Avatares
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Cada historia, cada personaje de esta colección, es un avatar con la misión de desmontarnos la contradictoria lógica que esconde la lejanía que nos separa de los que tenemos cerca, la cortés humildad de los hipócritas y el cinismo de la franqueza, la fina línea que separa el miedo y la crueldad, los caminos sensibles del amor: el del deseo, el del placer, el del dolor…
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Avatares - Juan Antonio Morán Sanromán
Avatares es una selección de relatos extraídos de treinta años de buena convivencia con la escritura; un variado álbum de temas y estilos que van del microrrelato de una línea al relato de veinte páginas. Cada propuesta es diferente, aunque mantiene la constante de una manera de contar, un acuerdo con ese lector al que le basta conocer lo sustancial para construir su propia conclusión.
Cada historia, cada personaje de esta colección, es un avatar con la misión de desmontarnos la contradictoria lógica que esconde la lejanía que nos separa de los que tenemos cerca, la cortés humildad de los hipócritas y el cinismo de la franqueza, la fina línea que separa el miedo y la crueldad, los caminos sensibles del amor: el del deseo, el del placer, el del dolor…
logo-edoblicuas.pngAvatares
Juan Antonio Morán Sanromán
www.edicionesoblicuas.com
Avatares
© 2023, Juan Antonio Morán Sanromán
© 2023, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-19246-57-8
ISBN edición papel: 978-84-19246-56-1
Edición: 2023
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: Héctor Gomila
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
www.edicionesoblicuas.com
Contenido
Prólogo
La crueldad del enemigo
Basura
Capullos
Presagios
Pesadillas
Epidemia
El Tesoro
Marea baja
Barniz para una herida
Flora in aeternum
A la luna
Ilusiones
El intercambio
Reconquista
Santoral
Hotel Macondo
Tres minutos
La foto con Alicia
Palabras mayores
Superhéroes
Guerrilla
Las últimas
Autoindulgencia
Silencio
El buzo
La herencia
Pasajeros
Okupas
Raíles
Secretos
Infiltrado
Nadie lo merece más
Aptitudes
Tregua
Buenos días, churri
Espanto
Ilusionismo
Lo malo también se acaba
Instinto
Pilar
Un secreto bien atado
Dulces sueños
Monstruo
Imaginauta
Un banco de pino verde
El último trago
Piedras en el corazón
Códigos
Particular vende
Navidades
Principio, fin y viceversa
Unforgettable
Señales
Pescado
Atrapado
Medalla de honor
La primera siesta
Última función
Manchita, la ardilla
La boda
Maliq
Rendición
Juegos de orientación
El indulto
Cuento de Navidad
Avatar
Gracias
El autor
Prólogo
Estimados lectores: me presento.
Soy J.G., la persona a la que está dedicada el microrrelato «El Tesoro» de este libro. Lo cuento para advertirles de que, aunque no soy neutral, este es un libro totalmente recomendable y que se sostiene por sí solo amparado en sus virtudes literarias, que son muchas.
Así, en los microrrelatos, Juan Antonio nos ofrece una escritura versátil al servicio de la precisión narrativa, jugando a menudo con la paradoja, imaginando lo imposible como probable, contando el amor y su reverso desde diferentes perspectivas, relatando el daño pero alejándose de una falsa sentimentalidad, utilizando, cuando se requiere, un humor inteligente, mostrando, a veces, un pueblo, Casares, que semeja un cruce entre Comala y Macondo, y, sobre todo, siendo honesto con el lector, cualidad que me parece cada vez más admirable en un escritor. Son 66 pero me gustaría poner uno como ejemplo de gran microrrelato, «La boda», que relata con maestría, de forma concisa, clara y brillante, el futuro horizonte de desprecios en una relación. No se puede dar más por menos.
Los cuentos siguen esa misma línea, ahondando, todavía más, en las heridas, los recovecos y las distintas capas del amor y del deseo, sugiriendo la extrañeza y fragilidad de aquello que nos es más cercano y querido y que, por lo tanto, nos hace más vulnerables. Y pongo otro ejemplo, hay que ser un jodido loco o alguien con mucho talento para escribir un relato como «Okupas», donde se mezcla una dinámica familiar desestructurada con una realidad social compleja y se acaba con una escena propia del antiguo cine erótico «S» español, sin naufragar en el intento después de ese paseo por el alambre. Por lo que me temo que se trate de lo segundo: talento.
Supongo que a Juan Antonio le leeremos sus amigos, que somos legión, su familia, lazos que unen, gran parte de la comunidad de profesores y exalumnos del colegio en el que trabajó varios años, la dedicación, la diligencia y la tenacidad ganan afectos, también muchas personas del espacio del microrrelato en el que se ha involucrado de varias maneras durante estos últimos años y al que contribuye con su generosidad, eficacia y magnífica gestión de voluntades, y, por último, espero que también lo lean todos aquellos a quienes alcancemos con nuestra recomendación boca a boca. El resto se lo perderá y será una lástima porque este libro merece una lectura atenta, sosegada y profunda para no perder detalle. Que ustedes lo disfruten tanto como yo.
Javier González
L
a crueldad del enemigo
Se habían propuesto acabar con nosotros exhibiendo la perversión de quien saborea la amargura de la derrota ajena. No solo humillaban a nuestras tropas en el frente, sino que disponían escurridizos pelotones desde el valle para sorprendernos en los lugares más insospechados, sin apenas posibilidad de repeler sus ataques. Además de la hiriente pérdida de efectivos, sufríamos la derrota lacerante de la táctica. Los mandos, desmoralizados, optaron por una medida desesperada: ubicamos cinco puestos de francotiradores entre los riscos del sur y dispusimos allí a los soldados de mejor pulso. La orden del general fue simple: disparar sin compasión, sin opción al error, sin avisos ni advertencias, disparar, disparar hasta acabar con todos.
Tras semanas de constante martilleo de fusil formé parte de la patrulla que comprobaría el resultado del tiroteo sobre el terreno. Recorrimos todo tipo de hondonadas y atajos en busca de los soldados abatidos. Los primeros uniformes que encontramos eran azules, de los nuestros, probablemente soldados que regresaban del frente; pero al fin encontramos un maldito y detestable enemigo, con esa casaca verde y sucia acartonada de sangre.
Basura
No entendían por qué alguien podía desprenderse de un mueble todavía aprovechable. Lo cargaron con más ilusión que fuerza y lograron subirlo en el ascensor hasta el piso, prácticamente vacío aún. Lo movieron por el espacio despejado del salón buscando el lugar adecuado. Cada rincón elegido como ensayo fue representando un decorado bien provisto de la candidez que deparan los inicios. Bajo la ventana, para los días de lectura. Frente al mirador permitiría contemplar los atardeceres de otoño. Cerquita del radiador, para cuando el abrazo no aportase calor suficiente. En ningún momento se plantearon que, además del descanso, en sus dos plazas se acomodarían la rutina y la desidia. Inconscientes aún de que su loneta beis podría ser un escenario perfecto para repentinas dudas, para consumar las primeras mentiras, el engaño y la violencia definitiva. De momento, limpiarían las manchas más escandalosas, taparían la hendidura de su costado lo mejor posible y después se dedicarían a cometer, uno por uno, los mismos errores que sus primeros dueños.
Capullos
Todas las mañanas, si no llueve, se dedica a retirar las malas hierbas, a replantar pequeños bancales de siemprevivas y pensamientos o a la entretenida poda y entresaca de las extensas matas de crisantemos. Limpia con esmero paletas, tijeras y serruchos, hasta hacer brillar el metal. Prepara nuevos bancales con tierra suelta y mullida, que cuida y rastrilla diariamente, reservándolos para las nuevas adquisiciones.
Por las tardes descansa. También le gusta salir a reponer o afilar herramientas y seleccionar en los viveros lo necesario para hacer del jardín un espacio para la armonía y el reposo.
Y alguna noche, si no amainan las pesadillas, se viste y sale a buscar compañía, mostrándose siempre afable y exigente en la elección. El candidato debe ser atrevido y festivo, algo adulador, zalamero, preferiblemente casado. Si en la primera cita le promete «una felicidad sin límites», se lo lleva a casa para siempre. Con su marido ya suman dieciséis lechos de preciosos narcisos.
Presagios
Siempre fui sensible al alma poderosa de los libros viejos, pero ninguno se ha entrometido en mi vida como este Presagios, de la edición de 1936, autografiado por Salinas.
Lo adquirí en una librería anticuaria. Entre sus hojas escondía un amarillento papel manuscrito donde se leía «pregúntame por qué te quiero». Me conmovió imaginar el objetivo de la nota y, atraído por esa idea, reavivé el desafío introduciéndolo entre las páginas de la novela de Coetzee que leía mi esposa.
Mientras meditaba mi respuesta descubrí que ella había abandonado la rutina de la lectura: apenas hojeaba un par de páginas antes de dormir.
Esta mañana mi ansiedad me ha incitado a comentarle que Coetzee tenía un nuevo libro. Los significados de su respuesta, mientras se alejaba por el pasillo, me han abierto un abismo de incertidumbre.
—Estoy muy cansada. Estoy pensando dejarlo.
Pesadillas
Un relámpago rasga la oscuridad del cuarto y lo despierta. Siente el extravío de quien abandona el sueño inesperadamente, un sentirse extraño sin motivo. Como ha hecho otras noches, decide serenarse arropando a Manuel y dándole un beso entre sus rizos rubios: confirmar su bienestar siempre le produce una tranquilidad infalible.
Cuando sale al pasillo se despista y, sin saber cómo, acaba abriendo la puerta del baño. En el siguiente intento, entreabre, se asoma y se deja guiar por la luz quitamiedos de la mesilla. Se acerca a la cama, retira un par de muñecos de encima y estira la colcha nueva para arropar su brazo bajo el edredón. Con el movimiento de la ropa parece despertarse. Él, como siempre, le calma, le llama «hijo precioso» y le ahueca la almohada para que esté más cómodo. Pero cuando consigue girarle la cabecita hacia él no encuentra sus ojos azules. Ahí no está el sonriente gesto de ensoñación acostumbrado. No hay ni un bucle en ese pelo negro. No es su voz la de la niña asustada que le advierte:
—Tú no eres mi papá.
Epidemia
Aunque nunca fue el más popular del pueblo decidimos hacerle la vida más fácil dadas las circunstancias terminales de su enfermedad. Convencimos a Julieta para que accediera por fin a ser su novia el tiempo que le quedase, y sus hermanos, que le habían declarado odio eterno, volvieron a hablarle por pura humanidad. Tras consultar si le apetecía que recuperásemos aquella costumbre de cuando éramos chavales, los amigos establecimos los viernes como «tardes de bolera y cañas». Le readmitieron en la panadería donde trabajaba antes de su diagnóstico, y los del grupo de teatro de la Casa de la Cultura rescataron aquella idea que tuvo de montar un musical benéfico en favor del maestro jubilado de la escuela. En la escena final participarían un centenar de vecinos.
La última revisión con el especialista ha confirmado síntomas evidentes de mejoría, pero los vecinos le hemos advertido que siga con la recuperación poco a poco, que no tenga prisa por recobrar la normalidad, que nunca había habido tanta alegría en el pueblo.
Este verano hemos pensado arreglar el campanario, porque Julieta ha confesado que, ya que ha consentido en semejante insensatez, quiere casarse con él por la iglesia. Bueno… y Braulio con Rosa. Y Manolo con Luis.
El Tesoro
a J.G.
Cuarenta años después, cada rincón de Casares es un escenario vivo de mi pasado. La tienda de Miguel —ya en ruinas— que presumía de vender jabón de lagarto y chorizo de león; el balcón de Marita, cumbre de mi deseo juvenil; el banco de piedra que señalaba la parada del autobús, desde donde escapé con mi amigo Vicen para conocer el estadio Santiago Bernabéu y conseguir una foto con Zárraga, que perdimos poco después.
Durante años mantuve la ilusión de encontrar nuestro particular tesoro, cuyo objeto más valioso era el crucifijo de plata que le robamos a Sor María con toda la intención de cambiarle el destino. Inesperadamente, la caja de latón que lo guardaba apareció donde la dejamos, bajo la piedra plana del muro de Las Albricias. Era evidente que Vicen la había revisado antes de morir.
Aún se conservaba, ya amarillo, nuestro «pacto de amistad eterna», una cajetilla intacta de Peninsulares, tres estampas de mujeres desnudas y un inesperado sobre que, en el exterior, explicaba la ausencia de la joya.
«Sor María ha muerto. No creo que mereciera el infierno. Meteré el crucifijo en su ataúd, pero repongo el valor de nuestro tesoro».
Abrí el sobre y allí estábamos los tres: Zárraga, Vicen y yo.
Marea baja
Desde allí mismo, en el arcén, llamé a Miguel Peña, un antiguo novio de mi hermana Elena que había llegado a concejal. Peña era un tipo serio y engreído, pero en esta ocasión resultaba adecuado, porque cumplía la condición de ser la única persona que conocía con un cargo de cierta autoridad. Entendió con una inesperada normalidad la situación de la ballena y mi primo, y me aseguró que pondría en marcha algún protocolo de emergencia que permitiera ayudar en el rescate del animal.
—Llamaré también a los medios de comunicación. Déjalo en mi mano —y me colgó.
Cuando salí del coche ya había otros vehículos aparcados tras de mí. Algunos conductores permanecían dentro de los suyos, curioseando a distancia, pero otros se descolgaban por la pendiente hacia la playa. Yo retrocedí unos metros para acceder por el camino. Había bajado suficientes veces por allí para saber que la ladera solo es más rápida hasta que cumples los cuarenta. La entrada habitual es un paso empedrado que desciende hasta la caseta de mi tío, y desde allí hasta la playa hay un sendero de arena cómodo y directo.
La caseta tenía las ventanas abiertas. En la que da a la playa vi asomada a La Quina. Era una furcia vieja de las de corto presupuesto. La llamaban así porque se vanagloriaba de haber sido novia de un jugador de fútbol muy conocido con ese nombre. También contaban que tuvo una aventura con un escritor que había escrito una novela sobre su vida, pero no recuerdo su nombre y dudo que alguien supiera el de la novela. No sé cómo le podía interesar a alguien la vida de La Quina. Siempre la recuerdo vieja y flaca. Y allí estaba; con un vestido de esos cuyo estampado tiene líneas de purpurina brillante de color azul. Con la mirada fija en la playa parecía un viejo retrato enmarcado por la pintura verdosa del marco, con un enorme lazo rojo sujetando una melena lacia y tintada a mechas. Cuando me vio bajar por el sendero, me enseñó su sonrisa espléndida y movió los dedos de la mano con la que sujetaba el cigarro en un aleteo a modo de saludo.
Junto a la caseta estaba aparcada la moto de Minio. Era famosa en la comarca por el ruido y porque medio pueblo la había usado en alguna ocasión. Era una moto pequeña y sucia, llena de pegatinas descoloridas y con un portabultos de tubos remendados con tiras de goma. Minio no echaba cuenta de ella. La llenaba de gasolina cuando le parecía y, si acaso, le cambiaba la bombilla del faro si se había fundido. Pero era una de esas máquinas obsesionadas con funcionar.
Minio siempre fue así. La puerta de su casa nunca se cerraba y hasta en invierno tenía las ventanas abiertas; decía que, si no, se sentía encerrado. Mi madre defendía otra versión; ella decía que desde que la compañía de la luz le cortó el suministro,