Mitología Egipcia: Vida después de la muerte
Por Javier Tapia
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Mitología Egipcia - Javier Tapia
© Plutón Ediciones X, s. l., 2022
Diseño de cubierta y maquetación: Saul Rojas
Edita: Plutón Ediciones X, s. l.,
E-mail: contacto@plutonediciones.com
http://www.plutonediciones.com
Impreso en España / Printed in Spain
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I.S.B.N: 978-84-19087-54-6
Para mi madre,
María Antonieta,
una Cleopatra moderna
con piel de pergamino
Prólogo:
¿La madre de todas las mitologías?
Aunque hay pensamientos mágicos religiosos más antiguos en el mundo, la mitología egipcia bien podría ser la madre de todas las mitologías, porque es probablemente la primera que nace como una religión completamente reglada que aparta a los creyentes de los sacerdotes, dejando a los primeros en las sombras de la fe y la ignorancia y a los segundos como poseedores de los secretos y de la verdad. Esto les otorgaba un poder si no infinito, sí lo suficientemente extenso para dominar a unas masas, los pueblos egipcios, que acababan de salir del animismo y creían en las supersticiones más disparatadas y absurdas, natural fruto de la ignorancia, y se entregaban ahora a una superstición superior: la existencia real de los dioses, o del que al principio fuera un único dios, Ra, el Sol, creador del Universo —un universo que en aquel entonces era un palmo de terreno del planeta Tierra— y padre de la Humanidad; a la cual, más que crearla del lodo o del limo del Nilo, la lloró, y de esas lágrimas divinas nacieron los pequeños y débiles seres humanos.
La mitología sumeria es algo anterior a la mitología egipcia —no demasiado—, pero carecía de la idea de religión impuesta incuestionable, así como de la influencia en la cuenca mediterránea que sí tuvo la mitología egipcia tanto por su poder militar como por su poder mágico y religioso, por las peculiaridades de su civilización y por la grandeza de sus monumentos.
En la mitología egipcia hay una relación directa entre humanos y dioses, y la promesa de un más allá halagüeño tras de la muerte; en un principio regido por Anubis, que pesaba las almas o corazones de los difuntos para saber si eran más ligeros que una pluma, con lo cual pasaban a los Campos Elíseos a disfrutar de la eternidad; o, si pesaban más que esta, eran destruidos para siempre, pero no eran castigados con un terrible infierno.
Con el tiempo, las cosas cambiaron, y la mitología egipcia se fue transformando. Osiris, el primer gran faraón, pasó a ser el señor de los muertos, y la suerte de estos ya no fue la misma; pues con la llegada de Osiris los difuntos debían haber ahorrado lo suficiente en vida para pagar por el pesado de su alma o de su corazón tras haber pasado un verdadero infierno para poder llegar a las puertas de los Campos Elíseos, y con la obligación de, además de haberse portado bien, haber tenido una muerte digna, algo normalmente reservado a las personas de más alto rango o riqueza en la vida terrestre, como los faraones y sus séquitos, y casi siempre prohibido o imposible para las clases inferiores, aunque no vetado del todo.
El politeísmo no era raro en el Antiguo Egipto y, como muchos otros pueblos de la región, los creyentes buscaban al dios más poderoso para rendirle culto. Durante milenios ese dios fue Ra, pero Ra envejeció y dejó el poder —engañado por Isis—; y aunque siguió luchando contra Apofis, la serpiente del mal y de la noche, dejó de ser la divinidad que controlaba el destino de los hombres.
La todopoderosa Isis
El trono de Ra fue heredado en primer lugar por Osiris, quien le da paz, riqueza, poder, esplendor e incluso civilización al pueblo egipcio, una verdadera edad de oro en todos los sentidos. Pero este es traicionado por Seth, que se queda con el trono y con el poder sumiendo a Egipto en una época oscura y de violencia, hasta que Horus, el Profetizado, lo vence y recupera parte del esplendor pasado. Aunque nunca será tan dorado como lo fue en tiempos de Osiris, quien contaba con la inapreciable ayuda, fidelidad y lealtad de Isis, la todopoderosa diosa madre y patrona de todo Egipto, que lo sigue hasta las profundidades del mundo interior cuando Osiris se convierte en el señor de los muertos.
La historia de Horus, el mesías egipcio, merece una consideración aparte, ya que a pesar de ser un joven dios que destrona Seth y lo manda a servir en la barca de Ra para que contenga los ataques de Apofis, cuenta con ciertas leyendas que lo sitúan más allá de Egipto en el tiempo y en el espacio; en el vergel que había sido el desierto del Sahara, por ejemplo, unos nueve mil años antes de la construcción de las grandes pirámides. Por lo tanto, hay un Horus anterior a la mitología egipcia faraónica y un Horus posterior, insertado en las leyendas más conocidas que se fueron cultivando y transformando en la religión egipcia —porque, como ya se había señalado antes, la mitología egipcia nace con el rango de religión oficial y reglada, y no como un simple grupo de mitos y leyendas como casi todas las mitologías de la zona.
La mitología egipcia tiene una gran influencia sobre otras mitologías, creencias y religiones del norte de África, Arabia y Medio Oriente. Y, por supuesto, recoge algunas de las leyendas que nutren las creencias de la cuenca mediterránea, como la del Diluvio Universal —original del sumerio Poema de Gilgamesh— y los rudimentos del monoteísmo de Mazda y de Jehová cuando Akenatón se convierte en faraón.
Durante milenios, la mitología egipcia se mantuvo viva y evolucionando, y en cierta manera lo sigue haciendo. Si bien es cierto que hace mucho que Egipto perdió su aura dorada de esplendor y todo quedó reducido a la arqueología, sus grandes obras y su pensamiento mágico y religioso sigue presente en la Tierra.
Cada año que pasa hay un nuevo descubrimiento de su gran civilización, nuevas momias y renovadas leyendas, e incluso nuevas perspectivas de lo que fue su tecnología y su conocimiento del espacio exterior y de las estrellas.
Sus jeroglíficos, apenas desvelados en el siglo XIX por Champollion y la piedra de Rosetta, son una escritura ideográfica, pero también gramática —en el demótico—, e incluso literaria más allá de El libro de los muertos, por lo que bien puede competir con la escritura cuneiforme de los sumerios en cuanto a antigüedad y a calidad artística. Dejaron esta escritura plasmada no solo en tablillas y en papiros, sino en prácticamente todos sus monumentos.
Dicen que los escribanos y los dibujantes de los jeroglíficos, como cualquier autor, incluso los que trabajan para los poderosos, pueden mentir, inferir, interpretar y sumar su imaginación, sus quejas y hasta sus intereses en lo que plasman, exagerando ciertos rasgos y callando ciertos datos. Aun así, no dejan de ser elocuentes testimonios de la historia y de la mitología egipcia que incluso se pueden contrastar con otros textos demóticos y jeroglíficos de la época.
La mitología egipcia cambia, se transforma y evoluciona no solo según la época netamente egipcia, helénica o romana, o por los dictados de tal o cual faraón, sino también según la región —Alto o Bajo Egipto— o la ciudad —Tebas o Menfis—. Por ejemplo, aunque la triada Osiris, Isis y Horus era la más popular, Apis era adorado en Menfis y despreciado en lo que hoy es El Cairo, para después aparecer sincretizado y hasta fundido con Ra con los ptolomeos; como también le pasa a Hathor, la esposa de Ra, asimilada con Isis, a pesar de que en un principio eran del todo diferentes, e incluso con la Virgen María en los primeros tiempos del evangelismo católico. Todo ello sin dejar de ser la religión oficial de Egipto y de mantener un cuerpo sacerdotal poderoso e influyente, que sabía perfectamente calcular los eclipses solares y conocía el movimiento de las estrellas y los planetas, y que sin embargo vendía estos fenómenos al pueblo egipcio como si fueran cosa divina.
En la mitología egipcia hay ciencia, astronomía, tecnología avanzada, esoterismo, mística, mítica, astrología, magia, brujería, religión e historia hablada y escrita.
Religión, historia y mitología egipcias reunidas en un todo lleno de fascinación y misterio que ha cautivado a la humanidad durante los últimos dos mil años tras la muerte de Cleopatra Ptolomeo, la última faraona.
I:
La lucha sempiterna de Ra
El Bien y el Mal dormían juntos,
hasta que un día despertaron
y se vieron distintos,
el Bien aspiraba al Cielo
y el Mal a los instintos.
J.T.R.
La mitología egipcia es anterior a los faraones, es decir, a la forma de gobierno dinástico que la convirtió en religión oficial de Egipto, por lo que muchos autores la llaman predinástica para diferenciarla de la mitología egipcia que evolucionó durante más de tres mil años a los márgenes del río Nilo junto al poder y a la caída de los faraones, cuando en el siglo V de nuestra era sus creencias fueron prohibidas por Roma, que desde ese siglo imponía la religión católica a todo el mundo conocido y prohibía el resto de cultos.
La mitología egipcia como religión jamás prohibió otros cultos ni obligó a que sus creencias fueran las únicas permitidas, no mató a nadie por hereje ni lo deportó por apóstata, ni lo persiguió por mago o por bruja, sino que dejaban que cada quien creyera y rindiera culto a lo que fuera; pero siempre teniendo en cuenta que había un dios más poderoso y elevado que el resto. Esto, que los estudiosos llaman henoteísmo
, significa que se permiten muchos dioses, pero solo uno es el que realmente manda y domina el destino del universo y de los hombres. Ese dios en un principio fue Ra, amantísimo padre de sus hijos y de la humanidad, aunque le costó que lo reconocieran como tal hasta la quinta dinastía, y que lo aceptaran en Tebas prácticamente como dios único, aunque fundido con Amón, para ser el grandioso Amón-Ra.
De hecho, Ra es predinástico tanto de forma histórica como de forma mitológica, pues la adoración al sol entre los pueblos del norte de África es milenaria y en la mitología egipcia primaria se habla de que Ra, viejo y cansado, abandona el trono de los dioses antes de que Osiris tomara el mando y diera civilización a los hombres.
Antes de eso, Ra establece el principio dicotómico del Bien contra el Mal, la Luz contra las Tinieblas, el Ser Divino contra el Monstruo Infernal, el Orden y la Armonía del Cosmos contra el Amenazante Caos. Esto será la base no solo de los pueblos del norte de África, sino que impregnará al mundo entero en proceso de civilización más como una forma de orden social y hasta legal que como una forma esotérica o religiosa.
Primero fueron las jurisprudencias; después de ellas llegaron los dioses jerárquicos capaces de conformar una religión.
El animismo anterior y las supersticiones no eran religiones ni mitologías propiamente dichas, sino creencias varias y diversas, algunas de ellas rituales, pero sin peso específico en poblaciones amplias. Eran más bien lares o seres mágicos que a menudo se creaban individualmente o en una sola familia, y no tenían más poder que el de cumplir, o no, con lo que la persona o la familia le encomendaba.
Ra, el Dios Sol
Si un lar o ser mágico no funcionaba, simplemente se le destruía y se creaba otro.
Los lacandones mexicanos siguen practicando este tipo de idolatría: al ídolo que funciona se le conserva y al ídolo que no funciona se le destruye.
La adoración a las luminarias, el Sol y la Luna, son tardías en el sistema de creencias idólatras; el Sol para muchas culturas no fue un dios importante, y mucho menos el más importante como señalan algunos autores. En Egipto el Sol sí fue el dios principal, Ra, y detrás de él se fundó la saga del resto de los dioses, quedando dentro de sus propiedades la lucha eterna contra el mal, el caótico Apofis.
Cosmogonía egipcia
En un principio no había nada, solo tinieblas de una densa oscuridad.
Solo había oscuridad, y un enorme mar oscuro y proceloso que lo sustentaba y contenía todo: Nun.
Nun, el agua eterna e infinita, tenía tal poder que hizo brotar de sí un enorme huevo brillante y dorado.
Del huevo nació el esplendoroso Ra.
Ra era todo y era nada, podía tomar cualquier forma y desvanecerse después.
No había otra cosa que Ra y la nada, hasta que Ra habló, uso el verbo y se dio cuenta de que lo que hablaba se convertía en realidad, en cosa, en forma, en ser.
Y Ra dijo: Al amanecer me llamo Khepri, al mediodía Ra y al atardecer Atum
; y