Una luna sin miel
Por Christina Lauren
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Lo que nunca hubiese podido imaginar es que el enlace acabaría con una intoxicación alimentaria que afectaría a todos los invitados salvo a ellos. Animada por Ami y decidida a evitar que Ethan disfrute solo de unas vacaciones gratis, Olive está dispuesta a olvidar las diferencias que los separan y zarpar hacia el paraíso. Después de todo, no puede ser tan difícil ignorarse durante diez días mientras fi ngen ser dos enamorados en una idílica luna de miel en Hawái, ¿no?
Christina Lauren
Christina Lauren is the combined pen name of longtime writing partners and best friends Christina Hobbs and Lauren Billings, the New York Times, USA TODAY, and #1 internationally bestselling authors of the Beautiful and Wild Seasons series, Autoboyography, Love and Other Words, Roomies, Josh and Hazel’s Guide to Not Dating, The Unhoneymooners, The Soulmate Equation, Something Wilder, The True Love Experiment, and The Paradise Problem. You can find them online at ChristinaLaurenBooks.com or @ChristinaLauren on Instagram.
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Una luna sin miel - Christina Lauren
CAPÍTULO
UNO
Durante la calma que precede a la tormenta (en este caso, la gloriosa calma antes de que los preparativos de la boda arrasen la suite nupcial) mi hermana gemela se mira fijamente la mano, analiza una uña recién pintada de rosa coral y dice:
—Supongo que te alegrará ver que no me he vuelto tan loca como para convertirme en Godzilla. —Contempla la habitación, se gira hacia mí y sonríe—. Seguro que pensabas que a estas alturas estaría insoportable.
Sus palabras encajan tan bien en el momento que quiero fotografiarlas y enmarcarlas. Julieta, nuestra prima, me mira cómplice mientras le da la segunda capa de pintauñas en los pies («¿No creéis que deberían ser más rosa palo?») y me hace un gesto mientras yo me aboco en la tarea de asegurarme minuciosamente de que cada una de las lentejuelas del vestido de Ami estén orientadas en la dirección correcta.
—Compro vocal.
Ami vuelve a mirarme, esta vez con menos entusiasmo. Lleva un conjunto de ropa interior elegante pero diminuto que estoy segura (con cierto grado de náusea fraternal) que su prometido, Dane, destruirá más tarde. Maquillaje sencillo, el pelo oscuro peinado hacia arriba y un abultado velo enganchado en la coronilla. Es desconcertante. Aunque por fuera somos idénticas y muy diferentes en el interior, esto es algo totalmente nuevo: Ami es el vivo retrato de una novia. De repente, su vida no tiene ninguna similitud con la mía.
—Que no soy insoportable —se queja—, solo perfeccionista.
Encuentro mi lista y la levanto para llamar su atención. Es una hoja de papel rosado con bordes decorados en la que, con una caligrafía perfecta, escribió Lista de tareas de Olive — Día de la boda e incluye setenta y cuatro (sí, setenta y cuatro) puntos que van desde Comprobar que las lentejuelas del vestido estén simétricamente orientadas hasta Quitar todos los pétalos marchitos de los centros de mesa.
Cada dama de honor tiene su lista. Aunque puede que no todas sean tan largas como la mía, todas están igual de decoradas y escritas con esmero. Ami incluso dibujó los cuadraditos para que pudiéramos marcar las tareas completadas.
—Algunos dirían que estas listas son un poco exageradas —digo.
—Los mismos que pagarían un ojo de la cara por una boda la mitad de espectacular —responde.
—Exacto. Los que contratarían a una organizadora de eventos para… —consulto mi lista—, secar la condensación de las sillas media hora antes de la ceremonia.
Ami se sopla las uñas para secarlas y suelta una risa digna de una villana de película.
—Tontos.
Todos sabemos lo que dicen sobre las profecías autocumplidas: cuando ganas, te sientes ganador y eso hace que, de alguna manera… sigas ganando. Tiene que ser verdad porque Ami siempre lo gana todo. Participó en una rifa en una feria callejera y volvió a casa con entradas para el teatro. Participó en un sorteo que hizo El Gnomo Feliz y consiguió cervezas a mitad de precio durante un año. Sin mencionar todo el maquillaje, libros, entradas para el cine, un cortacésped, incontables camisetas y hasta un coche. Por supuesto, también ganó un lote de papeles y plumas que usó para escribir las listas de tareas.
Dicho esto, claro que cuando Dane Thomas le pidió matrimonio, Ami se aseguró de que nuestros padres no tuvieran que poner ni un solo dólar para la boda. Aunque mamá y papá querían contribuir (tienen muchos problemas, pero el dinero no es uno de ellos), para Ami, conseguir cosas gratis es su desafío favorito. Si antes de su compromiso pensaba que los sorteos eran deportes de alto rendimiento, desde el compromiso vivía los preparativos de la boda como los Juegos Olímpicos.
Nadie en nuestra enorme familia se sorprendió cuando logró organizar una boda elegante con doscientos invitados, bufé de marisco, fuente de chocolate y rosas de todos los colores en cada tazón, florero y copa, desembolsando, como mucho, mil dólares. Ami trabajó hasta el agotamiento para encontrar las mejores promociones y concursos. Participó en todos los sorteos que encontró en Twitter y Facebook, y hasta creó un correo electrónico que le iba como anillo al dedo: ameliatorresganadora@xmail.com.
Después de asegurarme por completo de que no queda ninguna lentejuela rebelde, levanto la percha del gancho metálico del que colgaba el vestido para dárselo, pero, antes de que pueda llegar a tocarlo, mi hermana y mi prima gritan al unísono; Ami se coge la cara con las manos y sus labios rosa mate forman una O de horror.
—Déjalo donde está, Ollie —dice—. Ya lo hago yo. Con tu suerte, tropezarás, caerás sobre la vela y mi vestido se trasformará en una bola aromatizada de lentejuelas y fuego.
No se lo discuto: tiene razón.
Separador. Imagen florMientras que Ami es un trébol de cuatro hojas, yo siempre he tenido una suerte pésima. Y no exagero ni digo que tengo mala suerte en comparación con Ami; es una verdad objetiva. Si alguien busca «Olive Torres, Minnesota» en internet, encontrará docenas de artículos y publicaciones sobre la vez que me quedé atrapada en una máquina de esas en las que tienes que coger un peluche. Tenía seis años y, como el muñeco que había capturado no acabó de caer, decidí entrar y rescatarlo.
Pasé dos horas dentro de la máquina, rodeada de peluches de pelo áspero y un penetrante olor a químicos. Recuerdo mirar hacia afuera a través del vidrio lleno de dedos marcados y encontrarme con una multitud de caras desesperadas gritándose indicaciones que yo no llegaba a escuchar. Al parecer, cuando los dueños del local les explicaron a mis padres que la máquina no les pertenecía y, por lo tanto, no tenían llaves para abrirla, tuvieron que llamar al departamento de bomberos de Edina, que acudieron acompañados de periodistas que documentaron mi extracción minuto a minuto.
Veintiséis años después (gracias, YouTube), el vídeo sigue circulando. A día de hoy, casi quinientas mil personas lo han visto y comprobado que soy tan testaruda como para meterme en una máquina y que tengo tanta mala suerte como para engancharme los pantalones y perderlos a la hora de salir.
Esta solo es una de las tantas historias que podría contar. Así que, sí, Ami y yo somos gemelas idénticas (ambas medimos un metro sesenta, tenemos una mata de pelo oscuro que se descontrola ante el más mínimo indicio de humedad, ojos marrones, narices respingonas y hasta las mismas constelaciones de pecas), pero el parecido acaba ahí.
Nuestra madre siempre intentó destacar las diferencias para reforzar el sentimiento de que éramos individuos y no las partes de un todo. Sé que lo hizo de buena fe, pero nuestros roles siempre estuvieron bien definidos: Ami es una optimista que siempre ve el vaso medio lleno; yo tiendo a pensar que es el fin del mundo. Cuando teníamos tres años, mamá nos disfrazó de Osos Amorosos: ella era Gracioso y yo, Gruñón.
Está claro que la profecía autocumplida funciona en ambas direcciones: si alguien piensa que, después de aparecer en las noticias con la cara apoyada en un vidrio lleno de huellas, mi suerte mejoró…, está muy equivocado. En la vida he ganado un concurso de dibujo o una apuesta entre amigos; ni siquiera un bingo o el juego de ponerle la cola al burro. En su lugar, me rompí una pierna cuando alguien cayó rodando por las escaleras y me arrastró consigo (la otra persona salió ilesa), en el sorteo de tareas de las vacaciones familiares me tocó limpiar el baño cinco años consecutivos, un perro se me meó encima mientras tomaba el sol en Florida, una infinidad de aves se me han cagado en el pelo, y cuando tenía dieciséis años me cayó un rayo (sí, de verdad) y viví para contarlo (pero tuve clases durante el verano para recuperar las dos semanas que perdí).
A Ami le gusta refutar estas pruebas con el recuerdo de que una vez adiviné cuántos chupitos quedaban en un vaso de tequila. Pero, después de bebérmelos casi todos para celebrarlo y vomitarlos a los pocos minutos, no conservo un recuerdo particularmente alegre.
Separador. Imagen florAmi descuelga el vestido (que no tuvo que pagar) de la percha y se lo pone justo en el momento en que nuestra madre entra desde la habitación (por la que tampoco ha tenido que pagar). Suspira de un modo tan dramático cuando la ve que estoy segura de que Ami y yo pensamos lo mismo: «Olive se las ha ingeniado para manchar el vestido».
Tengo que mirarlo detenidamente para asegurarme de que no es así.
Todo está en orden. Ami suspira aliviada y me pide que, con cuidado, le suba la cremallera.
—Mami, nos has dado un susto de muerte.
Con la cabeza llena de rulos y una copa de champán (claro, gratis) a medio beber en la mano, mi madre parece una buena imitadora de Joan Crawford. Si Joan Crawford hubiera nacido en Guadalajara.
—¡Ay, mijita, estás preciosa!
Ami la mira, sonríe y recuerda (en un repentino ataque de ansiedad por separación) la lista que dejó en la otra punta de la habitación.
—Mamá, ¿le diste al DJ el pendrive con música?
Ella vacía su copa antes de sentarse con delicadeza en el sillón de terciopelo.
—Sí, Amelia, le di tu cosito de plástico al hombre blanco que lleva ese horrible traje con estampado de mazorcas.
A mamá ese vestido magenta le queda impecable. Cruza las piernas bronceadas y acepta la copa de champagne que le ofrecen.
—Tiene un diente de oro —agrega mamá—, pero estoy segura de que se le da muy bien su trabajo.
Ami la ignora y marca la tarea como completada con tanta intensidad que el ruido del bolígrafo retumba por toda la habitación. No le importa si el DJ cumple las expectativas de nuestra madre (o las suyas propias), acaba de llegar a la ciudad y ganó una sesión en una rifa que organizaron en el hospital en el que trabaja como enfermera de hematología. «Gratis» pasa delante de «talentoso», siempre.
—Ollie —dice Ami sin despegar los ojos de la lista que sostiene frente a ella—, tú también deberías vestirte. Tu vestido está colgado detrás de la puerta del baño.
Me escabullo hacia el baño con un saludo burlón:
—De inmediato, su majestad.
La pregunta que más nos hacen es cuál nació primero. La respuesta me parece bastante obvia porque, quitando el hecho de que Ami nació cuatro minutos antes, es, sin duda, la líder. Cuando éramos pequeñas, jugábamos a lo que ella quería jugar, íbamos a donde ella quería ir y, aunque algunas veces me quejaba, siempre la seguía. Puede convencerme de casi cualquier cosa.
Por eso he acabado con este vestido.
—Ami… —la llamo mientras abro la puerta del baño, horrorizada por mi reflejo.
«Quizá es la luz», pienso, y arrastro esta monstruosidad verde y brillante a uno de los espejos de la habitación.
Guau. Sin duda no es la luz.
—Olive… —responde.
—Parezco una lata gigante de 7up.
—¡Sí, nena! —exclama Jules—. Ojalá alguien la abra de una vez por todas.
Mamá tose.
Fulmino a mi hermana con la mirada. Tenía mis dudas cuando accedí a ser dama de honor en una boda cuya temática era Paraíso Invernal, así que puse como condición que mi vestido no tuviera terciopelo rojo o piel sintética blanca. Ahora me doy cuenta de que debería haber sido más específica.
—¿Elegiste este vestido? —Señalo la generosidad de mi escote—. ¿Lo has hecho a propósito?
Ami gira la cabeza y me estudia.
—Si con eso te refieres a que gané un sorteo de la iglesia evangelista… ¡Conseguí todos los vestidos de las damas de honor! Más tarde ya me darás las gracias por haberte ahorrado tanto dinero.
—Somos católicos, Ami, no evangelistas. —Tiro de la tela del vestido—. Parezco una prostituta el día de San Patricio.
Me doy cuenta de mi error (no haber visto antes el vestido), pero, hasta hoy, el buen gusto de Ami había sido infalible. Además, en el momento de la prueba de vestuario, yo estaba en la oficina de mi jefe, rogando sin éxito no estar en la lista de los cuatrocientos científicos que la compañía iba a despedir. Reconozco que tenía la cabeza en otra parte cuando Ami me mandó la foto del vestido, pero no recuerdo que fuera ni tan satinado ni tan verde.
Giro para verlo desde otro ángulo y… ¡Dios mío! La espalda es todavía peor. No ayuda que las últimas semanas de estrés y repostería hayan contribuido a… ¿cómo decirlo? Ganar un poco de pecho y caderas.
—Si me pongo detrás en las fotos, puedo hacer de croma.
—Estás muy sexy, confía en mí. —Jules aparece por detrás, diminuta y enfundada en su nuevo envoltorio verde satinado.
—Mami —llama Ami—, ¿no crees que el corte de ese escote resalta las clavículas de Ollie?
—Y sus chichis. —Vuelve a tener la copa llena.
El resto de las damas de honor se amontonan en la suite y hay un escándalo colectivo por la emoción de ver a Ami deslumbrante con su vestido. Es una reacción normal en la familia Torres. Sé que mi siguiente comentario puede sonar a hermana celosa y resentida, pero prometo que no es así: a Ami le encanta ser el centro de atención, pero (tal como quedó demostrado con mi aparición en las noticias) a mí no. Mi hermana brilla bajo los focos y yo prefiero ser quien apunta las luces hacia ella.
Tenemos doce primas hermanas; y todas estamos metidas en la vida de las otras 24/7, pero como Ami solo ganó siete vestidos, se vio obligada a tomar decisiones difíciles. Así que ahora mismo algunas viven en el Monte Pasivo Agresivo y han decidido arreglarse en otra habitación. Por un lado, mejor, esta suite es demasiado pequeña para que tantas mujeres puedan entrar dentro de una faja modeladora sin correr peligro.
El aire está invadido por una nube de laca y hay suficientes tenacillas, planchas y productos de peluquería como para montar un salón de belleza. Todas las superficies están cubiertas por algún producto o un neceser a punto de explotar.
Llaman a la puerta, Jules abre y vemos que el primo Diego está al otro lado. Tiene veintiocho años, es gay y va más guapo de lo que yo seré jamás. Cuando Ami le dijo que no iba a poder estar en la habitación de la novia y que tendría que quedarse con el novio y sus amigos, Diego la acusó de sexista. Por su expresión al ver nuestros vestidos, ahora se considera afortunado.
—Lo sé —digo, rindiéndome y alejándome del espejo—. Es un poco…
—¿Apretado? —sugiere.
—No…
—¿De puta?
—Iba a decir verde.
Inclina la cabeza y camina a mi alrededor para poder apreciarlo desde todos los ángulos.
—Iba a ofrecerme para maquillarte, pero sería una pérdida de tiempo. —Sacude una mano—. Hoy nadie va a mirarte la cara.
—No la avergüences, Diego —dice mi madre, y me doy cuenta de que no está en desacuerdo con el juicio de mi primo, solo quiere que deje de molestarme.
Dejo de preocuparme por el vestido (y de si se me va a escapar una teta en medio de la boda) y vuelvo al caos de la habitación. Hay una docena de conversaciones sucediendo en simultáneo. Natalia se ha cambiado el color de pelo de castaño a rubio y está segura de que fue una mala decisión. Diego le da la razón. El aro del sujetador de Stephanie se ha roto y la tía María le está explicando cómo reemplazarlo por cinta adhesiva. Cami y Ximena discuten sobre qué faja es de quién y mamá vacía otra copa de champán. En medio del ruido y los químicos, Ami vuelve a enfocar su atención en la lista.
—Olive, ¿has hablado con papá? ¿Ya ha llegado?
—Estaba en el salón cuando llegué.
—Bien. —Otra tarea completada.
Puede parecer extraño que me toque a mí controlar a papá y no a su mujer (nuestra madre), que está sentada aquí, pero así funciona nuestra familia. No interactúan directamente desde que papá engañó a mamá y ella lo echó de casa. Sin embargo, no quiso divorciarse. Por supuesto que nos pusimos del bando de mamá, pero han pasado diez años y sigue habiendo tanto drama como el primer día. Desde que papá se fue, no se me ocurre una sola conversación donde no hayamos tenido que mediar yo, Ami o alguno de los siete hermanos que suman entre los dos. Nos dimos cuenta bastante rápido de que así sería más fácil para todos, pero aprendimos que el amor es agotador.
Ami se estira para coger mi lista, pero me aseguro de hacerlo antes que ella; las pocas tareas completadas pueden desencadenar un ataque de pánico. La escaneo y me alegra descubrir que la próxima indicación requiere que abandone esta neblina de fijador.
—Voy a la cocina a asegurarme de que me hayan hecho un plato diferente.
El bufé (gratis) incluye una gran variedad de mariscos, pero, por mi alergia, con solo probar uno acabaría en la morgue.
—Espero que Dane se haya acordado de pedir pollo para Ethan. —Ami frunce el ceño—. Dios, espero que sí. ¿Puedes preguntarlo?
El bullicio de la habitación para en seco y once pares de ojos se clavan en mí. La mera mención del hermano mayor de Dane me enturbia el humor.
Aunque Dane es del montón (la clase de hombre que le grita a la tele mientras mira algún deporte, que presume de músculo y se esmera por usar todas las máquinas del gimnasio al mismo tiempo), hace feliz a Ami. Y con eso me basta.
Ethan, en cambio, es un idiota inmaduro y criticón.
Consciente de que soy el centro de atención, me cruzo de brazos visiblemente molesta.
—¿Por qué? ¿También es alérgico?
Por alguna razón, tener algo en común con Ethan Thomas, el hombre más arisco del universo, despierta en mí una violencia irracional.
—No —dice Ami—. Pero es quisquilloso y no le gustan los bufés.
—No le gustan los bufés… Claro. —Suelto una carcajada.
Hasta donde sé, Ethan es quisquilloso literalmente con todo.
Por ejemplo, en la barbacoa que organizaron Dane y Ami para el Cuatro de Julio, ni siquiera probó la comida, y eso que habían estado todo el día preparándola. En Acción de Gracias, le cambió el sitio a su padre para no tener que sentarse a mi lado. Y anoche, en la cena de ensayo, cada vez que comía un trozo de pastel o mis primos me hacían reír, se masajeaba las sienes para dejar muy claro hasta qué punto lo molesto. Al final dejé lo que quedaba de pastel y decidí ir al karaoke con mi padre y el tío Omar. Quizá simplemente estoy enfadada porque me resigné a dar solo tres bocados a un pastel buenísimo para no molestar a Ethan Thomas.
Ami vuelve a fruncir el ceño. Ethan tampoco es santo de su devoción, pero está harta de tener esta discusión.
—Olive, apenas lo conoces.
—Lo conozco lo suficiente. —La miro y digo solo tres palabras—: Bollos de queso.
—Por Dios, ¿es que no puedes olvidarlo? —Mi hermana suspira y sacude la cabeza.
—Si como, me río o respiro, ofendo su delicada sensibilidad. Sabes que hemos coincidido al menos cincuenta veces y sigue haciendo esa cara de no saber dónde me ha visto antes. —Me acerco—. Somos gemelas.
Natalia se mete en la conversación mientras intenta disimular el decolorado de la nuca. No es justo que, aunque tenga más pecho que yo, no parezca que se le vaya a escapar una teta.
—Es tu oportunidad para conocerlo mejor, Olive. Es tan guapo…
Le respondo con el Arco de Cejas Disgustadas de los Torres.
—Sea como sea, tienes que ir a buscarlo —dice Ami y vuelve a captar mi atención.
—Espera, ¿qué?
Ve mi expresión de desconcierto y apunta a mi lista
—Número seten…
Solo con pensar en que tengo que hablarle a Ethan, empiezo a entrar en pánico. Levanto la mano para impedir que Ami siga. Cuando mire mi lista, en el número setenta y tres (porque Ami sabía que no leería de antemano la lista completa) encontraré la peor tarea de todas: Hacer que Ethan te enseñe su discurso. Evitar que diga algo terrible.
Esto no es culpa de mi mala suerte, sino de mi hermana.
Imagen floresCAPÍTULO
DOS
Salgo de la habitación y todo el ruido, el caos y los aerosoles desaparecen de golpe; el silencio del exterior es precioso. Hay tanta paz que no quiero llegar a la puerta que tiene la figura de un novio colgada de la manija. El inocente personaje custodia la excitación previa a base de (no tengo dudas) cerveza y marihuana. Hasta Diego, que adora las fiestas, prefiere arriesgar su audición y sus pulmones para estar en la habitación de la novia.
Respiro hondo tres veces para retrasar lo inevitable.
Es la boda de mi gemela y estoy muy feliz por ella. Pero me resulta difícil mantenerme a flote, sobre todo en estos momentos de paz y tranquilidad. Dejando de lado mi mala suerte crónica, los últimos dos meses han sido una verdadera mierda: mi compañera de piso se fue, tuve que mudarme a uno diminuto que se me iba de presupuesto y entonces (como no podía ser de otra manera) la compañía farmacéutica para la que llevaba seis años trabajando me despidió. He hecho siete entrevistas en las últimas semanas, todas sin respuesta alguna. Y heme aquí ahora, a punto de enfrentarme a mi archienemigo Ethan Thomas vestida de rana Gustavo.
No puedo creer que hace un tiempo me moría por ver a Ethan. Poco después de empezar con Dane, Ami quiso que conociera a su familia política. Ethan bajó del coche en el aparcamiento del recinto ferial de Minnesota y me fijé en que tenía las piernas largas y los ojos azules a dos coches de distancia. Cuando se acercó me di cuenta de que, además, tenía las pestañas más tupidas que había visto en un hombre. Pestañeaba con lentitud, dándose aires de superioridad. Me miró de reojo, sonreí torpemente y lo saludé con la mano. Sentí de todo menos el interés que debes tener hacia la familia política.
Pero luego cometí un pecado capital del que no había escuchado hablar hasta entonces: ser una mujer curvilínea que come bollos de queso. Habíamos quedado en la entrada y yo me escapé del grupo para comprar un tentempié… porque la comida de la Feria Estatal de Minnesota es lo mejor que he probado en la vida. Los encontré cuando ya iban por la exposición ganadera.
Ethan me miró, después bajó la mirada hacia mi bandeja con queso frito, frunció el ceño, me dio la espalda y se fue con la excusa de que iba a buscar el concurso de cerveza casera. No volvió a aparecer en toda la tarde.
Desde ese día, solo se ha dedicado a molestarme y a hacerme sentir inferior. ¿Qué se supone que debo pensar? ¿Por qué pasó de sonreírme a mirarme con asco de un segundo a otro? Por este motivo sé que, si lo dejo, Ethan Thomas me hará daño. Dejando de lado esta ocasión (y que conste que es por el vestido), me gusta mi cuerpo. No voy a dejar que nadie me haga sentir mal por eso, ni por los bollitos de queso.
Se escuchan voces desde la suite del novio... Tienen montada una fiesta digna de una