Ciudad Feliz
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'Ciudad feliz', de Charles Montgomery, está revolucionando la forma de concebir la vida urbana.
Tras décadas de expansión descontrolada, más personas que nunca están volviendo a la ciudad. La vida urbana densa se ha prescrito como la panacea para la crisis medioambiental y de recursos de nuestro tiempo. ¿Pero es mejor o peor para nuestra felicidad? ¿Son el metro, las aceras y las torres de apartamentos una mejora respecto a la dependencia del coche en los suburbios?
El galardonado periodista Charles Montgomery encuentra respuestas a estas preguntas en la intersección entre el diseño urbano y la emergente ciencia de la felicidad, durante un estimulante viaje por algunas de las ciudades más dinámicas del mundo. Conoce al visionario alcalde que introdujo un autobús "sexy" para aliviar la ansiedad por el estatus en Bogotá; al arquitecto que trasladó las lecciones de las ciudades medievales de la Toscana a la ciudad de Nueva York de hoy en día; al activista que convirtió las autopistas urbanas de París en playas; y a un ejército de suburbanistas estadounidenses que han modificado el diseño de sus propias calles y barrios.
Con nuevos conocimientos de psicología, neurociencia y los propios experimentos urbanos de Montgomery, 'Ciudad feliz' revela cómo las ciudades pueden moldear nuestros pensamientos y nuestro comportamiento. El mensaje es tan sorprendente como esperanzador: si adaptamos las ciudades y nuestras propias vidas a la felicidad, podemos afrontar los urgentes retos de nuestra época. La ciudad feliz puede salvar el mundo y todos podemos ayudar a construirla.
Charles Montgomery
Escritor y urbanista. Utiliza la investigación, la narración, los experimentos públicos y el diseño colaborativo para ayudar a las personas a vivir mejor juntas. Sus ensayos y libros combinan reportajes de investigación con historias reales para explorar la conexión entre cultura, ciencia, diseño y bienestar humano. Es cofundador de Happy Cities, un equipo interdisciplinar que utiliza la evidencia, el compromiso y el diseño para fomentar comunidades más felices, saludables e inclusivas. Su primer libro, The Last Heathen, ganó el premio Charles Taylor de no ficción literaria en 2005, entre otros galardones.
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Ciudad Feliz - Charles Montgomery
01
El alcalde de la felicidad
«Existe un mito, bastante difundido a veces, según el cual una persona solo necesita hacer un trabajo interior y personal para sentirse vivo, pues es enteramente responsable de sus problemas y, para cuidarse, solo debe cambiar… Pero el hecho es que las personas están formadas por su entorno, y su estado de armonía depende enteramente de su armonía con el entorno».
CHRISTOPHER ALEXANDER,
El modo atemporal de construir[1]
Cacé al político en las tripas de un bloque de grises oficinas de cemento situado al borde de una autopista de veinte carriles. Todo en él denotaba urgencia. Gritaba con el fervor apresurado de un predicador. Llevaba una de esas barbas recortadas que suelen exhibir los hombres poco dados a perder el tiempo en afeitarse. Corría por el aparcamiento del edificio, situado en la planta baja, con una especie de galope sostenido, como un delantero centro cobrando un pase largo.
Dos escoltas trotaban tras él con las pistolas embutidas en las cartucheras. No era de extrañar, dada su profesión y el lugar donde se encontraban. Enrique Peñalosa era un político perpetuo en una nueva campaña y el lugar era Bogotá, una ciudad con una reputación espectacular en lo que a asesinatos y secuestros se refiere. Lo extraordinario era lo siguiente: Peñalosa no se metió en el típico monovolumen en el que suelen desplazarse los cargos públicos colombianos, sino que de un brinco subió a una bicicleta de montaña con neumáticos todoterreno y, a toda velocidad, embistió una rampa bajo el ardiente sol andino. En un instante desapareció, saltando bordillos y baches, con una sola mano sujetando el manillar, zigzagueando sobre el asfalto y ladrando al móvil con los pantalones de raya diplomática que ondeaban al viento. Los escoltas, un fotógrafo y yo pedaleábamos frenéticos detrás, como una pandilla de adolescentes a la captura de una estrella de rock.
Unos años antes, ese trayecto habría sido un acto radical y, según la opinión de muchos bogotanos, suicida. Si alguien quería sufrir un asalto o un atropello, o bien morir de asfixia bajo el humo de los coches, ya podía echarse de cabeza a las calles de Bogotá. Pero estábamos en 2007, y Peñalosa insistía en que las cosas habían cambiado. Estábamos seguros. La ciudad se había vuelto más feliz gracias a su plan. «Más feliz», esa era la expresión que usaba una y otra vez, como si le perteneciera.
Las mujeres se reían al verlo pasar y los obreros enfundados en sus monos de trabajo lo saludaban con la mano.
—¡Alcalde!, ¡alcalde! —gritaron algunos, aunque Peñalosa ya llevaba seis años en el cargo y su campaña de reelección apenas había empezado. Él devolvió el saludo con la mano en la que tenía el teléfono.
—¡Buenos días, hermosa! —dijo a las mujeres.
—¿Cómo le va? —preguntó a los hombres.
—¡Hola, amigo![2] —saludaba a todo aquel que se quedaba mirándolo.
—Estamos viviendo un experimento —me gritó finalmente, inclinándose hacia atrás mientras se guardaba el móvil en el bolsillo—. Puede que no consigamos arreglar la economía o hacer que todo el mundo sea tan rico como en Estados Unidos, pero sí podemos diseñar una ciudad donde la gente se sienta digna y rica. La ciudad puede lograr que sean más felices.
Ahí estaba la declaración que tantas lágrimas derramó —yo mismo fui testigo de ello— por sus promesas de redención y revolución urbana.
Han pasado seis años desde aquel paseo en bici con el alcalde de la felicidad, pero aún conservo un recuerdo tan vívido como el sol andino que lucía en aquel momento, el día del inicio del viaje.
Puede que nunca hayáis oído hablar de Enrique Peñalosa y seguramente no os encontrabais entre la multitud que lo recibió como un héroe en ciudades como Nueva York, Los Ángeles, Singapur, Lagos o Ciudad de México a lo largo de la última década. Tal vez nunca lo hayáis visto levantar los brazos como un evangelizador o vocear su filosofía por encima del ruido de cientos de motores al ralentí. Pero lo cierto es que su gran experimento y su aún más grande retórica inspiran gran fervor urbanista dondequiera que va. Peñalosa se ha convertido en una figura clave de un movimiento que está cambiando la estructura y el alma de las ciudades del mundo.
La primera vez que vi a Peñalosa empleando su mágica retórica fue en la primavera de 2006. Naciones Unidas acababa de anunciar que, cualquier día de los meses siguientes, un niño nacería en algún hospital urbano o un migrante llegaría a trompicones a algún barrio de chabolas metropolitano y, a partir de entonces, más de la mitad de la población mundial estaría viviendo en ciudades. Cientos de millones más seguirían el ejemplo. Para 2030, casi 5.000 millones de personas serían urbanitas.[3] Esa misma primavera, la agencia Habitat de Naciones Unidas, que analiza los asentamientos humanos, convocó a miles de alcaldes, ingenieros, funcionarios y benefactores con ínfulas filantrópicas para celebrar el Foro Urbano Mundial. Los delegados se reunieron en un centro de convenciones cerca del puerto de Vancouver para debatir sobre los posibles modos de salvar del desastre a las ciudades mundiales en crecimiento.
Aunque el mundo tenía una noción muy difusa de la enorme recesión que se avistaba en el horizonte, el pronóstico era desolador. ¿Cuál era el problema? Por una parte, las ciudades emitían la mayor parte de la polución[4] y el 80 por ciento de los gases de efecto invernadero. Por otra, las predicciones apuntaban a que los efectos del cambio climático no tardarían en azotar las ciudades, desde las olas de calor o la escasez de agua a las oleadas de migrantes huyendo de las sequías, inundaciones o guerras por el agua. Los expertos coincidían en que las ciudades sufrirían casi tres cuartos de los costes de la adaptación al calentamiento global. Mermarían la recaudación de impuestos, la energía o el empleo. Parecía que no había forma de que pudieran ayudar a los ciudadanos a cumplir los objetivos de seguridad y prosperidad que la urbanización siempre había prometido de algún modo. La reunión, en este sentido, fue un baño de realidad.
Pero los ánimos cambiaron en cuanto Peñalosa subió al escenario y dijo a los alcaldes que aún había esperanza, que las grandes migraciones no suponían una amenaza, ¡ni hablar!, sino una oportunidad tremenda de reinventar la vida urbana. A medida que las ciudades pobres doblaran o triplicaran su población, podrían evitar los errores cometidos por las ciudades ricas. Podrían ofrecer a sus habitantes vidas mejores, más fuertes, más libres y alegres de las que ofrecían la mayoría de las ciudades actuales. Pero para llegar a ese punto debían repensar completamente sus convicciones y propósitos; renunciar a un siglo de pensamiento sobre la edificación urbana, a algunos de sus sueños.
Para profundizar en esta idea, Peñalosa contó una historia.
A finales del siglo XX, Bogotá se había convertido en un lugar verdaderamente horrible para vivir, uno de los peores del mundo. Asfixiada por montones de refugiados, abrasada por décadas de guerra civil y atentados esporádicos a base de granadas y bombardeos —los ataques más comunes eran perpetrados por armas de fabricación casera mortales—[5] y sacudida por el tráfico, la polución, la impotencia y la pobreza, la capital colombiana, tanto en su propio ámbito como en el extranjero, se consideraba un infierno en vida.
Cuando Peñalosa se presentó a la alcaldía en 1997, se negó a hacer las consabidas promesas de los políticos. No iba a hacer rico a todo el mundo. Que se olvidaran del sueño americano: aún quedaban muchas generaciones para alcanzar a los gringos, incluso si la economía urbana entraba en racha y se mantenía en su máximo esplendor durante un siglo entero. El sueño de los ricos solo conseguía hacer sentir mal a los bogotanos, se lamentaba Peñalosa.
«Si tuviéramos que definir nuestro éxito solo en términos de renta per cápita, no nos quedaría más remedio que aceptarnos como sociedad de segunda o de tercera, un hatajo de perdedores», afirmó. No, la ciudad necesitaba un nuevo objetivo. Peñalosa no prometió un coche en cada garaje ni una revolución socialista. Su promesa era muy simple. Iba a hacer a los bogotanos más felices.
«¿Y qué necesitamos para ser felices? —preguntó—. Necesitamos caminar, igual que los pájaros necesitan volar. Necesitamos rodearnos de gente. Necesitamos belleza y contacto con la naturaleza. Y, sobre todo, necesitamos no sentirnos excluidos, sino percibir una cierta igualdad».
No deja de ser irónico que, al abandonar la búsqueda del sueño americano, Peñalosa invocara un propósito establecido en la Constitución estadounidense: si se centraban en perseguir otra clase de felicidad, los bogotanos, pese a sus exiguas nóminas, podrían superar de verdad a los gringos.
Hoy en día, al mundo no le faltan gurús de la felicidad y algunos de ellos afirman una y otra vez que la respuesta está en la práctica espiritual. Otros nos invitan, simplemente, a pedir prosperidad al universo, pues acercarnos a Dios nos hará ricos; y ser ricos, poco a poco, nos acercará a Dios. Pero Peñalosa no pensaba recurrir al adoctrinamiento de masas, la instrucción religiosa o los cursos subvencionados de psicología positiva. No predicaba la ley de la atracción o el principio de la riqueza transformadora. Lo suyo era un evangelio de urbanismo transformador. La ciudad podía ser un artefacto de felicidad. La vida podía mejorar, incluso en medio del abatimiento económico, mediante un cambio en las formas y los sistemas definitorios de la existencia urbana.
Peñalosa atribuía un poder casi trascendental a un cierto tipo de urbanismo. «Muchas de las cosas que la gente compra en las tiendas le brindan una gran satisfacción en el momento de adquirirlas —me explicó—. Sin embargo, al cabo de unos cuantos días, la satisfacción mengua, y en unos meses ya se ha desvanecido por completo. Los espacios públicos extensos, en cambio, son una especie de bien mágico, nunca dejan de cosechar felicidad. Son, por así decirlo, felicidad en sí mismos». La humilde acera, el parque, el carril bici y el autobús entraban a formar parte del reino psicoespiritual.
Peñalosa insistía en que, al igual que muchas otras ciudades, Bogotá estaba profundamente herida por la dualidad del legado urbano del siglo XX: primero, se había orientado gradualmente en torno a los vehículos privados; segundo, la mayoría de los espacios y recursos públicos se habían privatizado. Los coches y vehículos comerciales ocupaban las plazas y aceras públicas. La gente había cercado o vallado lo que antaño eran parques públicos. En una época en que incluso los más pobres tenían televisor, el espacio cívico común era pasto del olvido o la degradación.
Esa organización era tan injusta —solo una de cada cinco familias tenía coche— como cruel. A los residentes urbanos se les negaba la oportunidad de disfrutar los más sencillos placeres cotidianos del entorno: pasear por calles agradables; sentarse en bancos públicos; hablar; contemplar la hierba, el agua, las hojas cayendo de los árboles o la gente pasar. Y jugar, claro: los niños llevaban mucho tiempo desaparecidos de las calles de Bogotá, no por miedo a las armas de fuego o el secuestro, sino porque las calles eran muy peligrosas debido a la velocidad endiablada de los coches. Cuando algún padre gritaba: «¡Cuidado!», todo el mundo sabía que un niño estaba a punto de ser atropellado. Así, el primer y definitivo acto de Peñalosa como alcalde fue declarar la guerra; no al crimen, las drogas o la pobreza, sino a los vehículos privados.
«Una ciudad puede ser considerada ya con las personas, ya con los coches, pero nunca con ambos», anunció.
Entonces desechó un ambicioso plan de expansión de carreteras de la ciudad para volcar todo ese presupuesto en construir cientos de miles de carriles bici, una vasta y novedosa red de parques y plazas peatonales y otra de bibliotecas, escuelas y guarderías. Puso en marcha un sistema de transporte rápido basado en autobuses, no en trenes, gravó los impuestos del combustible y prohibió a los conductores desplazarse al trabajo en coche más de tres veces por semana. Más adelante me adentraré en estos detalles, pero ahora lo importante es comprender que este programa transformó la experiencia de vivir en la ciudad a millones de personas, y apostó por un rechazo total de las filosofías que, durante medio siglo, habían guiado a los constructores urbanos de todo el mundo. Era un ideal opuesto a la ciudad que las leyes y costumbres norteamericanas, la industria inmobiliaria, las disposiciones financieras y las ideologías más desarrolladas habían favorecido. Más específicamente, era una visión contraria a la que millones de personas de clase media habían perseguido en los suburbios.
En el tercer año de mandato, Peñalosa desafió a los bogotanos a participar en un experimento, el día sin carro.[6] Desde el amanecer del 24 de febrero de 2000, se prohibió circular por la ciudad a todos los coches privados a lo largo del día. Más de ochocientos mil vehículos se quedaron aparcados ese jueves. Los autobuses iban llenos y los taxis eran difíciles de encontrar, pero cientos de miles de personas siguieron el ejemplo de Peñalosa y tomaron las calles a su ritmo: a pie, en bici y patinando para ir a la escuela o el trabajo.
Fue el primer día en cuatro años que nadie murió en un accidente de tráfico. Los ingresos hospitalarios descendieron casi un tercio. La neblina tóxica que coronaba la ciudad se hizo más fina. La gente siguió yendo al trabajo y la asistencia a las escuelas no sufrió una variación significativa. Los bogotanos disfrutaron tanto de aquel día que votaron para convertirlo en una costumbre anual y en 2015 también decidieron prohibir la circulación de vehículos privados en hora punta todos los días. En las encuestas afirmaron que, por primera vez en muchos años, se sentían optimistas con respecto a la vida en la ciudad.
Peñalosa contó la historia con el mismo fervor que Martin Luther King en Washington y tuvo una acogida similar. Pude ver a tres mil asistentes al Foro Urbano Mundial levantarse de los asientos y lanzar vítores a modo de respuesta. Los estadísticos de Naciones Unidas aplaudieron sin querer. Los economistas indios sonrieron y se aflojaron la corbata. Los delegados senegaleses se contonearon en una danza con sus túnicas de colores carnavalescos. Los arquitectos mexicanos silbaron. También yo noté como el corazón me latía más fuerte. Peñalosa parecía afirmar lo que muchos pensadores urbanos creen a pie juntillas, pero rara vez se atreven a decir en voz alta. La ciudad es un medio para alcanzar una forma de vida. Puede ser un reflejo de lo mejor que hay en nosotros. Puede ser lo que queramos que sea.
Puede cambiar, hacer un cambio drástico.
El movimiento
¿Es el diseño urbano lo bastante poderoso para crear o destruir felicidad? La pregunta merece cierta consideración, porque el mensaje de la ciudad feliz está arraigando en todo el mundo. A partir del tercer mandato de Peñalosa en la alcaldía —las reelecciones consecutivas son ilegales en Colombia—, delegaciones de numerosas ciudades fueron aterrizando en Bogotá para estudiar su transformación. Peñalosa y su hermano menor, Guillermo, antiguo gerente de los parques urbanos, daban consejo a autoridades locales de todos los continentes. Mientras que el primero ganaba prosélitos de Shanghái, Yakarta o Lagos,[7] el segundo se consagraba a Guadalajara, Ciudad de México y Toronto. Mientras Guillermo enardecía a cientos de activistas de Portland, Enrique trazaba planes en Los Ángeles para complicar el tráfico hasta el punto de que los conductores decidieran abandonar el coche. En 2006, Enrique Peñalosa estaba en boca de todo Manhattan después de anunciar a una multitud de neoyorquinos obsesionados con los embotellamientos que la solución pasaba por prohibir completamente la circulación de vehículos en Broadway. Tres años más tarde, esa visión imposible empezó a hacerse realidad en Times Square. La ciudad feliz se había vuelto global.
Pero los hermanos Peñalosa no están solos en esta cruzada por las ciudades felices. El movimiento se enraíza en el fomento antimodernista que empezó en los años sesenta y ha ido implicando de forma gradual a arquitectos, activistas vecinales, expertos en salud pública, ingenieros en sistemas de transporte, teóricos de redes y políticos en una batalla en torno a la forma y el alma de las ciudades; una confrontación que, finalmente, está apelando a una masa crucial. Esta masa ha destruido autopistas en Seúl, San Francisco y Milwaukee. Ha experimentado con la altura, la forma y las fachadas de los edificios. Ha transformado el techo negro de los centros comerciales suburbanos en pequeñas ciudades. Ha reconfigurado municipios enteros para orientarlos a los niños. Ha derribado cercas en los patios traseros para reclamar más intersecciones vecinales. Está reorganizando los sistemas que integran las ciudades y reescribiendo las reglas que dictan la forma y la función de nuestros edificios. Algunas de estas personas ni siquiera son conscientes de que forman parte de un mismo movimiento, pero juntos aspiran a demoler muchos lugares que nos hemos pasado construyendo los últimos cincuenta años.
Peñalosa insiste en que las ciudades más infelices del mundo, perfectamente calibradas para convertir el bienestar en adversidad, no son las agitadas metrópolis africanas o latinoamericanas. «Las economías más dinámicas del siglo XX produjeron las ciudades más miserables del mundo —me dijo Peñalosa levantando la voz por encima del rugido del tráfico en Bogotá—. Me refiero, por supuesto, a Estados Unidos: Atlanta, Phoenix, Miami…, ciudades totalmente dominadas por los coches».
Para la mayoría de los estadounidenses, afirmar que la prosperidad y los queridos automóviles ahuyentan la felicidad de las ciudades ricas es prácticamente una herejía. Una cosa es que un político colombiano se ofrezca a aconsejar a los pobres del mundo y otra bien distinta que sugiera que la nación más poderosa del planeta debe asumir una crítica a su diseño urbano nacida en los andurriales sudamericanos llenos de baches. Si Peñalosa está en lo cierto, no solo hay que asumir que varias generaciones de proyectistas, ingenieros, políticos y promotores inmobiliarios se han confundido, sino que millones de personas han tomado el camino equivocado para llegar a la buena vida.
Y entonces hay que admitir, también, que la prosperidad y el bienestar en Norteamérica han seguido trayectorias completamente distintas en las últimas décadas.
La paradoja de la felicidad
Si nos centramos estrictamente en el bienestar, el último medio siglo debería haber sido una época de éxtasis para los estadounidenses y otros países ricos como Canadá, Japón o Gran Bretaña, donde las riquezas se amontonan. A finales del siglo pasado, los estadounidenses viajaban más, comían más, compraban más, ocupaban más espacio y desechaban más que nunca hasta entonces. Más gente que nunca había accedido al sueño de tener una casa propia, separada del resto. El parque de coches —o de habitaciones o lavabos— sobrepasaba de lejos el número de personas que los usaban.[8] Era una época de crecimiento y abundancia sin precedentes, al menos hasta que la gran recesión de 2008 pinchó la burbuja del optimismo y el crédito fácil.
Y, pese a todo, esas décadas de prosperidad de finales del siglo xx no supusieron un aumento parejo de la felicidad. Las encuestas muestran que la conciencia de los estadounidenses sobre su propio bienestar se mantuvo prácticamente estable. Lo mismo ocurrió con los ciudadanos de Japón y el Reino Unido. En Canadá, los resultados solo mostraron una ligera mejoría. China, la nueva estrella de un crecimiento sobrecargado del PIB, ilustra aún mejor esa paradoja. Entre 1999 y 2010, una década en que la media de poder adquisitivo en China se triplicó, los niveles de satisfacción de sus habitantes se estancaron, según los sondeos de Gallup —aunque los chinos urbanitas se mostraron algo más felices que sus homólogos rurales—.
En las últimas décadas del pasado siglo, los estadounidenses adolecían cada vez más de problemas personales. En 2005, la depresión clínica era entre tres y diez veces más frecuente que dos generaciones atrás.[9] En 2010, uno de cada diez estadounidenses declaraba estar deprimido. En 2007, los estudiantes universitarios padecieron entre seis y ocho veces más depresiones que en 1938. Aunque estas cifras pueden deberse, en parte, a factores culturales —puesto que ahora es más aceptable hablar de la depresión que antes—, las estadísticas objetivas sobre salud mental no son nada alentadoras.[10] Los estudiantes de secundaria y universidad —el grupo más fácil de sondear— cada vez estaban más presentes en las escalas de paranoia, histeria, hipocondría y depresión, según los especialistas en salud mental. Uno de cada diez estadounidenses toma antidepresivos.[11]
Un análisis de las instituciones de libre mercado, como el Cato Institute, nos asegura que «los altos ingresos y un buen nivel de libertad económica están estrechamente relacionados con el bienestar subjetivo»,[12] lo cual equivale a decir que ser ricos y libres debería hacernos felices. Entonces, ¿por qué el aumento de riqueza de la segunda mitad del pasado siglo no se reflejó en un aumento de la felicidad? ¿Qué fue lo que contrarrestó los efectos de todo ese dinero?
Algunos psicólogos apuntan al fenómeno apodado «rutina hedónica»: la natural tendencia humana a cambiar nuestras expectativas a medida que cambia nuestra fortuna. Esta teoría sugiere que cuanto más ricos nos hacemos, más nos comparamos con otros ricos y más rápido se mueve la rueda de la fortuna bajo nuestros pies, de modo que acabamos sintiendo que no hemos progresado en absoluto. Otros señalan la creciente brecha de ingresos entre clases sociales, que ha llevado a millones de estadounidenses de clase media a darse cuenta de que cada vez estaban más lejos de las clases más ricas, sobre todo en las dos últimas décadas. Hay algo de cierto en ambas teorías, pero los economistas que han analizado las cifras de las encuestas han llegado a la conclusión de que estas solo explican parcialmente la brecha entre el bienestar material y emocional.
Consideremos lo siguiente: las décadas de expansión de la economía estadounidense han evolucionado en paralelo a la migración social del campo a la ciudad y de la ciudad al mundo intermedio de los suburbios. Desde 1940, casi todo el crecimiento urbano ha sido, en realidad, suburbano.[13] En la década anterior a la gran quiebra de 2008, gran parte de la economía estuvo impulsada por el afán ilimitado de las calles sin salida, los vecindarios idénticos y la centralización del poder en forma de grandes superficies en la periferia urbana. Durante una época, fue imposible separar el crecimiento de la urbanización suburbial, pues eran lo mismo. Más gente que nunca consiguió exactamente lo que pensaba que quería. Todo lo que creíamos sobre la buena vida nos sugería que ese auge suburbial era bueno para la felicidad. ¿Y por qué no funcionó? ¿Por qué la fe en este modelo se evaporó tan rápido? El cambio urbanístico radical instaurado a partir de la crisis de las hipotecas en 2008 golpeó de lleno, sobre todo, a las partes más nuevas, brillantes y florecientes de las ciudades estadounidenses.
Peñalosa argumentaba que demasiadas sociedades ricas habían empleado su dinero en una serie de modelos que, lejos de solventar los problemas urbanos, los acrecentaban. ¿Podría eso ayudar a explicar la paradoja de la felicidad?
Ciertamente, esta es una buena época para considerar la idea, ahora que miles de urbanizaciones aisladas y recién pavimentadas en todo Estados Unidos llevan seis primaveras sin expandirse con nuevas construcciones. Desde Estados Unidos hasta Irlanda o España, las comunidades en los confines de esa expansión suburbana, que caracteriza la mayoría de las ciudades estadounidenses, aún deben recuperar el valor anterior a la crisis. El futuro de las ciudades es incierto.
Hemos alcanzado un momento histórico insólito, en el que las sociedades y los mercados parecen vacilar entre la posición social tradicional y un cambio radical del modo en que vivimos y diseñamos nuestra vida en las ciudades. Por primera vez en nueve décadas, los datos del censo de 2010-2011 indican que las principales ciudades estadounidenses experimentaron un crecimiento mayor que sus respectivos suburbios. Es aún demasiado pronto para decir si se trata de un cambio de tendencia en la dispersión urbana.[14] Muchas fuerzas intervienen en el asunto, desde la persistente desaceleración del mercado de la vivienda y los altos índices de paro hasta la históricamente lenta movilidad de la población. Pero hay otras fuerzas lo bastante sistémicas y poderosas para alterar de forma definitiva el curso de la historia urbana.
En primer lugar, debemos hacer una estimación energética. Probablemente, llenar un depósito de combustible nunca volverá a ser barato. Queda muy poco petróleo de fácil extracción en el suelo y hay demasiada gente disputándoselo. Lo mismo ocurre con otras formas de energía no renovable y materias primas. La expansión de las ciudades requiere energía barata, terrenos baratos y materiales baratos, y la época en que eso era posible ya quedó atrás. Existe otra fuerza real reconocida por todos los observadores informados y serios: las ciudades están empeorando la crisis del cambio climático. Para evitar los efectos catastróficos del calentamiento global, lo primero es buscar maneras más eficientes de construir y vivir. Pero el regreso a la densidad urbana, claro está, no tiene por qué producir vidas mejores que las producidas por la dispersión suburbana.
Aun así, la teoría de las ciudades felices presenta una posibilidad bastante seductora.
Si una ciudad pobre y destrozada como Bogotá puede recomponerse para provocar mayores alegrías, entonces también es posible aplicar los principios de las ciudades felices a las zonas más dañadas de los enclaves más ricos. Y si las comunidades más extravagantes, privadas, contaminantes y consumidoras han fracasado a la hora de brindarnos felicidad, cabe esperar que la búsqueda de una ciudad más feliz implique un lugar más verde y resistente, un lugar que salve al mundo y nos salve la vida. Si hubiera una ciencia detrás, probablemente podría usarse para mostrarnos el modo en que todos nosotros podemos cultivar un sentimiento de bienestar en el seno de nuestras comunidades.
La retórica de Peñalosa, claro está, no es una ciencia, pues provoca tantas preguntas como respuestas. Sus cualidades inspiradoras no constituyen prueba alguna del poder de la ciudad para proporcionarnos o quitarnos felicidad, del mismo modo que la canción «All You Need Is Love» de los Beatles no es una prueba del amor que podamos necesitar. Para calibrar esa idea, debemos decidir, en primer lugar, qué entendemos por felicidad y cómo podemos medirla. Tendremos que entender el modo en que una carretera, un autobús, un parque o un edificio pueden contribuir a que nos sintamos bien. Deberemos tabular los efectos psicológicos de conducir en medio de un atasco, captar la mirada de un extraño por la acera, sentarnos a descansar en un pequeño parque, sentirnos agobiados o solos o percibir, simplemente, la sensación de que nuestra ciudad es un buen sitio o un mal sitio para vivir. Hay que trascender la política y la filosofía para hallar un mapa con los ingredientes de la felicidad, si es que existe algo así.
Los aplausos de aquella sala de Vancouver resonaron como un eco para mí durante los cinco años que pasé trazando intersecciones entre el diseño urbano y la llamada ciencia de la felicidad. La búsqueda me llevó a algunas de las calles más magníficas y miserables del mundo y me guio por los laberintos de la neurociencia y la economía conductual. Encontré algunas pistas entre los adoquines, las vías de tren, las montañas rusas, la arquitectura, las historias de los extraños que me han contado sus vidas o mis propios experimentos urbanos. En estas páginas me dispongo a compartir esa búsqueda con vosotros, así como el mensaje de esperanza que pude extraer de ella.
Hay un recuerdo temprano de ese viaje que aún sigue conmigo, quizá porque contiene la mezcla de dulzura y deslizamiento subjetivo de la felicidad que a veces encontramos en las ciudades.
Sucedió la tarde en que logré cazar a Enrique Peñalosa por las calles de Bogotá. Tal y como me insistió, nuestro paseo en bici por la ciudad, antaño una de las más infames del mundo, fue muy agradable. Las calles estaban prácticamente libres de coches. Casi un millón se habían quedado en casa esa misma mañana. Sí, era el famoso «día sin carro», el experimento de abandonar el coche ya convertido en un ritual.
Al principio, las calles resultaban algo inquietantes, como paisajes de un episodio de alguna serie apocalíptica. El murmullo sordo y los rugidos cotidianos se habían calmado. Poco a poco, ocupamos el espacio que habían dejado los coches. Dejé de tener miedo. Fue como si una inmensa tensión se hubiera disipado en Bogotá, como si la ciudad pudiera, por fin, sacudirse el cansancio y respirar hondo. El cielo lucía de un azul penetrante y el aire era claro y limpio.
Peñalosa, en plena campaña de reelección, necesitaba que sus electores lo vieran en bicicleta ese día. Levantaba una gran sorpresa a su paso, lanzando un «¿cómo le va?» a todo aquel que hacía amago de reconocerlo. Pero eso no explicaba sus prisas o el pedaleo apresurado al atravesar el norte de la ciudad, en dirección a los cerros andinos. Llegado un momento, dejó de hablar por teléfono. Dejó de responder a mis preguntas. Ignoró los gemidos del fotógrafo que estampó su bicicleta en el bordillo delante de él. Agarró el manillar con ambas manos, se irguió y empezó a pedalear con fuerza. A duras penas pude seguirlo entre los bloques, hasta que llegamos a un recinto cercado por una valla de hierro. Peñalosa bajó de la bicicleta jadeando.
El alcalde de la felicidad | Enrique Peñalosa en Bogotá en 2007. (© Andrés Felipe Jara Moreno, Fundación por el País Que Queremos).
Unos niños con camisas blancas impecables y uniformes conjuntados salieron en desbandada. Uno de ellos, de unos diez años, se abrió paso entre la multitud, con la mirada brillante, montado en una versión en miniatura de la bicicleta de Peñalosa. Peñalosa se adelantó y, de repente, comprendí sus prisas. Quería llegar a recoger a su hijo de la escuela, como otros padres hacían a esa misma hora en muchos otros lugares. Millones de camionetas, motos, furgonetas y autobuses congregados ante las escuelas, de Toronto a Tampa, obedecían a un mismo ritual, con su tamborileo en los volantes, su para y arranca, su gesto de avistar y recoger a los niños. Solo aquí, en el corazón de una de las más pobres e infames ciudades del hemisferio, padre e hijo podrían irse juntos, dando un paseo sin ningún peligro por la metrópolis. Eso suponía un acto impensable en la mayoría de las ciudades modernas, así como una demostración de la revolución urbana de Peñalosa, una fotografía extraordinaria de la ciudad feliz.
«Mira esto, ¿te imaginas que diseñáramos la ciudad entera para los niños?», me gritó mientras agitaba la mano con el teléfono, señalando las bicicletas que nos inundaban por todas partes.
Seguimos por una amplia avenida que ya estaba llena de niños, hombres con traje, chicas con falda corta, heladeros con delantal montados en triciclos provistos de un congelador y vendedores de arepas dulces empujando carretillas con hornillos. Realmente, parecían felices. Y el hijo de Peñalosa estaba seguro; no gracias a los escoltas, sino porque podía moverse libremente, incluso si se salía del carril por un giro brusco, pues ningún coche acelerado iba a atropellarlo. Mientras el sol se ocultaba y el cielo de los Andes se llenaba de los colores del fuego, trazamos un arco entre las avenidas a cielo abierto y tomamos rumbo al oeste por una calzada solo para bicicletas. El niño iba delante y Peñalosa lo seguía, riendo, liberado ya de las tareas de la campaña; los escoltas pedaleaban resoplando detrás y Juan, el fotógrafo, se tambaleaba el último con las llantas dobladas.
En ese momento, no tenía muy clara la ideología de Peñalosa. ¿Quién podía determinar que un medio de transporte era mejor que otro? ¿Cómo podía conocer las necesidades del alma humana hasta el punto de prescribir la ciudad idónea para alcanzar la felicidad?
Pero decidí olvidarme de todas esas cuestiones. Solté el manillar, levanté los brazos y me dejé acariciar por la brisa fresca mientras recordaba mi infancia recorriendo los caminos en bicicleta: las carreras después de la escuela, los paseos indolentes, la pura y simple libertad. Me sentí bien. La ciudad era mía.
[1] Christopher Alexander, The Timeless Way of Building, Nueva York: Oxford University Press, 1979, p. 109 [trad. cast.: El modo atemporal de construir, Barcelona: Editorial Gustavo Gili, 1981, trad. de Julio Monteverde].
[2] El texto en cursiva, en español en el original. (N. de la T.).
[3] Programa de Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos, «State of the World’s Cities Report 2006/7», 2006.
[4] International Bank for Reconstruction and Development-World Bank, «Cities and Climate Change: An Urgent Agenda», Washington D. C., 2010, p. 15.
[5] Gerard Martin y Miguel Arévalo Ceballos, Bogotá. Anatomía de una transformación: políticas de seguridad ciudadana 1995-2003, Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, 2004.
[6] En español en el original. (N. de la T.).
[7] La influencia de Peñalosa se extiende a más de cien ciudades. Gracias a su asesoramiento, ciudades como Yakarta, Delhi o Manila han reclamado las calles, usurpadas por los vehículos privados, y han creado, así, grandes parques lineales o han apostado por líneas rápidas de autobuses, siguiendo el ejemplo de Bogotá. «La filosofía de Peñalosa sobre los espacios públicos ha tenido un gran impacto en nuestra percepción sobre los modelos urbanos», me dijo Moji Rhodes, teniente de alcalde de la agitada megalópolis de Lagos, Nigeria, después de que Peñalosa convenciera a las autoridades para empezar a construir aceras en las nuevas carreteras.
[8] Los estadounidenses durante mucho tiempo se las arreglaron con un solo baño. Actualmente, la mitad de los hogares dispone de dos o más. En 1950 había un coche por cada tres personas; en 2011, se contaban los suficientes para poner a casi todos los hombres, mujeres y bebés al volante. En 2010, los estadounidenses circularon el doble de kilómetros por autopista que en 1960, viajaron en avión diez veces más y las nuevas casas disponían de tres veces más superficie en metros cuadrados por habitante. La explosión de bienestar se reflejaba incluso en los vertederos: en 2010, cada persona producía una media de dos kilos diarios de basura, un aumento del 60 por ciento con respecto a 1960.
[9] Stephanie Faris, «Depression Statistics», Healthline, 28 de marzo de 2012, www.healthline.com/health/depression/statistics (último acceso: 29 de abril de 2013); Gregg Easterbrook, «The Real Truth About Money», Time, 9 de enero de 2005, content.time.com/time/magazine/article/0,9171,1015883,00.html (último acceso: 28 de diciembre de 2010).
[10] El Minnesota Multiphasic Personality Inventory, un cuestionario empleado por los profesionales de la salud médica, es uno de los más populares en los test psicológicos y contiene diez escalas: hipocondría, depresión, histeria, desviación psicopática, masculinidad-feminidad, paranoia, psicastenia, esquizofrenia, hipomanía e introversión social. Véase Jean M. Twenge, «Birth Cohort Increases in Psychopathology Among Young Americans, 1938-2007: A Cross-Temporal Meta-analysis of the MMPI», Clinical Psychology Review, 2010, pp. 145-154.
[11] Mark Olfson y Steven C. Marcus, «National Patterns in Antidepressant Medication Treatment», Archives of General Psychiatry, 2009, pp. 848-856.
[12] Will Wilkinson, «In Pursuit of Happiness Research: Is It Reliable? What Does It Imply for Policy?», Policy Analysis, Cato Institute, 11 de abril de 2007.
[13] En 1910, solo tres de cada diez estadounidenses vivían en ciudades, mientras que en la actualidad son ocho de cada diez, pero cinco viven, de hecho, en los suburbios. Frank Hobbs y Nicole Stoops, «Demographic Trends in the 20th Century», Special Reports, Series CENSR-4, Washington D. C.: U.S. Census Bureau, 2002.
[14] William H. Frey, «Demographic Reversal: Cities Thrive, Suburbs Sputter», The Brookings Institution, 29 de junio de 2012, www.brookings.edu/research/opinions/2012/06/29-cities-suburbs-frey (último acceso: 29 de abril de 2013).
02
La ciudad siempre ha sido
un proyecto de felicidad
«La cuestión del propósito de la vida humana ha surgido en innumerables ocasiones, pero nunca ha obtenido una respuesta satisfactoria, y quizá nunca llegue a admitirla […]. Por tanto, nos centraremos en otra cuestión, menos ambiciosa, sobre aquello que los hombres, mediante su comportamiento, consideran el propósito o la intención de sus vidas. ¿Qué le exigen a la vida y qué pretenden lograr? La respuesta a esta pregunta apenas admite dudas: todos tratan de hallar la felicidad, de ser felices».
SIGMUND FREUD, El malestar en la cultura[15]
«Debemos hacer lo que cree o incremente la felicidad o una parte de ella; no debemos hacer lo que destruya u obstaculice la felicidad, o bien acreciente su contrario».
ARISTÓTELES, Retórica[16]
Si hubierais paseado por la ciudad Estado de Atenas hace 2.400 años, inevitablemente habríais encontrado el camino al ágora, una espaciosa plaza con un mercadillo donde se alineaban, también, las salas de reunión del gobierno local, los juzgados, varios templos de mármol, altares a los dioses y estatuas de héroes. Era un lugar glorioso, majestuoso y caótico a la vez. El paseante que se abriera camino entre el gentío de vendedores y compradores podía toparse con un señor barbudo celebrando una sesión filosófica en la galería lateral de uno de los magníficos vestíbulos del ágora. Ahí era donde Sócrates acribillaba a sus conciudadanos con preguntas que eran todo un desafío para ver el mundo de otra forma. «¿Acaso los hombres no desean ser felices?[17] ¿O solo es una pregunta ridícula? —preguntó una vez a uno de sus interlocutores y, al recibir la respuesta que la mayoría de nosotros daríamos, continuó—: Bueno, entonces, ya que todos deseamos la felicidad, ¿cómo podemos ser felices? Esa es la siguiente pregunta».
Si vamos a decidir si las ciudades pueden reconfigurarse para alentar la felicidad, primero necesitamos preguntarnos: ¿qué queremos decir exactamente al hablar de felicidad? Es una cuestión que incumbía y preocupaba a los atenienses, y desde entonces ha ocupado la mente de filósofos, gurús, picapleitos y, sí, también constructores urbanos. Aunque casi todos nosotros creemos que la felicidad existe y vale la pena perseguirla, sus dimensiones y su carácter siempre parecen quedar fuera de nuestro alcance. ¿Es la felicidad simplemente un estado de alegría o lo opuesto a la miseria? Incluso las definiciones más directas resultan algo subjetivas: un monje la medirá de forma distinta a un banquero, un enfermero o un arquitecto. Para algunos, la mayor dicha consiste en retozar en los Campos Elíseos, mientras que otros la encuentran preparando perritos calientes en la intimidad de un recóndito patio trasero.
Una cosa es cierta: todos damos forma a nuestras ideas sobre la felicidad, ya sea a la hora de elegir vivienda, decorar el jardín o comprar un nuevo coche. También cuando un director ejecutivo contempla el rascacielos donde está la nueva sede de sus oficinas, cuando un arquitecto presenta un ambicioso plan de viviendas sociales o cuando los políticos, las juntas de las comunidades y los urbanistas lidian con las carreteras, la gestión del suelo urbano y los monumentos de una zona. Es imposible separar la vida y el diseño de una ciudad del intento de comprender, experimentar y construir la felicidad para ofrecerla a la sociedad. Esa búsqueda configura las ciudades, y las ciudades configuran, a su vez, la búsqueda.
Todo ello resultaba especialmente cierto en Atenas. A partir de mediados del siglo V a. C., los griegos otorgaron a la idea de la felicidad humana un lugar privilegiado entre los propósitos generales de la especie. Aunque solo una pequeña parte de la población ateniense tenía derecho a la ciudadanía, los que disfrutaban de esa posición tenían las riquezas, el tiempo libre y la libertad necesarios para pasar mucho tiempo discutiendo sobre la buena vida. Esta se organizaba en torno a un concepto llamado eudaimonia, que puede traducirse literalmente como «vivir habitado o acompañado por un daimon, o espíritu guiador», aunque normalmente se entiende como un estado de florecimiento humano. Cada filósofo argumentaba en torno a una visión algo distinta del resto, pero, tras varias décadas de debate, Aristóteles resumió la visión emergente del siguiente modo: todos, más o menos, estaban de acuerdo en que la buena fortuna, la salud, los amigos, el poder y las riquezas materiales contribuían a ese estado dichoso de eudaimonia. Pero esos logros privados no eran suficientes, ni siquiera en una ciudad Estado donde los ciudadanos podían experimentar las posibilidades de una vida muy hedonista. Existir solo para el placer[18] era una condición vulgar que correspondía a los animales, argumentaba Aristóteles. Un hombre podía obtener la felicidad solo si alcanzaba todo su potencial, lo cual implicaba no solo un pensamiento virtuoso, sino también una conducta virtuosa.[19]
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