que siempre hubiera existido.
Nada en el cosmos es inmutable y eterno y, al igual que sucede con nosotros, contingentes organismos biológicos, las estrellas también cambian: nacen, se desarrollan y mueren. Así sucede con las denominadas «supernovas», estrellas tan masivas que no es posible que se detenga el proceso de contracción gravitacional que tiene lugar en su interior, produciéndose así una violenta explosión, en la que se difunden por el espacio los elementos pesados fabricados su interior mediante nucleosíntesis estelar. Además de expulsar los elementos que la estrella albergaba (salvo una parte que retiene convertidos en objetos muy peculiares, como estrellas de neutrones), en esos estallidos se sintetizan elementos más pesados que el hierro, como el cobre, cinc, rubidio, plata, osmio, uranio, y así hasta una parte importante de los elementos químicos que existen.
imagenEsos escombros cósmicos son los que han dado origen, mediante procesos de agregación gravitacional, a otros cuerpos celestes, entre ellos a planetas como la Tierra. Y, obviamente, a todo lo que estos contienen, incluyendo la vida que puedan albergar. Y por eso decimos que somos polvo de estrellas. En un sentido nada metafórico, todos hemos estado en el interior de una estrella y hemos realizado un largo —en el espacio y en el tiempo— viaje por el cosmos. Es algo que impresiona.
Nuestros cuerpos están formados por unos sesenta elementos químicos diferentes, pero son cuatro, hidrógeno, oxígeno, carbono y nitrógeno, los que aparecen en mayor proporción (constituyen en torno al 96 % de nuestros organismos; les siguen en abundancia —menos del 0,5 %— calcio, fosforo, azufre, potasio y cloro). La combinación de hidrógeno y oxígeno, en la forma de dos átomos de hidrógeno por uno de oxígeno, esto es, agua, es la que predomina en nuestro organismo: si nos «exprimieran», como si fuésemos una naranja, entre el 75 % y el 60 % de lo que se obtendría sería agua. En esto no nos diferenciamos mucho de la superficie de la Tierra, cubierta como está en sus tres cuartas partes por agua (por el contrario, en la corteza terrestre los elementos que más abundan son oxígeno, silicio, aluminio y hierro). Y no olvidemos que fue en los océanos primitivos donde surgió la vida. Durante los aproximadamente 4.000 millones de años de su historia (se estima que la Tierra tiene 4.500 años de antigüedad), todos los seres vivos se encontraban en los océanos. Solamente hace entre 500 y 440 millones de años comenzaron algunos organismos a colonizar la tierra, primero plantas sencillas, luego más complejas, y más tarde anfibios y reptiles.
Y si hablamos de vida, ¿cómo se puede caracterizar? Una definición que me gusta es: «Actividad de organismos que contienen información hereditaria reproducible y que son capaces de metabolizar sustancias (alimentarse)». Esa «información hereditaria» es la de una macromolécula, el ácido desoxirribonucleico (ADN), constituido por agrupaciones específicas de cinco elementos químicos: hidrógeno, oxígeno, carbono, nitrógeno y fósforo. ¿Existirán en otros planetas, en otros exoplanetas, otras combinaciones químicas que den lugar a formas diferentes de vida, en la que los elementos no sean estos? ¿Por qué no? Tal vez alguna vez se puedan descubrir y reproducir en un