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El resplandor
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El resplandor
Libro electrónico422 páginas6 horas

El resplandor

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Esta novela tiene como fondo un paisaje desierto, las milpas malogradas, los niños sucios, las mujeres tristes y los hombres desalentados: es la cal que todo lo devora, es San Andrés de la Cal. El Resplandor es una obra de imágenes incrustadas en la tierra encalada, con esa blancura que cubre la esperanza y los rostros fatigados. Blancura que exprime la tierra hasta convertirla en terrones perdidos en lo profundo de las almas abandonadas y míseras. Los personajes, entrañables y apocalípticos, se pierden en la rueda de la vida que los vuelve una vez y otra y por siempre al mismo lugar: destino ineludible, cruel, áspero como las manos desesperadas que en vano intentan resucitar una tierra que yace humedecida apenas con la sangre y el delirio de los indígenas, con la crueldad de los poderosos y con la sombra de la muerte. El Resplandor conmueve. Mauricio Magdaleno nos lleva por los rincones más angustiantes del paisaje humano y nos arroja en el extremo del tiempo, en el filo de la cordura, ahí donde la vida se termina y comienza a resplandecer la cal.
IdiomaEspañol
EditorialEditorial Cõ
Fecha de lanzamiento15 jun 2022
ISBN9786074577228
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    El resplandor - Mauricio Magdaleno

    Portada

    El resplandor

    Editorial

    El resplandor (1969)

    Mauricio Magdaleno

    D. R. © Editorial Lectorum S.A. de C.V. 

    D. R. © Editorial Cõ

    Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

    edicion@editorialco.com

    Cõeditor digital

    Edición: Junio 2022

    Imagen de portada: Rawpixel 

    Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

    El resplandor

    San Andrés de la Cal

    Saturno Herrera

    Los condenados

    San Andrés de la Cal

    1

    A las diez de la mañana el páramo se ha calcinado como un tronco reseco y arde la tierra en una erosión de pedernales, salitre y cal.

    ¡La tierra estéril, tirón de cielos sin una mancha, confines sin calina, ámbito en que la luz se quiebra y finge fogatas en la linde enjuta de la distancia! Los hombres, resecos, color de tierra árida, se apelotonan en la esquina de El Paso de Venus por el Disco del Sol, donde el señor cura espera que Apolonio Juárez, el Buchón, acabe de remachar el eje roto del guayín que habrá de llevarlo a Pachuca.

    Don Melquiades Esparza, adiposo y amarillo como un muñeco de alfarería, ahuyenta con el cotense las nubes de moscas que pululan en un zumbido como de combustión de leña verde. Por un momento sólo se oye el golpetear del martillo de Apolonio Juárez, que no ha conseguido meter el eje del guayín en las ruedas. En el caserío las indias viejas asoman de las covachas y un niño ictérico y chamizo se revuelca en la tierra, como un lechón, tragando a puños el polvo perforado por un sinfín de huellas de guaraches y pies descalzos, de prominente dedo gordo y palma escuálida, invisible casi hasta entroncar con el nudoso talón. ¡Tierra marcada de huellas que no borra el viento, ceniza que arde y no quema los pies de otomí, pies y cascos que se hunden en el horizonte de la sabana entre bodoques de boñiga, y el horizonte ígneo como un resplandor, calvo y güero de sol, tierra tétrica, tierra de ceniza y cal, tierra de eras despintadas que vomitan el salitre, tierra blanca, fina, enjayada de pedernal y comida de erosión. tierra y magueyal cetrino, tierra y cuevas de adobe, tierra y delirio!

    El cura de San Andrés de la Cal es un hombre que cumple ventajosamente la cincuentena, anguloso de hombros y parco de carnes.

    La cara, cosida a arrugas, es adusta y rígida, y los ojos brillan intensamente a mitad de sendas cuencas lívidas. Máculas cafés requintan pantalón y chaqueta, en otro tiempo negros y ahora grises, luidos y relumbrosos. Don Melquiades parece verdaderamente conmovido.

    Dice:

    —Su presencia era lo único que impedía que este rancho fuera el infierno. Ya sin usted yo no sé qué va a pasar. —Dio un gran golpe en el mostrador, y llamó con voz tonante—: ¡Hesiquio! —Este Hesiquio era el sobrino, un chamaco pelado a rape y travieso como un diablo. Salió renqueando, le señaló a dos parroquianos, que esperaban en un ángulo de la tienda—. ¿Dónde andabas? ¿No te he dicho que atiendas a los marchantes cuando yo esté ocupado? Y al tonsurado, en una rápida transición de tono y calor—:¡Conformarse, señor cura; qué va a hacer uno!

    —Eso es lo que yo digo —repuso Febronio Ramírez, algo inquieto ya por la tardanza del guayín. ¿Usted cree que me voy nada más porque sí? Le advierto que la mitra ni siquiera me ha contestado. ¡Claro! ¡A ellos qué! Jesucristo te mandó a penar a San Andrés de la Cal, ¿no? ¡Pues sal de allí como tu Santísimo Padre te dé a entender! Al cabo ellos están bien comidos y bien vestidos. La diócesis da para eso y para más ¡Le digo a usted que si no fuera porque está Dios de por medio, y yo obligado con Su divino ministerio, ya hace tiempo que habría largado el arpa!

    Don Melquiades le mira con una sorpresa no exenta de disgusto.

    No es que le caigan de nuevo las palabras del cura, que éste no ha regateado, por cierto, en siete años de estancia en San Andrés, no; pero, siempre que le oye maldecir y condenar a la mitra y a las autoridades eclesiásticas, sufre su dignidad de católico apostólico y romano, por cuanto se considera a sí propio vinculado al orden y a la religión que representan los señores arzobispos, obispos, canónigos y demás funcionarios de la iglesia local. Los dos marchantes, vecinos de San Juan Nepomuceno, beben silenciosamente sus mezcales, con las caras bien sombreadas por el ala del sombrero. Cobró, pasó el cotense por el mostrador —en el que lucían, en pública exhibición vindicatoria, tres tostones y cinco pesos falsificados, clavados por la mitad como sabandijas— y murmuró:

    —El señor cura nunca estuvo a gusto en San Andrés.

    Carraspeó Febronio Ramírez y le lanzó una miradita significativa que a las claras quería decir: ;O no me he explicado o tiene usted cabeza de piedra?

    —Amigo Esparza: yo estoy à gusto donde el Señor me pone.

    Pero cuando sobra el cura; cuando no hay ni para que mal coman los indios; cuando la parroquia se está cayendo y no se consigue un centavo para repararla; cuando en el curato —para hablar en plata— faltan hasta los frijoles, entonces, amigo, la cosa es dura.

    Póngase en mi lugar. ¡Lo que no deja, dejarlo! Lo que pasa en estas tierras es atroz.

    —¿Cree usted?

    —¡Atroz! Todo tiene un límite y estas gentes ya lo rebasaron. Yo no puedo hacer nada; por eso me largo.

    —Sin embargo, se le ha querido a usted, señor cura.

    —¡Hombre, lo extraño hubiera sido lo contrario! —Y añadió, en un gesto de cansancio: Si me quedo aquí, acabo como ellos. ¡Ya hasta hablar se me está olvidando! Quien vive en estas tierras siete años, amigo Esparza, acaba convertido en bestia. Con usted es diferente. Usted va a Pachuca con frecuencia, habla con personas de razón de Actopan, se entiende con las autoridades y las familias decentes de Ixmiquilpan.

    —¿Y si el señor obispo no autoriza su viaje?

    Febronio Ramírez se agitó, en un estremecimiento de terror. Luego sonrió, recuperando su aplomo.

    —Tendrá que autorizarlo. Nada hay que hacer aquí. ¡Siete años llevo batallando..., bautizando, confirmando, casando, confesando, ayudando a bien morir, y no he conseguido unos centavos para ponerle vigas a la parroquia! Y ni modo de exigirlo; si usted está viendo que los infelices revientan de hambre. ¿Cuándo he eludido mis deberes, quiero que me diga? ¿Cuándo? Que a medianoche se está muriendo uno de San Felipe: pues allá va el cura, rezongón y diligente.

    Que el catecismo, todos los sábados, de tres a cinco..., que las cuatro misas cada domingo y a veces no cuatro, sino cinco o seis, a dos o tres leguas una de otra... Regresar a las cuatro de la tarde, rendido, y encontrarme con que no hay qué comer... ¡No, amigo! Y no es todo.

    Échele encima los pleitos en que me he metido a lo macho, sin conseguir nada, por supuesto.... ¡Lo de ayer fue espantoso!

    Se limpió el sudor, calado de emoción, y estalló en un violento ataque contra la superioridad:

    —¡Acuérdese de lo que le digo! Si la mitra no entiende sus deberes, nuestra santa religión está próxima a acabar en México.

    —Usted sabe lo que hace, padre. —Coligió un resquicio de esperanza y propuso—: Si se conformara con lo que tiene un pobre, le ofrecería mi casa con tal de que no nos deje.

    El cura Ramírez se agitó, visiblemente molesto por el giro de la charla. Se asomó a la puerta y preguntó a alguien:

    —¿Qué pasa con el guayín?

    —Ya merito, señor cura —respondió un indio viejo, de barba rala y ceniza.

    Se volvió al de El Paso de Venus por el Disco del Sol, asegurando:

    —Eso sería lo de menos, amigo Esparza, viéndolo bien. De todos modos, se le agradece. No. Esto no tiene remedio. Los indios se van a acabar unos a otros. ¡Parece que se eliminan matándose para dejar el campo a los menos que sea posible!

    —Mientras menos burros, más olotes. ¿ Verdad?

    La indiada se hendió al paso de Apolonio Juárez, que al fin se había salido con la suya. Se alzó un murmullo confuso, como el de una manga de aves que se cierne sobre la milpa, y a la manera de una piedra que rompe las aguas al caer, en un estrépito que conmueve los contornos, una voz de mujer chilló:

    —¡No nos abandone, padrecito!

    Estaban hacinados en manada, hacia las dos caras de la tienda, con los sombreros de petate en las manos los hombres, y las mujeres, mordidas por un gesto de terror. Los calzones y las camisas de manta trigueña pardeaban en la indefinible coloración de la tierra.

    Los rebozos y los machincuetes detonaban, sombríos, como manchas de pasto quemado cuando se calientan las eras. El párroco explicó, sin dirigirse a nadie precisamente:

    —Ya les dije que vuelvo para Todos Santos, si sé que se han portado bien.

    Rezongó, a su espalda, la voz de Melquiades Esparza:

    —¡Se cree que entienden así estas bestias!—Se acomodó junto a la puerta y recriminó al vecindario—: El señor cura se va porque no puede más con tantas atrocidades. Si no fueran ustedes la manada de bárbaros que son, no estaríamos llorando ahora su partida.

    Febronio Ramírez miró con tristeza al rebaño. Apolonio Juárez apareció, cabestreando al macho del guayín. Uno por uno le fueron besando la mano, desde Melquiades Esparza y su mujer y su sobrino, hasta la última de las indias. Trepó de un salto al carricoche, en el que ya se amontonaban dos maletas, y gritó:

    —¡Que Dios los bendiga! —Y al del pescante: Pasa por San Felipe, hijo. Tengo que despedirme, también, de ellos.

    Cruzaron el camino real, bajo los mezquites de la plaza, que azotaron la capota, y el guayín ganó el polvoroso sendero de San Felipe Tepetate, hacia el lado de La Brisa. El comerciante refunfuñó dirigiéndose a los indios:

    —¡Hasta Dios nos abandona! —Y antes de volver espaldas para zambullirse detrás del mostrador: ¡Ustedes lo han echado con sus crímenes.... hatajo de indios degenerados!

    Una mujer de cara arrugada y trenzas negrísimas, resumió la tristeza de sus gentes en una explosión que apenas fue perceptible para los que estaban a su lado:

    —¡Qué más podemos perder ya!

    —¡Que venga lo que Dios disponga! —contestó el viejo de la barba rala y ceniza.

    Todos se persignaron, sin calcar las caras un asomo del punzante dolor que se abatía sobre los hijos de San Andrés de la Cal. Caras cobrizas, color de rastrojo seco, en las que el dolor no llega nunca a estallar en gesto, ni siquiera en rictus. Oscuros ojos refulgentes de las mujeres, que sufren y no reclaman nada, a veces inocentes como los de las bestias y otras emboscados y recelosos. Bocas de gruesos labios estriados por los vientos áridos y punzadores como la gleba de las eras sacudidas por la tolvanera; raídos bigotes de guías hirsutas, pelambres lustrosos e indóciles como la flora del cactáceo que adorna con adorno angustioso el páramo; voces suaves en que se dice el amor, la querella pasional, el odio y la charla trivial de las noches de los agostaderos. La servidumbre secular ajoba de misterio las palabras y la voz se torna susurro y sumisión al destino inexorable. En el remoto ayer las hordas sintieron el peso aplastante de la cruel explotación del blanco, y desde entonces, a través de tantos años como los luceros de las noches de San Andrés, no ignoran que es inútil rebelarse. Ojos que han agotado el llanto, voces confidenciales y mustias, indiferencia que es como la ceniza que cubre un leño hecho ascuas. La vida se anuncia en el vientre de las mujeres sin un espasmo de tortura y la muerte es un incidente que sorprende a los jóvenes y a los viejos sin malograr una faena o interrumpir un caudaloso acceso de energía. La energía, en la tierra del otomí, se reconcentra en longevidad y en monstruoso mimetismo con el mineral y el cacto. Cincuenta, cien años, son nada, un minuto en la existencia del páramo. Donde nunca floreció la esperanza de algo tampoco tiene razón de ser la medida de nada. Allá, tras lomita, dice el indio, y quien inquiere corre días y días y no alcanza el sitio buscado. Tras lomita, dentro de veinte años, y la voz repite la monótona naturalidad de un paisaje sin fronteras y que por lo mismo es ajeno a la noción del tiempo y el espacio. Veinte años... Toda una vida, que a fin de cuentas no suma sino ochenta, noventa o cien, cuando bien va... ¡Qué más da para quienes no pueden conjugar los nerviosos resortes de la conciencia., para quienes el nacer y el morir no son más que los cabos de una suerte tremenda! Ni la piedra, ni el nudoso órgano, ni el mezquite se quejan. ¿Por qué habían de quejarse?

    El otomí sólo sabe que su muerte será menos sentida que la de la mula o el buey que dan el sustento a la familia. Los ojos columbran las distancias y las bocas callan. El cura los abandonaba, Dios los abandonaba, como decía don Melquiades... ¡Ya se acostumbrarían, también, a pasársela sin ellos!

    Una voz vació como un lamparón de aceite, su zozobra, lloriqueando:

    —¡Diosito no nos quiere!

    —El pobrecito señor cura ya no aguantó más —dijo Bonifacio, el de la barba rala y ceniza, el único que en San Andrés acaba de cumplir noventa y dos años—. Este es un lugar de condenados.

    Corearon, sórdidamente, muchos rezongos:

    —Condenados..., solos..., hambre..., muerte..., solos..., hambre..., muerte..., solos..., condenados.

    Una mujer gimió, señalando El Paso de Venus por el Disco del Sol

    —El patrón dice que nosotros echamos al padrecito.

    Que porque nuestros hombres se matan con los de San Felipe... —concluyó otra, cacariza y débil.

    La vieja de las trenzas negrísimas las interrumpió:

    —Vayan a darle una vueltecita a los muertos. Esos sí están muy solos!

    Se volvieron rumbo a los jacales las dos mujeres, atravesando el camino real en un trote menudo y rápido a la vez. Bonifacio, con los ojos clavados en la lejanía donde desapareció, entre vaharadas de tierra, el guayín del cura, no chistó más. Solía quedarse así, con la mirada desprendida, hasta por una o dos horas. Ni pensaba, ni agitaba en el corazón impulsos o inconformidades, ni recordaba, ni añoraba. Simplemente, era una erosión más de la tierra calcárea, en el violento incendio de la solana. La cara curtida no filtraba un hilo de luz. Allá, muy hondo, en las turbias anfractuosidades del ser —en el punto en que se encuentran la inocente ignorancia de la bestia y la caliente ebullición de la conciencia— le pesaban como un agobio que se carga en la faena sus noventa y dos años acabados de cumplir. Al menos, eso decía don Melquiades, que sabía hacer sus cuentas y de repente estaba de buen humor. Tres días antes le ayudó a cambiar una puerta de la tienda, que ya se caía de puro vieja, y le hizo la pregunta de siempre: ¡Cuántos años tienes, Bonifacio? Pues quién sabe, patrón. El comerciante porfió esta vez y se intrincó en lo más tupido del pasado para aclararle la verdad. A ver. A ver. Dices que naciste el día de San Vicente, ¿no? Muy bien: el diecinueve de julio y el año en que murió don Alberto Fuentes.

    Eso sería allá cuando el cólera grande llegó a San Andrés. El año del cólera y la muerte de don Alberto, que en paz descanse. Hizo números, los borró, rehizo mentalmente sus cálculos, con el lápiz entre los dientes, y no se dio por vencido. ¡Me lleva el tren! Eres más viejo que los cuervos. Tienes noventa y dos años. Dijo noventa y dos, naturalmente, como pudo haber dicho ochenta, noventa, cien o ciento veinte. En realidad, no había sacado en claro nada. Lo del cólera grande no pasaba de ser mera presunción; la referencia bien pudo aludir a una escarlatina, una peste de tifo o cualquiera otra calamidad. Pero Bonifacio llegó muy orondo a contarle a Lugarda que tenía noventa y dos años y que el amo Melquiades le había sacado al fin su edad. Por cierto que Lugarda contestó con un asombrado ;cuántos! a la noticia sin darle mayor importancia que si hubiera quedado enterada de que las estrellas eran un millón y medio o las piedras del rancho sumaban cien mil. Allá, cuando era mozo, cargaba en vilo una carreta de bueyes, reteniéndola sobre la espalda. ¡Qué bofes! Todavía hacía dos años cargaba sin esfuerzo a dos muertos en los lomos y subía y bajaba cuestas, de San Juan Nepomuceno a San Andrés de la Cal, como si no llevase más que dos arrobas de leña. Pero todo se acaba, hasta las fuerzas del indio, y ahora se resentía de frecuentes dolores en los pulmones y de una constante fatiga. Eso ha de ser la muerte cuando llega para quien ha vivido demasiado: un poco de fatiga y un poco de descanso después.

    Y después.... pues después el cielo para los justos y las llamas del infierno para los pecadores. ¡Ahí estaba lo bueno, ahí estaba lo bueno! ¿Quién no es pecador? ¡Si todo terminara en el acabarse, en el descansar, en el dormir! Sería como echarse a andar leguas y más leguas —allá tras lomita queda el punto de destino— con las piernas rendidas, la respiración vencida y ahogada la resistencia, y caer por fin en los primeros jacales del rancho, o donde fuera, y dormir.

    Pero lo otro..., lo del cielo y el infierno de que hablaba el padre Ramírez... Sintió miedo, oteando con un poco de calosfrío el final. y sin moverse se adhirió fuertemente a la tierra de su rancho, la tierra árida y polvosa de San Andrés de la Cal. Alguna vez había dicho el propio cura Ramírez: Esto es un infierno. Y hacía unos momentos: Este es un lugar de condenados. Había que sufrir, había que soportar con resignación el destino. Nadie maldecía. Habían nacido en un rincón terrible y lo querían y morían si por casualidad llegaban a fugarse de su condena. ¡Más resignados no podían estar!

    Un trueno distante, que se deshizo en una larga vibración, le abrió las aletas de la nariz al olor del agua que se anunciaba en La Brisa

    Una sombra le dio de lleno y la voz de Apolonio Juárez exclamó:

    —¡Ya merito va a llover en La Brisa!

    Repitió, indefinible:

    —Ya merito.

    Y el Buchón se apoltronó a su lado, sosteniéndose sobre una piedra del tamaño de un casco de res, con las manos hilvanadas en las rodillas. El sol les quemaba el cogote y el mosquero zumbaba en una nube densa, pringando las camisas de manchitas negruzcas.

    Se levantaba en los horizontes un vapor fúlgido. Un pelotón de canes hambrientos disputábase una piltrafa, escandalizando en la puerta de los jacales donde se velaba a los difuntos. Domingo, y ni misa, ni ir a Actopan a divertirse en el paseo de la plaza de armas. Había que enterrar a los muertos, los que cayeron en la víspera disputando, como los perros de la trifulca, el agua y la tierra fértil a los de San Felipe Tepetate. Una caravana de viejas pasó por el camino real, rumbo a Actopan, cargadas de itacates repletos de cal. Era todo lo que daba la tierra: cal, cal y más cal. La vomitaban las eras, día a día, tragadas por su blanca y cegadora invasión, y hasta los cerros calvos se abrían en boquetes, exhibiendo la tristeza de las entrañas blancas, manaderos de cal. Que si el cristiano comiera cal —como decía, a veces, don Melquiades— ¡qué rico sería San Andrés! De repente se derrumbaba un crestón de una loma y subía al cielo una nube asfixiante de cal, y el ganado huía bramando, y dos o tres cabezas que no conseguían escapar eran rescatadas, después, con el cuero cayéndoseles a pedazos y la carne cocida. Antes de que las milpas, a fines de septiembre u octubre, rindiesen un poco de maíz, sólo había cal para cambiarla los domingos en Actopan por cereales.

    Ahora ya no valía casi nada. Aseguraban los comerciantes del pueblo que había más de la que necesitaba el consumo de la región y que San Andrés estaba arrollando los precios. Una buena temporada de no llevar cal y ésta volvería a cobrar su justo valor. Pero, como no era posible, los indios multiplicaban la extracción, y el mercado de Actopan se atestaba de quintales y más quintales de cal, y se malbarataba por lo que daban los comerciantes, gruñendo y jurando que era la última que adquirían. No había remedio: o la actual propietaria de La Brisa, la sobrina de don Gonzalo Fuentes, se decidía a trabajar la propiedad —y en ese caso se convertirían todos en sus peones con tal de asegurar un mísero jornal—, o seguirían peleándose con los de San Felipe, sabiendo por anticipado que ninguno de los dos pueblos sacaría mayor provecho de las matanzas, puesto que las autoridades de Actopan intervenían oportuna e invariablemente, para hacer respetar la abandonada finca e impedir que se beneficiasen sus tierras. En qué iba a parar tan atroz situación era punto que nadie se atrevía a dilucidar. ¡Ojalá pudieran decir los hijos del páramo lo que sentenció el cura Ramírez: lo que no deja, dejarlo! Pero los hombres que viven pegados a su gleba —así sea ésta, como en el caso de los de San Andrés, ingrata y dura— no la abandonan aun cuando se abatan las catástrofes y la existencia se vuelva imposible. Allí morirían, en todo caso, como murieron tantos antes de los que todavía se arrastraban difícilmente. Allí estaban sus muertos, y su historia aciaga, y allá habían nacido sus hijos. Se maldice al destino, mas no se abandona jamás a la tierra! Ya reventarían, minados por la necesidad, o cocidos por la erupción de cal, o a cuchilladas, batiéndose con los de San Felipe.

    Resumió el drama de la tierra hambrienta Apolonio, preguntando, con voz transida de duda:

    —¿Qué haremos cuando ya no nos paguen un centavo por una arroba de cal?

    Bonifacio, sin mirarle, repuso:

    —Quién sabe.

    Era todo lo que se sabía en San Andrés de la Cal, todo lo que los viejos podían contestar: ¡quién sabe! Se levantaron y echaron a andar, rumbo a los jacales. Ya era hora de preparar lo concerniente a los entierros. Tres gavilanes en el cielo sin mancha revoloteaban en giros despaciosos, festinando el botín de los muertos, la orgía de la carne podrida. Hacia el lado de Actopan —tres horas de camino— detonaban cohetes y se diluía un apagado repique de campanas. Al Sur, hacia El Mexe, el aire se cargaba de azul y de arrebatadora fiebre.

    Sólo al Norte —¡La Brisa, húmedas sementeras abandonadas!— se columpiaban en relejes vellosos unas nubecitas vaporosas y tronaba el temporal. Los hombres y las bestias aspiraban el viento cargado de la inminencia del agua. Pronto iba a llover; en la antigua propiedad de los Fuentes ya empezaba a deshilacharse la llovizna después de la siesta. ¡Fiebre y locura de los cielos aplastantes que no deparan una migaja de vida. yermo de cal y pedernal..., sed y muerte, hambre y muerte en la tierra de los tlacuaches, como decían los viejos de antes! Todos los jagüeyes estaban resecos y la yerba se quemaba. A ras de los copetes de los mezquites tres gavilanes rondaban la proximidad de los muertos.

    2

    En el suelo de tierra porosa, tres petates, en fila. Los tres muertos yacen boca arriba, con las manos en el pecho apretando sendas cruces de madera y el terroso bronceado del cutis más cenizo aún y las caras hinchadas, dando seña de la activa descomposición. Servando Gutiérrez había sudado toda la noche, provocando la consiguiente extrañeza de los del velorio, y el cura Ramírez no pudo explicar el fenómeno. Lugarda declaró que el finado sufría cruelmente y se le rezó hasta el amanecer. Gil Pedro y Pío Luna reposaban tendidos en impávido decúbito dorsal, sin señas de dolor ni de odio, albeantes de calzón y camisa limpios que recoge en las cinturas el ceñidor café. Cinco velones se consumen y a cada golpe de aire se retuercen las flamas de sus pabilos. Tres cajas, respaldadas a los lados de la puerta, desdibujan al sol el negro carbonizado de su pintura y el blanco de los adornos que fingen inexactas matas de albayalde. Un denso mosquero se cierne en el tugurio, abatiéndose en un zumbido contumaz sobre las caras de los muertos. Las viejas no se cansan de espantarlo y la invasión no cede y sólo se dispersa para caer en seguida sobre los despojos. Un montón de flores mustias se deshilacha en una olla barrigona y cunde el espeso olor de los muertos, que han empezado a pudrirse en el encierro del velorio, amazacotado con las respiraciones de hombres y bestias próximos a la mugre del arroyo que hacina desperdicios como un muladar. Una vieja sarmentosa de ojillos estrábicos, la madre del finado Servando Gutiérrez, no ha abandonado en una noche y una mañana enteras su, trágica actitud de estatua, acurrucada al lado de su hijo. La parentela de los otros dos, padres y hermanos, charla en voz tan baja que no se adivina el alcance de la confidencia. El pueblo en masa ha desfilado frente a los tres cadáveres, y los indios se constriñen a saludar con las puntas de los dedos a los que hacen guardia y a contemplar en silencio a los caídos. De cuando en cuando, como el tumbo que sacude a una mar en calma, estallan lamentos, amenazas y maldiciones airadas:

    —Malditos... Desgraciados... Ya verán.

    Las blasfemias más soeces resuenan en una impenetrable indiferencia que no hace volver las caras a los niños y a las muchachas. Se habla de los de San Felipe Tepetate con una rabia en la que a duras penas se advierte un poco de excitación. Ya verán...., desgraciados..., malditos... Y la interjección, procaz y cruel, que estalla sin conmover a nadie. En el caserío la vida vibra; vibra monótona, indiferente, igual a todos los días, igual a siempre. Tortear de las mujeres, chillidos de chicos y de marranos, el chirriar de un bimbalete de noria, el chiar de los tordos, el ulular de los canes, el rebuzno de los burros.

    Y, puerta afuera del antro funerario, el cielo azul y enorme, el cielo inclemente de San Andrés de la Cal. Otra vez la vocecilla insípida de una vieja gotea su dolor:

    —Diosito no quiere...

    —Que nosotros lo echamos —repite una mujer, meneando desoladamente la cabeza  —¡Nos quedamos hasta sin quien nos ayude a bien morir!

    Y otra vez el silencio, y entre el silencio y los difuntos, el susurro indefinible, confidencial, apagado de las charlas, que no es más que un mero matiz de aquél. Una mano alarga una botella de refino, y las bocas beben un trago con avidez, y circula en el rondín hasta que no queda una gota. Eructos de satisfacción saludan el regalo y los dorsos curtidos de las manos se limpian la jeta, restregando las cuatro cerdas del bigote. Lugarda se dedica a tusar los pabilos de los velones, embadurnándose de saliva el pulgar y el índice para no quemarse. La indiada sale en grupos ofreciendo volver después de comer y calándose los sombreros en cuanto han vadeado la puerta del jacal. Sólo quedan Bonifacio, Lugarda, la madre de Servando y la parentela de los otros dos finados. El bochorno del mediodía abruma y embrutece. Cuchilladas de sol forman ángulo entre la puerta y los adobes de un muro y el mosquerío se refocila en el hedor de la carne muerta.

    —Los pobrecitos siquiera ya no vieron lo que viene —comenta la vieja, espulgándose la pelambre.

    —Ya no —responde Bonifacio, sin mirarla, con los ojos perdidos en la lontananza del cielo ardoroso—. ¡Nos dejaron a nosotros todita la carga!

    La tremenda carga de vivir sin esperanza. Condenados. Condenados. Condenados. Don Melquiades aseguraba que al cura lo habían echado los crímenes de los dos pueblos, que se asesinaban bárbaramente, Puede que tuviera razón; pero ¡qué iban a hacer y qué culpa tenían ellos de lo que ocurría! Acaso, viéndolo bien, tampoco la tuviesen los de San Felipe. ¡Quién les mandaba habitar un pedazo de tierra tan terrible que no da ni para mal comer..., donde no llueve y que por fuerza debe de arrojar a sus hijos al único rincón en que la vida no es ingrata! Se mataban, sí, señor, y no por gusto.

    ¿Quién va a matarse nada más porque sí? Los de San Andrés y los de San Felipe están acostumbrados a morirse de hambre y no se quejan: ¡su suerte fue y Dios sabrá por qué se la dio! Si no hubiese en los contornos un rincón pródigo, santo y muy bueno, vivirían en paz los dos pueblos, con su hambre, su dolor y su angustia. Con La Brisa, tan cerca. no era posible. En La Brisa llovía desde hacía una semana. Allí bajaban las nubes, y la gleba encharcábase que era una alegría verla, y se hinchaba día a día el río Prieto, que cae a reunirse con el de San Andrés. Otro San Andrés del Sur, no la carroña de esta tierra que no da más que cal; un San Andrés que tiene su río propio y sus sementeras y su pueblo laborioso. Por las tardes, al pardear, los belfos de las bestias y las narices de los cristianos se dilatan de codicia: llega, en el viento excitante, la fragancia y la humedad del río Prieto. Hacía siglos que se asesinaban por sus aguas San Felipe Tepetate y San Andrés de la Cal. La actual propietaria de la hacienda, doña Matildita, sobrina de don Gonzalo Fuentes, vivía en Pachuca y tenía abandonada su propiedad. El viejo administrador no era capaz de evitar que los dos bandos de la comarca llegasen hasta el río y se acuchillasen. Quejas y advertencias iban a Pachuca en todos los correos y doña Matildita no se daba por enterada. Que los indios amagaban su propiedad y se la disputaban en monstruosas peleas; que se decidiera a venir a trabajar sus tierras, que no eran malas, a Dios gracias, o que al menos enviase quien las trabajara.

    Había veinte caballerías de

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