Los hombres no son islas: Los clásicos nos ayudan a vivir
Por Nuccio Ordine
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«Filósofo de largo alcance, en Los hombres no son islas Nuccio Ordine desarrolla y actualiza los punzantes argumentos del exitoso ensayo La utilidad de lo inútil haciendo hincapié en la necesidad de ser más solidarios y resistir al dogma».
Andrés Seoane, La Lectura
«Lejos de la autoayuda, Ordine nos invita a acercarnos a los clásicos no para ensimismarnos sino para participar mejor en la esfera pública».
Germán Cano, El Cultural
«Nuccio Ordine es un sabio, alguien que sabe cómo animar a leer los clásicos, cómo abrirte los ojos ante un texto de Cervantes, Goethe o Rilke».
Víctor Fernández, La Razón
«Una nueva guía de lectura de autores clásicos vertebrada por el concepto de la solidaridad».
Borja Hermoso, El País Semanal
«Una selección de fragmentos de clásicos –Plutarco, Séneca, Shakespeare, Ariosto, Ibsen, Camus– que desmantelan los supremacismos y hacen vibrar el lado luminoso de la vida».
Núria Navarro, El Periódico
«Un manual del pensamiento de bolsillo para hojearlo cuando nuestro sentido de la bondad, la justicia y el hermanamiento va haciendo aguas. Un libro absolutamente imprescindible».
J. Ernesto Ayala-Dip, El Correo
«Recuperar el prestigio de la literatura clásica para no perder la memoria y afrontar el presente con conocimiento, esa es la tarea en la que prosigue el italiano Nuccio Ordine».
Joan-Carles Martí, Abril (El Periódico)
«Un ensayo imprescindible que nos empuja sin remedio a considerar a la filosofía y a la literatura para pensarnos y entendernos como seres humanos».
Fulgencio Argüelles, El Comercio
«Ordine defiende el cultivo de la memoria, la compasión y el pensamiento crítico. En Los hombres no son islas amplía la colección de citas concebidas como "ejercicios espirituales", un paso más en su reivindicación de la "utilidad de lo inútil"».
Ignacio F. Garmendia, Diario de Sevilla
«Nuccio Ordine aplica las enseñanzas de los clásicos de la literatura a la vida contemporánea».
Francisco R. Pastoriza, Faro de Vigo
«Una magnífica elección que al final vuelve a dar la razón a Ordine: hay que volver a los clásicos, siempre».
Rafael Ruiz Pleguezuelos, Anika entre libros
Nuccio Ordine
Nuccio Ordine (Diamante, 18 de julio de 1958-Cosenza, 10 de junio de 2023) es profesor de literatura italiana en la Universidad de Calabria. Fellow del Harvard University Center for Italian Renaissance Studies y de la Alexander von Humboldt Stiftung, ha sido también profesor visitante en distintas universidades en Estados Unidos y en Europa. Ha dedicado a Giordano Bruno un CD-ROM (Opere complete, Turín 1999) y dos ensayos traducidos a diferentes lenguas: La cabala dell’asino. Asinità e conoscenza in G. Bruno (Nápoles, 1987 y 1996) y G. Bruno, Ronsard et la religion (París 2004). Es miembro fundador y secretario general del Centro Internazionale di Studi Bruniani, dependiente del Istituto Italiano per gli Studi Filosofici. Dirige con Yves Hersant la edición crítica bilingüe de las Opere complete de Giordano Bruno (Les Belles Lettres, París).
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Los hombres no son islas - Nuccio Ordine
NUCCIO ORDINE
LOS HOMBRES
NO SON ISLAS
LOS CLÁSICOS
NOS AYUDAN A VIVIR
TRADUCCIÓN DEL ITALIANO
DE JORDI BAYOD
ACANACANTILADO
BARCELONA 2023
CONTENIDO
Introducción. Vivir para los otros: literatura y solidaridad humana
LOS HOMBRES NO SON ISLAS
Sátiras, Ludovico Ariosto
Renunciar a los privilegios para conservar la libertad
La metafísica, Aristóteles
El conocimiento no puede estar sometido al provecho
Nueva Atlántida, Francis Bacon
Advertencia contra el hombre dos veces pagado
«El jardín de senderos que se bifurcan», Jorge Luis Borges
La naturaleza plural del tiempo entre ciencia y literatura
La ópera de cuatro cuartos, Bertolt Brecht
¿Es mejor fundar un banco o desvalijarlo?
Expulsión de la bestia triunfante, Giordano Bruno
La religión sirve para unir al hombre con el hombre
Los Lusiadas, Luís Vaz de Camões
Si los gobernantes roban el «bien público»
«No es rey quien posee un reino, sino quien sabe reinar», Tommaso Campanella
No es la corona la que hace al rey
«Carta a Louis Germain», Albert Camus
Cuando un maestro te cambia la vida
Contra el libelo de Calvino, Sebastián Castellion
Una doctrina no se defiende matando a un hombre
El jardín de los cerezos, Antón Chéjov
Lo absoluto no existe ni en el teatro ni en la vida
«Fuga de la muerte», Paul Celan
Una fosa en las nubes y la leche que se transforma en veneno
El orador, Marco Tulio Cicerón
La negligencia diligente: entre retórica y cosmética
El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad
Viaje a las tinieblas de la barbarie
Infierno, Dante Alighieri
Leer un libro puede cambiar la vida
Galateo, Giovanni Della Casa
El conformismo favorece el éxito
Los virreyes, Federico De Roberto
Ahora que Italia está hecha… hagamos nuestros negocios
«Ninguna fragata», Emily Dickinson
El viaje más bello es la lectura
Suplemento al viaje de Bougainville, Denis Diderot
¿Puede jurarse fidelidad eterna en el matrimonio?
Devociones para circunstancias inminentes, John Donne
Ningún hombre es una isla
«Las antigüedades de Roma», Joachim Du Bellay
Incluso la ciudad eterna cae en ruinas
Cuatro cuartetos, T. S. Eliot
Todo inicio es un final. Todo final, un inicio
Lamento de la paz, Erasmo de Róterdam
Quien busca el bien común debe promover la paz
«Carta a Cristina de Lorena», Galileo Galilei
La ciencia no se estudia en los libros sagrados
Encomio de Helena, Gorgias
Las palabras como instrumento de vida y de muerte
«Odio a los indiferentes», Antonio Gramsci
Vivir es tomar partido
El viejo y el mar, Ernest Hemingway
La fortuna no se compra, se conquista
Siddhartha, Hermann Hesse
Sólo quien busca entiende la esencia de la vida
Casa de muñecas, Henrik Ibsen
La rebelión de la mujer-muñeca
Discurso sobre la servidumbre voluntaria, Étienne de La Boétie
La llave de la libertad está en manos de los esclavos
La princesa de Clèves, Madame de Lafayette
La «curiosidad impertinente» y la verdad pueden también matar
Brevísima relación de la destrucción de las Indias, Bartolomé de
Las Casas
Las masacres de los conquistadores en el Nuevo Mundo
Nathan el Sabio, Gotthold Ephraim Lessing
La tiranía del único anillo y la tolerancia religiosa
Alejandro o el falso profeta, Luciano de Samósata
Los trucos de los impostores enmascarados como profetas
Viaje alrededor de mi habitación, Xavier de Maistre
Viajar con los ojos de la imaginación
Recomendaciones para la formación de una biblioteca, Gabriel
Naudé
La encuadernación y el precio no hacen el libro
Aurora. Pensamientos acerca de los prejuicios morales, Friedrich
Nietzsche
Elogio de la filología y de la lentitud
Pensamientos, Blaise Pascal
¿Desde qué punto de vista podemos contemplar el infinito?
Cartas familiares, Francesco Petrarca
La lectura requiere siempre silencio y esfuerzo
El Satiricón, Petronio
La valía de los hombres no se mide con el dinero
La música, Plutarco
La música y la cultura son más poderosas que las armas
«Teseo», Plutarco
No hay identidades estáticas, sino ósmosis entre lo idéntico y lo diverso
Cartas a un joven poeta, Rainer Maria Rilke
No lo «fácil», sino sólo lo «difícil» nos ayuda a conocer
El gallo de oro, Juan Rulfo
El dinero no hace la felicidad
Poemas, Safo
Eros y los síntomas del mal de amor
«Sobre la función de la Inquisición», Paolo Sarpi
Las llamas pueden quemar los libros, pero no las palabras
Epístolas morales a Lucilio, Séneca
Para entender a un hombre, hay que examinarlo desnudo
El rey Lear, William Shakespeare
Sólo la ceguera permite verlo todo
Defensa de la poesía, Philip Sidney
La diferencia entre poetas y versificadores
Sobre la mente heroica, Giambattista Vico
La sabiduría al servicio de la felicidad del género humano
Las olas, Virginia Woolf
El individuo es a la humanidad lo que la ola al océano
Fuentes
Agradecimientos
Suum cuique tribuere.
A Giulio Ferroni, ahora por antes.
INTRODUCCIÓN
VIVIR PARA LOS OTROS:
LITERATURA Y SOLIDARIDAD HUMANA
Hago decir a los otros lo que yo no soy capaz de decir tan bien, sea por la debilidad de mi lenguaje, sea por la debilidad de mi juicio.
MICHEL DE MONTAIGNE (II, 10)
1. JOHN DONNE: «NINGÚN HOMBRE ES UNA ISLA»
Ningún hombre es una isla, ni se basta a sí mismo; todo hombre es una parte del continente, una parte del océano [a part of the maine]. Si una porción de tierra fuera desgajada por el mar, Europa entera se vería menguada, como ocurriría con un promontorio donde se hallara la casa de tu amigo o la tuya: la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy parte de la humanidad; así, nunca pidas a alguien que pregunte por quién doblan las campanas; están doblando por ti [XVII, p. 186].
Debo a la bellísima imagen de John Donne el título de esta «pequeña biblioteca ideal». Siguiendo la estela de Clásicos para la vida, he reunido una nueva colección de citas y de breves comentarios. Tampoco en este caso he elegido a los clásicos en función de un «canon», sino que, como hice en el volumen precedente, he continuado seleccionando los textos pensando en cada ocasión en los intereses de mis estudiantes, en las lecturas (y relecturas) casuales que estaba haciendo o en los temas candentes sugeridos por la actualidad. La ausencia, por ejemplo, de Dante y Petrarca en Clásicos para la vida era puramente casual, como casual es su presencia en este volumen. El mismo discurso puede aplicarse a otros grandes autores. Ajeno a toda preocupación clasificatoria (los «cánones» implican rígidos parámetros, formados por inclusiones y exclusiones, metros y reglas, normas y plantillas, que exceden el horizonte de este libro), he intentado una vez más seleccionar aquellos fragmentos de los clásicos susceptibles de despertar un vivo interés y animar al lector a apropiarse de la obra en su integridad. Lo he dicho y lo he escrito en muchas ocasiones: las «antologías» no sirven para nada si no invitan a abrazar íntegramente los textos de los que reproducen pasajes o fragmentos.
La decisión de evocar la imagen insular de John Donne en el título no es casual. Todo el mundo puede ver lo que ocurre en Europa y en el mundo en estos momentos: se construyen muros, se levantan barreras, se extienden cientos de kilómetros de alambre de púa, con el despiadado objetivo de cerrar el paso a una humanidad pobre y sufriente que, arriesgando la vida, intenta escapar de la guerra, del hambre, de los tormentos de las dictaduras y del fanatismo religioso. Miles de personas sin voz, privadas de toda dignidad humana, desafían la aridez de los desiertos, los mares embravecidos y la nieve de las montañas buscando desesperadamente un refugio, un lugar seguro, un cobijo donde poder cultivar la esperanza de un futuro digno. El Mediterráneo—que durante siglos había favorecido los intercambios de mercancías, de lenguas, de cultos, de obras de arte, de manuscritos y de culturas—se ha convertido, en los últimos años, en un féretro líquido en el que se acumulan miles de cadáveres de migrantes adultos y de niños inocentes. Hoy, el Mare Nostrum—y esto vale para cualquier extensión de agua, dulce o salada—es percibido por los partidos xenófobos europeos como una frontera natural y no como una oportunidad para facilitar tránsitos y comunicaciones de un territorio a otro.
En este brutal contexto, la bellísima reflexión de Donne—recogida en Devociones para circunstancias inminentes (1624)—despierta en nosotros el recuerdo de valores que hoy en día parecen olvidados. Una larga enfermedad y la experiencia del dolor se convierten para el autor en una oportunidad extraordinaria para interrogarse sobre el misterio de la muerte y sobre el lugar que corresponde a los simples individuos en la humanidad. Postrado en su lecho («Arrojado como he sido a esta cama, mis coyunturas desmadejadas parecen grilletes, y estas finas sábanas, puertas de hierro», III, p. 58), el poeta inglés oye el tañido de las campanas y piensa enseguida en la desaparición de un vecino («Esas campanas me indican que lo conocía, o que era mi vecino», XVI, p. 176). Pero la «muerte del otro»—relatada en la meditación XVII, titulada «Nunc lento sonitu dicunt, morieris» («Ahora esta campana que dobla suavemente por otro me dice: eres tú quien debe morir»)—, no sólo constituye una oportunidad para reflexionar sobre nuestra propia muerte, sino que es asimismo una valiosa oportunidad para entender que los seres humanos están ligados entre sí y que la vida de cada hombre es parte de nuestra vida: «Ningún hombre es una isla, ni se basta a sí mismo; todo hombre es una parte del continente, una parte del océano» (XVII, p. 186). La metáfora geográfica nos hace «ver» aquello que no se alcanza a percibir en medio del remolino del egoísmo cotidiano: que «un hombre, es decir, un universo, es todas las cosas del universo» (XVI, p. 180), de igual manera que un terrón cualquiera de un continente es ese continente (XVI, p. 180). Por eso «la muerte de cualquier hombre me disminuye»: porque cada uno de nosotros «es parte de la humanidad», porque somos múltiples pequeñas teselas de un todo único. Así, cuando oímos tañer la campana, tomamos conciencia de que una parte de nosotros nos ha dejado y que ahora esa campana suena también por quien queda («Así, nunca pidas a alguien que pregunte por quién doblan las campanas: están doblando por ti», XVII, p. 186). Con la negación del hombre-isla, la meditación sobre la enfermedad y sobre la muerte se transforma en un himno a la fraternidad, en un elogio a la humanidad concebida como el cruce inexplicable de una multitud de vidas.
Es una imagen de la humanidad diametralmente opuesta a la egoísta y violenta que hoy en día domina las campañas electorales de Europa y Estados Unidos. Al grito de un mismo eslogan sazonado con algunas diferencias («America first», «La France d’abord», «Prima gli Italiani» o «Brasil acima de tudo», por poner sólo algunos ejemplos), grupos de políticos armados de un implacable cinismo han fundado partidos de éxito con un único objetivo: cabalgar sobre la indignación y el sufrimiento de las clases menos favorecidas para fomentar la guerra de unos pobres (los que han pagado y pagan duramente estos años de crisis) contra otros (los migrantes que buscan desesperadamente un futuro en los países más ricos). Los datos ofrecidos por la ONG británica Oxfam a comienzos de 2018, con motivo de la celebración del World Economic Forum de Davos, son sobrecogedores: el uno por ciento de la población mundial había acaparado el ochenta y dos por ciento de la riqueza generada el año anterior. Un crecimiento terrible de las desigualdades que no justifica una estrategia de rigor que empobrece a la clase media y reduce a la indigencia a las familias más humildes. Es inmoral que políticos europeos (¡algunos de los cuales han favorecido la transformación de sus países en atractivos paraísos fiscales!) exijan el pago de la deuda a un pobre pensionista griego, italiano o español y permitan que las grandes multinacionales (Amazon, Google, Apple, etcétera) se enriquezcan sin pagar impuestos en los Estados en los que ingresan miles de millones de euros. Asimismo es inmoral promulgar «reformas» que, en nombre de la «modernidad» y de la movilidad del trabajo, abolen gradualmente la dignidad de los trabajadores y todo «derecho de tener derechos» (retomo aquí la feliz expresión acuñada por Hannah Arendt y relanzada por Stefano Rodotà). Basta con recorrer los curricula de muchos destacados dirigentes que operan en el Parlamento y en las salas de mandos de la Unión Europea, para darse cuenta de sus estrechos vínculos con influyentes bancos, poderosas financieras, grandes multinacionales o reputadas sociedades de rating. Ante el crecimiento exponencial de la evasión fiscal y de la corrupción, es difícil imaginar un futuro para esta Europa al servicio de los potentados económicos que no esté cargado de conflictos humanos y sociales muy peligrosos.
2. FRANCIS BACON: LA IMAGEN INSULAR Y EL TEMA DE LA BONDAD
Las Devociones para circunstancias inminentes de John Donne obtuvieron un éxito inmediato. En el transcurso de unos pocos años, en vida del autor, se cuentan dos ediciones en 1624, otras dos en 1626 y una más en 1627.
Pero en mi opinión, entre las reacciones inmediatas que suscitó la publicación de las Devociones, la más importante fue sin duda la de sir Francis Bacon. En efecto, en la edición ampliada de sus Ensayos, aparecida en 1625, el filósofo inglés retoma la imagen de la insularidad en los pasajes finales de una reflexión titulada De la bondad y la bondad natural. Las fechas son claras: si en la primera redacción de este ensayo específico, dedicado al tema de la bondad (presente en la segunda edición de 1612), no hay alusión alguna a la metáfora insular, en la tercera edición, de 1625 (un año después de la impresión de las Devociones), se hace, en cambio, evidente el eco de la decimoséptima meditación de Donne (titulada «Nunc lento sonitu dicunt, morieris» [«Ahora esta campana que dobla suavemente por otro me dice: eres tú quien debe morir»]).
En estas páginas, intentando ofrecer su definición, Bacon se detiene en la concepción de la bondad:
Tomo la bondad en este sentido, el que afecta al bienestar de los hombres, que es lo que los griegos llamaban filantropía; y la palabra humanidad, tal como se usa, resulta demasiado leve para expresarla. Bondad llamo yo al hábito, y bondad de la naturaleza, a la inclinación. Siendo ésta, de todas las verdades y dignidades del espíritu, la más grande y la característica de la deidad; y sin ella, el hombre resulta un ser atareado, despreciable y miserable, no mejor que cualquier clase de gusano. La bondad responde a la virtud teológica de la caridad, y no admite exceso, sino error [p. 26].
Sólo a la bondad no se le han concedido límites. Mientras que el exceso puede transformar una virtud en su contrario («El deseo de poder excesivo produjo la caída de los ángeles y el deseo de saber en exceso hizo caer al hombre»), en «la caridad no hay exceso» (p. 26). Y esto ocurre porque «la inclinación a la bondad está profundamente impresa en la naturaleza del hombre» (p. 26). Hasta tal punto que, «si no se orienta hacia los hombres», podría acabar por dirigirse «hacia otras criaturas vivientes»: baste pensar en los «turcos, un pueblo cruel, que, sin embargo, son bondadosos con los animales y dan limosna a los perros y las aves» (p. 26).
Para Bacon, es ante todo necesario buscar «el bien de los demás hombres», pero evitando «[esclavizarse] a sus apariencias o ficciones» (p. 27). Por desgracia existen también seres humanos «[cuya] naturaleza hace que no deseen el bien de los demás». Se trata de hombres, inclinados «a la envidia o al simple desprecio», que incluso disfrutan con las «calamidades ajenas»:
Tales cualidades son los verdaderos errores de la naturaleza humana, y, no obstante, son la madera más apropiada para hacer grandes políticos; como la madera curvada que sirve para los barcos que la requieren así, pero no para construir casas que deban mantenerse derechas [pp. 27-28].
Entre las «partes y señales de la bondad», en particular, el filósofo destaca sobre todo la hospitalidad. Acoger a los extranjeros es uno de los rasgos constitutivos del ser humano abierto y solidario: «Si un hombre es generoso y cortés con los extranjeros, eso demuestra que es ciudadano del mundo y que su corazón no está aislado de otras tierras, sino que forma parte con ellas de un continente» (p. 28). Aquí Bacon reescribe la imagen insular de Donne: la humanidad es un «continente unido», de suerte que el hombre individual no puede ser considerado como una isla separada de un «todo» único («su corazón no está aislado de otras tierras»). Ser «ciudadano del mundo» significa tener la capacidad de superar el limitado perímetro de los propios intereses egoístas para abrazar lo universal, para sentirse parte de una inmensa comunidad constituida por los semejantes. Por eso, ocuparse de los demás es siempre una oportunidad para hacerse mejores:
Si [un hombre] es comprensivo [compassionate] con las aflicciones de los demás, esto demuestra que su corazón es como aquel árbol noble, que se hiende cuando da su bálsamo; si perdona y condona fácilmente las ofensas, eso demuestra que su mente está por encima de las injurias, de tal modo que no puede ser alcanzada por el disparo; si es agradecido a los pequeños beneficios, eso demuestra que sopesa el pensamiento de los hombres y no su basura [p. 28].
En este sentido, la bondad no puede conocer límites. Por el contrario, el ejemplo del «noble árbol del bálsamo» nos permite entender que el altruismo puede llegar hasta el sacrificio extremo de uno mismo («Si [un hombre] es comprensivo con las aflicciones de los demás, esto demuestra que su corazón es como aquel árbol noble, que se hiende cuando da su bálsamo»). Bacon se refiere aquí a la planta que se da por entero y acepta ser incidida para ofrecer gratuitamente a los demás su linfa vital. Una inmolación que puede también evocar, de forma simbólica, el martirio de Cristo por la humanidad.
El filósofo retoma, reelaborándolo, el mito del árbol del bálsamo atestiguado ya en las fuentes clásicas (pienso en las Investigaciones sobre las plantas de Teofrasto o en la Historia natural de Plinio) y asociado, más adelante, a interpretaciones religiosas y morales del Renacimiento. Me parece evidente que la imagen evocada en los Ensayos coincide de manera indiscutible con un emblema de Joachim Camerarius (1534-1598) que forma parte de su célebre recopilación titulada Symbolorum et emblematum ex re herbaria desumtorum centuria una collecta, publicada en 1590. La pictura XXXVI de la centuria I representa a un hombre, vestido al estilo árabe, que hiende el árbol para hacer que manen unas gotas de bálsamo en un pequeño vaso que lleva en la mano izquierda: en la parte superior destaca el lema «Vulnere vulnera sano» (‘Con la herida curo las heridas’), mientras que abajo figura el dístico «Dic age cum proprio tua vulnere vulnera sanem, | Stipite cur hominum durior hostis homo es?» (‘Dime, ya que con una herida mía sano tus heridas, | ¿por qué tú que eres un hombre eres para los hombres un enemigo más duro que un árbol?’). El tema del poder terapéutico del bálsamo y de su generosidad (de hecho, cura las heridas de la humanidad con la herida que se le inflige) aparece ya inscrito en los tres elementos (figura, lema y dístico) en los que me he detenido.
Pero, como sucede a menudo, compete al comentario aclarar las fuentes del emblema y exponer su valor moral. Camerarius, en efecto, remite de inmediato al diálogo De balsamo (Venecia, 1591) de Prospero Alpino (1553-1616), médico de Vicenza que había vivido unos años en Egipto en el séquito del cónsul veneciano Giorgio Emo, con el preciso propósito de estudiar las plantas:
El excelentísimo y doctísimo médico Prospero Alpino, que