180 segundos
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perfecto. Pero no cuentan con los caprichos del corazón de los miembros del equipo, y mucho menos con una unidad especial de la policía al mando del capitán Alzamendi, un inescrupuloso y astuto perro de caza. Cuando el tiempo y el destino se juntan, todo puede ocurrir. «180 segundos» es la historia de seres humanos corrientes, que ríen, aman y, aunque temen a la muerte, están dispuestos a lo que sea para cumplir sus sueños y proteger a los suyos.
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180 segundos - Alexander Giraldo
PRÓLOGO
Muchos directores de cine y productores han lleva do a la pantalla obras literarias mediante adapta ciones frente a las cuales siempre escuchamos la frase de cajón: «no es lo mismo». Estas adaptaciones, algunas con más éxito que otras, mal podrían ser «lo mismo», pues implican una suma y un radical cambio de lenguaje. En otras palabras, son el resultado de un enorme esfuerzo de síntesis y traducción metonímica, y en últimas de re-creación de las obras literarias mediante un guion, género literario híbrido que incorpora referencias a lo que será la película, y a las imágenes o fotogramas y sonidos, que corresponden a percepciones y sentidos ajenos a la lectura.
Algunos lectores estarán familiarizados con la película 180 segundos (2012) del director Alexánder Giraldo, y tentados a pensar que surgió de esta novela homónima escrita por el mismo Giraldo. Leyéndola descubrirán –¿cómo no?– que aunque ambos géneros –el literario y el fílmico– narran «la misma» historia, estamos frente a dos productos muy diversos. Pero, además: la novela 180 segundos no fue la base de la película, sino es al contrario: el texto literario siguió en el tiempo a la película y ello implica por lo menos una rareza. Estamos ante un director-guionista-escritor. Para mí, Giraldo, con gran valor y persistencia (asumiendo el riesgo de la redundancia) descubre con esta novela que había mucho más que contar de esos personajes, de sus voces interiores, de su psicología y de la historia misma y sus múltiples conexiones con otras historias. Descubre, en fin, que una historia es un orden probable de una maraña de relatos.
En mis años de estudiante de cine, comparaba guiones originales de grandes películas, con el fin de descubrir lo que podríamos llamar la traducción intermedia entre una novela y un filme. También estudiaba las distancias entre el guion mismo y la película, tratando de identificar lo qué había modificado el director respecto del guion; esto con el fin de entender mejor los aportes del director, y hasta de los actores, en la creación del personaje. Este era un ejercicio de gimnasia imaginativa que me ayudaba, pienso yo, a comprender mejor el oficio del director y la naturaleza colectiva y compleja de la creación fílmica.
Para cinéfilos como yo, Giraldo ofrece un itinerario de adaptación y recreación diverso: del guion a la película (con todas las intervenciones y agencias que esta implica) y de la película a la novela (que adapta e indaga lo relatado en la película a profundidad). Me explico: el director, mediante el montaje y las escenas, controla el tiempo del relato: muy poco puede hacer el espectador frente al desarrollo y sucesión del tiempo que sobreviene en la sucesión misma de fotogramas: el tiempo y las acciones de la película sobrevienen. En una novela, el autor no es el «director» de su obra, sino el lector, quien controla el tiempo, y puede regresar, releer, buscar una referencia en su teléfono, meditar, hacer cortes… y, sobre todo, darle sentido a la historia. Un director que hace una novela de su película, renuncia a su poder sobre el tiempo y el sentido: es un pequeño dios que se exilia en favor del lector soberano. Giraldo le ofrece a este lector, no sólo otra versión de su narrativa fílmica dinámica, entretenida y moderna, sino también, un universo de referencias musicales y visuales que exceden la película.
Uno de los aspectos más sobresalientes a nivel literario de esta novela es su metanarratividad: personajes cinematográficos (ahora escritos) que sueñan con personajes de otras películas que, a su vez, son espejo en los que no logran verse con claridad, pero en los que el lector los reconoce. Angie y Zico, personajes de la novela, de manera más deliberada e insistente que los de la película, viven inmersos en una fantasía, donde las referencias a escenas de películas determinan el curso de su vida. Por ejemplo, Angie, en la oscuridad de una cinemateca, se imagina en la escena del baile de Bande à part (1964) de Jean-Luc Godard, departiendo y danzando con sus personajes. Ella quiere «unirse o, al menos, encontrar esos amigos a los que no les importe nada el futuro y bailar con ellos», sin sospechar que esto ya ha ocurrido. Ella ya es parte de una banda que ignora trágicamente el futuro. El lector, sin embargo, lo sabe y no puede susurrarle al oído, como quisiera, que el destino ya ha lanzado las cartas de lo que vendrá. En otro momento, Angie (y tengo que confesar mi propia predilección por este personaje) descubre en Zico, su hermano, el delirio emocional del personaje interpretado por Robert De Niro en Taxi Driver (1976).
Angie responde a una invitación a almorzar de Zico con una frase icónica de Travis Bickle en Taxi Driver: «any way, any time…». Zico se conmueve con esa referencia, de nuevo sin poderse reconocer del todo en el delirio de Bickle, en su ternura y su destino. Soy un lector cinéfilo que deviene espectador de este libro cinematográfico: sus pequeños capítulos ágiles, como la historia misma, son escenas de esa nueva película que se construye en mi mente y que tengo que dirigir.
Soy consciente de que siendo un admirador de la película, tengo ya en mi haber un repertorio visual y leo en los capítulos la prolepsis de lo que sé –por la película– que vino a suceder. En otras palabras, yo ya sé que ¡el asesino es el mayordomo! Incluso los personajes ya están asociados a grandes actores y escenas memorables. Zico, Angie, Rincón, el Guájaro y otros personajes, son para mí cercanísimos a actores como Manuel Sarmiento, Angélica Blandón, Alejandro Aguilar y Harold Devasten. Así soy, un lector prejuiciado por 180 segundos (la película). Pero incluso los lectores no familiarizados con esta, notarán una ekphrasis del artefacto cinematográfico. Esta es una novela en la que se hace evidente el lenguaje y la compleja intertextualidad del cine , aunque uno no haya visto la película. La novela invita a soñar de una manera diferente una gran historia de personajes, de suspenso, de acción y de hermandad.
180 segundos, es una novela inteligente, mordaz, entretenida, conmovedora y con un ritmo agitado, como sus personajes. Sus páginas ruedan a 18 cuadros por segundo, como en el capítulo 13: «El plan», frenético, intenso: una fuga sin tregua en la que el lector se encontrará a sí mismo sin aliento. En otras secuencias, como en el capítulo final, el tiempo se hace exasperadamente denso: a 180 cuadros por segundo, esta lentitud está contrapuesta paradójicamente con la aceleración del ritmo cardiaco. Al fin de cuentas, cómo descubre uno de los personajes, «180 segundos, parecen poco, pero debajo del agua, por ejemplo, seguro se parecen a la eternidad».
Estoy seguro de que los lectores crearán sus propios personajes y esta cautivante historia tendrá en cada lectura la oportunidad de la emoción primera, de la novedad y la sorpresa. Esta es una novela sobre una banda y un golpe, pero también, sobre una ciudad: Cali, una urbe en la que el cine es una pasión como nos recuerdan los dos más grandes influenciadores de la cultura cinematográfica caleña: Andrés Caicedo y Jesús Martín-Barbero.
Ir al cine es y será siempre una experiencia maravillosa; hacer cine, algo fascinante: un vértigo, casi una adicción, por lo que desde sus comienzos fue una alquimia, o alguna forma de magia. Pero crear personajes de tanta riqueza afectiva como los que encontramos en 180 segundos, es un regalo que se le hace al cine y la literatura. Giraldo, parafraseando a Tarkovski, va «esculpiendo en el tiempo» una gran historia. Acaso el regreso de Angie y Zico, y para ellos otra oportunidad en la tierra.
Andrés Biermann Ángel
Director - Productor de cine y TV
Esta novela no la habría escrito sin el apoyo incondicional de Ana Sofía Osorio. Sus lecturas iniciales, las charlas que tuvimos sobre lo que buscaba, completaron el rompecabezas.
Gracias:
Alvaro Vanegas y Calixta Editores por creer en mi apuesta.
Raúl Hernández por las ocurrencias del pasado que se vieron; algunas reflejadas en el guion de 180 Segundos y que regresan por más a esta novela. En particular en el capítulo 10 («2 y 10»), una versión de aquel guion de cortometraje que escribimos juntos cuando comenzamos a imaginar que el cine no estaba tan lejos como creíamos.
Juan José González por ser lector beta de algunos capítulos.
Andrés Biermann, no solo por escribir el prólogo, sino por haber creído en lo que 180 Segundos tenía por dentro desde la primera vez que la vio. Sus palabras sobre aquella película han sido combustible para continuar imaginando.
Un agradecimiento especial para Alejandro Aguilar, Manuel Sarmiento y Angélica Blandón, actores de 180 Segundos. Durante estos diez años seguimos fortaleciendo una amistad a la que rindo tributo con esta novela.
Dedicado a los actores que interpretaron los personajes en la película 180 Segundos. Su trabajo fue la inspiración para esta novela.
Vivir en el otro por unos momentos, es caminar sobre el fuego en busca de agua.
Inolvidables: Manuel Sarmiento, Angélica Blandón, Alejandro Aguilar, Luis Fernando Montoya, Manuel Viveros, Alejandro Buitrago, Jesús Valencia, Iván Jara, Ariel Martínez, Harold De Vasten, Jorge Zúñiga, y , en especial, el profe, Diego Ramírez Hoyos.
1 Como Billy The Kid
Su papá le puso Zico porque gambeteaba como ningún otro niño, aparte tenía cierto parecido con Arthur Antunes Coimbra, sobre todo por los rulos crecidos y la cara de triángulo. Zico era goleador y el balón era su mejor amigo. El viejo lo metió en Colombia 86, una escuela de fútbol que esperaba sacar una figura inolvidable y buscaba niñitos por toda la ciudad de Cali con el mismo sueño. Todo iba bien hasta el momento en que ocurrió aquel terrible accidente; su tío Alirio fue quien le dio la noticia: sus padres habían muerto. El futuro de Zico no sería el fútbol. Ya no. Sin los viejos que lo llevaban a los entrenamientos y partidos como si fuera un profesional –lo que creaba una atmósfera de triunfo en cada pelota ganada, en cada gol metido, en cada carrera detrás del balón–. Sin ellos, el fútbol ya no tenía sentido. Sin ellos y solo con su hermanita, la vida tendría que ser otra. Zico tenía 13 y su hermana, 9.
Además del fútbol, Zico heredó de su padre un gusto particular por el séptimo arte. Alirio, su viejo, lo llevaba de cine en cine en los teatros del centro de Cali, lo que para Zico era un paseo, para su padre era evadir, con elegancia, sus responsabilidades. Entrar en El Cid era de verdad emocionante para un niñito como él. A la sala se accedía subiendo un par de escalas y luego se descendía algunos metros en una plataforma plana, lo que hacía de la pantalla de El Cid un monstruo en el que las imágenes cinematográficas se quedaban grabadas para siempre en la memoria.
La primera película que vio en una sala de cine fue Aladdín, tenía nueve años. Los colores en la inmensa pantalla lo cautivaron, eso y que el personaje principal tenía la posibilidad de pedir tres deseos. Esa tarde, el cine fue todo para Zico.
La manera como su padre evadía el trabajo de cine en cine, le permitió a Zico ver otras películas que se le quedaron dando vueltas en la cabeza toda su vida: El fugitivo, Jurassic Park, El extraño mundo de Jack, La máscara, Street fighter: la última batalla con el enorme Jean-Claude Van Damme, Máxima velocidad, Toy Story, Apolo 13, Corazón valiente, Jumanji, Mortal Kombat, Día de la independencia, Misión imposible y La roca. Todas vistas con su papá antes de que ya no lo pudieran hacer.
Aún se pregunta si había algún tipo de mensaje del destino en que fuera El Profesor Chiflado la última película que vieran juntos; a él le parecía malísima, aunque era el último recuerdo con olor a crispetas y Coca-Cola junto a su padre en el Teatro Calima.
Hacer fila para entrar en los Cinemas 1 y 2 significaba esperar frente al local improvisado de libros de segunda en el piso de la avenida Colombia. Así, durante la espera, se encontró con otro gusto: la lectura de relatos del viejo oeste. Marcial Lafuente Estefanía era su autor favorito, junto con Lou Carrigan y Silver Kane; siempre le gustaron porque eran cortos y apasionantes, así que, mientras aguardaba junto con su padre entrar a cine de 3, se leía un par de buenos capítulos y después, en casa, continuaba. Ir a cine o leer historias de vaqueros a inicios de los 90 era la felicidad. Zico se dio cuenta de eso solo hasta que terminó el colegio y todo aquel mundo colapsó: los cines fueron abandonados o convertidos en parqueaderos y los libreros de segunda huían a donde él ya no podía encontrarlos. Se fueron, igual que sus padres, como un rocío de agua entre el viento.
Zico ya no piensa en el momento en que tuvo que convertirse en el hombre de la casa, tal vez nunca lo hizo. El tiempo pasó y ahora se encuentra en la página 55 del capítulo 5 de Whisky y Balas de Joe Grey, de la colección COLT 45:
Con la precisión de una máquina, el individuo que se hallaba en la puerta apretó los dos gatillos de sus Colts con una frialdad aterradora.
Los proyectiles escupidos por las dos armas impactaron con precisión matemática en la frente de los rufianes, enviándolos al otro mundo sin que apenas se percataran del tránsito de una vida a otra.
Dave Kerns se incorporó, sacudiendo la cabeza. Examinó los resultados de los disparos y se dirigió hacia su salvador.
—¡Doctor Clayton!… —exclamó—. Los mató como a víboras.
—Eran víboras —replicó Ray roncamente—. Y ahora no soy el doctor Clayton. ¡Esta noche soy «el Juez del Valle»!
Zico no ha dejado de leer los libros de bolsillo, admite que hacerlo no le permite ‘observar’ con atención sus objetivos cuando vigila. Y es lo que hace en ese momento: vigilar todo lo que ocurre en la oficina de compra y venta de moneda del segundo piso, justo en la carrera cuarta frente a la Plaza de Caicedo. Ahora está sentado en la plaza leyendo. Ya ha pasado por el local para cambiar algunos pesos por euros.
Hacer ‘inteligencia’ a un local que se va a robar implica paciencia, tranquilidad, sobriedad y más paciencia, sobre todo en el golpe número quince en dos años. Todo un récord que a Zico lo enorgullece; al final, Zico ve su vida como las películas y los libros que le gustan: llenas de adrenalina, giros sin un sentido lógico y entretenidas a morir.
Lleva un mes en observación del negocio de cambio de moneda. Cambia plata cada semana y, hasta ahora, nadie le ha preguntado ni dicho nada. En su bitácora tiene anotado que rotan a los vigilantes cada semana. Todos los días llega plata que es organizada y contada por dos o tres personas, siempre en la noche. Todas las mañanas la plata sale de nuevo en un circuito extraño para un ‘negocio normal’, que no es un negocio normal; Zico sabe que pertenece a un traficante que lo usa para lavar dinero. Esta información es importante para él, y lo es porque la eventual pérdida del dueño no llevará a involucrar a la justicia o a la policía. Los negocios del hampa tienen sus propias leyes y eso le da ventaja a personas como Zico, gente con la idea romántica de una ética de robar solo dinero asegurado o que le pertenezca a delincuentes. Eso de «pecar y rezar» le viene perfecto a la gente como Zico.
A Zico le interesan los atracos. Y le interesa que los golpes sean perfectos, sin armas y sin violencia. La sangre no es bienvenida en su negocio y entre menos trauma exista, menos persecuciones habrá. No cree en la violencia. Sí en las posibilidades de hacer dinero fácil.
Angélica, su hermana, a pesar