Lea y el fabuloso mundo de las abejas
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Adéntrate en esta aventura donde, no solo te implicarás en lances insospechados, también conocerás la vida de estos admirables insectos. Sabrás cómo hacen la miel, cómo recogen y transportan el polen, cómo crían, cómo hacen los panales
Cuando las conozcas, empezarás a amarlas; y será entonces cuando desearás a combatir los peligros que les acechan.
Emocionante, divertida y pedagógica, esta obra deleitará a grandes y pequeños, porque nos revela la vida de uno de los seres más maravillosos que habitan el planeta.
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Lea y el fabuloso mundo de las abejas - José Garrido Villanueva
1
LEA Y BERTO
Lea agachó la cabeza y miró hacia el suelo. Estaba muy enfadada. Una vez más, Berto trataba de dejarla en ridículo delante de los demás niños. Bueno, no trataba de dejarla en ridículo; la verdad era que lo estaba consiguiendo. Todos la miraban y se reían. Y eso le daba mucha rabia. Y mucha pena. Estaba a punto de echar a llorar.
—¡Hola, Leandra! ¡Hola, Leandra! ¡Hola, Leandra! —repetía Berto como un loro mientras reía a mandíbula abierta, mostrando una boca llena de mellas. Es decir, una boca donde faltaban algunos dientes. Como a ella misma, que los estaba cambiando.
—¡No me llamo Leandra! —dijo Lea sin atreverse a levantar la vista.
—Claro que te llamas Leandra.
—¡Hola, Leandra! ¡Hola, Leandra! ¡Hola, Leandra! —repitió a coro toda la clase.
—Ese es el nombre que te pusieron tus padres —volvía Berto a la carga—. Así que te llamas Leandra.
—¡Pues no me gusta que me llamen así! —gruñó Lea esforzándose por no llorar—. Yo quiero que me llamen Lea.
—¡No le gusta su nombre! ¡No le gusta su nombre! —explotó Berto.
Una vez más, la clase se convirtió en un clamor, repitiendo sus palabras. Unas palabras que a Lea le hacían un daño tremendo.
Lo que más le dolía era que hasta su propia amiga Sandra, su compañera de pupitre, se unía con sus compañeros para reírse de ella. Este detalle de su amiga le hizo sentirse sola y desamparada. La miró enojada, con las lágrimas brillándole en los ojos.
Sandra se calló al instante. Unos coloretes lucieron en sus mejillas.
La clase se había convertido en un infierno para Lea cuando la seño Margarita apareció en el umbral de la puerta.
—¿Qué es lo que pasa aquí? —gritó.
Los niños giraron la cabeza hacia ella y se callaron.
Ese silencio fue suficiente para que Lea se relajara y su llanto sonó limpio y desolado en el aula.
Margarita la miró sorprendida y caminó hacia ella. Cuando llegó hasta Lea, le cogió la cara con las manos y la obligó a mirarla.
El llanto de Lea se acrecentó y llenó la clase de una tristeza inmensa. Una tristeza que parecía caer desde el cielo como una lluvia fría.
Margarita clavó los ojos en Sandra, que miró hacia el suelo, incapaz de aguantarle la mirada.
—Explícame, Sandra, por qué está Lea llorando.
Sandra miró de reojo hacia Berto, que la fulminaba con la mirada.
—Yo, yo… —empezó a decir Sandra, sintiendo que las lágrimas acudían a sus ojos.
La seño se centró de nuevo en Lea, que parecía haber recobrado parte del control.
—Tranquilízate, cariño —le dijo—. Voy a arreglar esto en un momento.
Después echó a caminar hacia la pizarra. Cuando llegó hasta ella cogió una tiza y llamó a Berto.
Este la miró sorprendido, sin sospechar cuál sería el motivo por el que le llamaba.
—Venga, hombre, acércate —insistió Margarita.
Un tanto confuso y algo inquieto, Berto abandonó su pupitre y caminó hacia donde la seño le reclamaba. Esta le tendió la tiza.
—Escribe tu nombre en la pizarra —le dijo.
Berto dudó antes de coger la tiza. No le gustaba nada lo que pensaba que la seño quería de él. Pero ante la insistencia de la profesora, se vio obligado a obedecerle.
Unos instantes después, estas palabras estaban escritas en la pizarra:
berto rubio lópez
Tras escribir su nombre, alargó el brazo con intención de devolverle la tiza a la seño. Pero ella negó con la cabeza.
—¿Estás seguro de que es ese tu nombre? —replicó ella.
Berto inclinó la cabeza y miró hacia el suelo. Sabía lo que ella pretendía y no le hacía ni pizca de gracia.
La seño le cogió la tiza de las manos y se acercó a la pizarra.
—Puedes volver a tu pupitre —le dijo mientras cogía el borrador.
Borró el nombre de Berto y se giró hacia los niños, que miraban confusos lo que estaba pasando.
—Quiero —empezó a decir Margarita— que cada uno de vosotros se haga esta reflexión: ¿me gustaría que me hicieran a mí lo que le estamos haciendo a Lea? Pensad seriamente en ello.
Esperó unos momentos y miró muy seria a Berto.
—¿Te gustaría, Berto, que se metieran contigo igual que estabais haciendo con Lea?
Berto desvió la mirada, sintiendo que sus mejillas se sonrojaban.
—No te oigo, Berto —insistió la seño.
Berto la miró y negó con la cabeza.
Margarita echó una ojeada por toda la clase.
—Mirad, chicos —empezó diciendo—, las relaciones entre las personas se basan en el respeto. Esto quiere decir que tenemos que pensar siempre que los demás tienen los mismos derechos que nosotros mismos. ¿Queda claro?
Los niños respondieron con un «sí» que se extendió por toda la clase.
—La mejor forma de saber cómo debemos reaccionar en una determinada situación es pensar si lo que vamos a hacer o a decir nos gustaría que nos lo dijeran o hicieran a nosotros. Es decir: si hay algo que me hace daño, lo normal será que a los demás también se lo haga. Pues ya está, nos estamos quietos y callados.
Hizo un pequeño alto y les miró uno por uno.
—Una pregunta —dijo—: ¿a vosotros os incomoda que Lea quiera que la llaméis por ese nombre?
Ahora fue un «no» rotundo lo que se oyó en el aula.
En ese momento sonó la campana.
—Recoged vuestras cosas y recordad lo que os he dicho, ¿vale?
—Sí, seño… —se escuchó a coro.
Cuando desfilaban hacia la puerta, la seño cogió a Berto del brazo.
—Espera un momento —le dijo, y esperó paciente a que el último niño abandonara el aula.
Berto la miraba confuso y algo inquieto.
—Sé que todo esto es cosa tuya, y no lo voy a consentir.
—Seño, yo no… —empezó Berto a disculparse.
—Tú sí, ¿verdad, Rigoberto?
A Berto le salieron los colores.
—Los demás no saben que ese es tu verdadero nombre —siguió diciendo—. De ti depende que no lo escriba yo en la pizarra.
Por supuesto que la seño no pensaba hacerlo. Para educar a un niño nunca hay que humillarlo; pero, a veces, viene bien un tirón de orejas.
—Puedes irte —le dijo unos segundos después.
Berto salió de la clase sin levantar la mirada del suelo.
Lea no entendía muy bien lo que pasaba entre la seño y Berto. Pero conocía a su maestra y sabía que en aquella ocasión estaba de su parte. Algo le decía que Berto dejaría de molestarla.
Con esa idea en la cabeza, su tensión disminuyó y se sintió mucho mejor. Cuando subió al coche de su madre, los duros minutos que había vivido en la escuela eran anécdota casi olvidada.
—¿Qué quieres merendar, Lea? —preguntó Leandra a su hija aquella misma tarde, mientras le acariciaba el pelo rojizo y rizado, ese que tanto le costaba a veces dominar con el peine. Todo en su hija era puro nervio, desde su forma de actuar hasta su propio pelo.
—Yo quiero pan y miel —respondió la niña.
—Tienes que cambiar de merienda. Siempre no vas a estar comiendo lo mismo.
—Es que está muy rica la miel que nos trae el abuelo —replicó Lea, que no estaba dispuesta a renunciar a su merienda favorita.
—Ya sé que está muy rica. Pero tienes que alternar. Miel con la leche, miel con el pan... De tanto comer miel te van a salir lombrices.
—¿Qué son las lombrices, mamá? —preguntó Lea.
—Las lombrices son unos bichitos que salen en el culo de los niños cuando comen muchos dulces.
Leandra sabía que no había relación específica entre consumir dulces y tener parásitos intestinales. Lo más que se podía relacionar entre esas dos cosas era que los parásitos también se alimentaban de azúcares. Ese era el motivo de que la persona que los padecía tuviera un deseo casi constante de comer dulces. De todos modos, no había nada de malo en que a su hija le apeteciera un bocadillo de vez en cuando.
—¿Y a mí me van a salir lombrices? —preguntó Lea bastante preocupada.
—A todo el mundo le pueden salir —respondió Leandra—. Sobre todo, si comen muchos dulces.
—¿Y dónde has dicho que salen las lombrices? —preguntó Lea, con una cara de tristeza que a su madre le llegó al alma.
—Las lombrices salen en el culo.
—¿En el culo?
—Sí, en el culo.
—¿Y qué hacen?
Viendo la cara de su hija, Leandra estaba muy próxima a explotar a reír.
—Pican mucho —le respondió.
—¿Y si me salen me tengo que rascar el culo?
—Claro. Casi a todas horas.
—¡Puaj! —exclamó Lea
Leandra se acercó a ella y se agachó a su lado. Le cogió la cara con las manos y le dio un sonoro beso en la frente.
—Pero a mí me gusta mucho la miel del abuelo —murmuró Lea haciendo verdaderos esfuerzos por no llorar.
—Ya sé que te gus…
Lea no dejó que su madre acabara la frase.
—Voy a hacer una cosa —dijo—. De ahora en adelante no voy a comer chocolate ni gominolas, y así puedo comer miel, ¿vale, mamá?
Su madre la miró y sintió remordimientos al ver el efecto que sus advertencias causaban en su hija. Estaba a punto de decirle que comiera lo que quisiera cuando cayó en la cuenta de que no estaba mal que Lea prescindiese de algunos dulces. Si estaba dispuesta a hacer ese sacrificio por seguir comiendo miel, era un buen momento para que dejara un poco de lado la bollería.
2
LEA Y LA ABEJA
El sueño era especialmente empalagoso esa noche. Lea llevaba una hora en la cama y la modorra la había atrapado entre sus redes sin remisión. Desde que podía recordar, casi siempre tenía sueños bonitos. Pero esa noche era especial: caminaba por un campo cuajado de flores de todos los tamaños y colores. Las mariposas surcaban los cielos con sus vuelos relajados y ondulantes. Pero lo que más destacaba era aquella afluencia de aromas que rondaba su nariz como si quisiera decirle algo. Era una caricia mágica, igual que aquella luz y aquellos colores tan vivos que recogían sus ojos en la tarde primaveral.
De pronto, empezó a oír un ruido ligero que poco a poco tomó fuerza. Era una especie de zumbido monótono, que se aproximaba a ella por momentos.
Lea miraba hacia todos lados, pero no conseguía descubrir qué era lo que provocaba aquel sonido que su mente recogía como algo bueno. Algo cercano y entrañable.
El sonido seguía llegando a sus oídos, pero lo que fuera que lo producía no estaba al alcance de su vista.
—Estoy aquí.
Ahora, el zumbido había desaparecido, y en su lugar le llegó aquella voz, delicada como una caricia, que enseguida le
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