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9 de abril, la voz del pueblo
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Libro electrónico179 páginas4 horas

9 de abril, la voz del pueblo

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Todos los colombianos tenemos en la memoria un 9 de abril de 1948. Ya sea porque lo vivimos o nos lo contaron. Este libro, publicado originalmente en 1998 por Planeta y reeditado ahora por eLibros, es eso mismo: El Bogotazo en las voces de sus protagonistas. Fueron ellas, gentes del pueblo, las que asumieron ese papel que, sin su consentimiento, les asignó la historia en un hecho de descomunal tamaño. Se calcula que ese día, solo en Bogotá, perecieron cerca de 2.500 personas. Y es que quienes cuentan aquí su particular 9 de abril fueron testigos, aunque más que eso, sobrevivientes de ese día trágico. Los recuerdos de cada uno de ellos fueron recogidos en las calles de Bogotá casi medio siglo después del estallido popular resultado del magnicidio. Y, tal cual lo podrán observar los lectores, hay entre ellos las más diversas condiciones sociales y partidistas por parte de hombres y mujeres que, sin duda, representan a quienes vieron pasar un día que, al paso que vamos, terminará siendo un siglo de la vida colombiana. A todos, mi agradecimiento y la admiración perenne después de largas y emotivas horas compartidas con ellos y, en ocasiones, con sus familias.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento5 abr 2023
ISBN9786289568608
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    9 de abril, la voz del pueblo - Víctor Diusabá Rojas

    Gabriel, el sacristán

    Los martes era el único día de la semana que se leía El Tiempo en la casita de Tabio. Gabriel iba hasta la tienda de la plaza donde le guardaban el último ejemplar a doña Rosario, su mamá. Ella abría casi con desesperación la página de loterías y luego bajaba la mirada al piso en arriendo. El premio mayor de la lotería de Cundinamarca nunca caía donde debería caer, en los pueblos de Cundinamarca, casi siempre en la capital. Por esta semana, pensaba ella, tocaría seguir viviendo en casa prestada. Ya vendría el próximo sorteo.

    Si Pablo Emilio, el viejo, estaba en casa haciendo viruta los palos, ni siquiera se preocupaba por mirar los titulares de la primera página y menos el editorial. Él decía que gaitanista que se respetara no miraba El Tiempo ni para hacerle mala cara. El papá de Gabriel era carpintero. Liberal, con fama de inteligente y con inteligencia para sostenerlo, apenas había terminado la primaria, que era bastante para esos tiempos. La lectura de periódicos formaba parte de su diario vivir. Jornada, El Liberal, El Espectador, lo sacaban del aserrín para subrayar con la punta del lápiz de trazos aquellas ideas que lo seducían, como lo seducía Gaitán. De todas maneras, Pablo Emilio no era una excepción. A mediados del siglo, explica Gabriel mientras escarba en un periódico de hoy con los ojos de ratón y periodista, la gente del común, y los obreros en particular, estaban más interesados por el acontecer político. Ahora —dice—, con muchos más medios, no consigues un portero, un mecánico o un maestro de albañilería que no te hable con desdén sobre el tema, porque no lo conocen y porque ni siquiera saben qué es una ideología, inclusive aquellos de nivel universitario.

    Pablo Emilio era eso, gaitanista. Había sido lopista y no le gustaba Eduardo Santos. Era ideológicamente gaitanista, como eran gaitanistas algunos conservadores en su pueblo. El Siglo había apoyado a Gaitán, algunos dirigentes locales, como un tipo llamado Máximo Garzón, confesaban públicamente que eran godos, pero también eran gaitanistas. Doña Rosario era turbayista, de Gabriel Turbay. Por El Tiempo y porque creía que ellos, los turbayistas, sí podían ayudar a Gabriel con una beca. Un día el muchacho les echó un discurso a sus hermanos sobre Turbay, lo había escrito y sonaba bien. La mamá le dijo que iba a llevárselo a los del directorio para que se dieran cuenta de que un niño con esa visión política merecía una beca.

    El viejo era gaitanista, pero también trashumante y borrachín. Solía irse de paseo por los pueblos de la Sabana y terminar en los del Sumapaz o los del Magdalena. Regresaba días después en los últimos buses que venían de la capital. Se paraba en el estribo, una vez el carro parqueaba frente a la oficina del despacho de flotas, e iniciaba su proselitismo. ¡Viva el partido liberal! ¡Viva el partido liberal, el de Gaitán y el de Caballero Calderón, a la carga! Algún compañero de estudios corría al final de la calle a avisarle a Gabriel que su papá estaba de regreso y que, si él y algún hermano no se apresuraban, era posible que los turbayistas o los conservadores lo crucificaran frente a la iglesia. O, lo peor, que el padre Celis, que había hecho de Gabriel y de su hermano sacristán y acólito, los despidiera de sus cargos, por cuenta de los escándalos del señor carpintero.

    Alguna vez Pablo Emilio siguió de largo el estribo del bus y terminó de cabeza contra el muro más próximo. Como pudo se sentó, pero todos los esfuerzos para reincorporarse le fallaron. Ahí, en medio de la imposibilidad de responder a cualquier ataque de sus adversarios, inició la letanía contra todo lo que no fuera Gaitán. Los niños llegaron a tiempo, antes de que le dieran una muenda; sin embargo, esta vez la beligerancia de su progenitor superaba todos los límites y, ya en casa, persistía en entablar duelo con los opositores más célebres del pueblo. Entre mamá e hijos lograron dominarlo y amarrarlo a las patas de la cama con trapos de la carpintería. Al día siguiente, cuando Pablo Emilio pasó por las esquinas del pueblo, hubo más de una sátira, querían saber si era tan macho en sano juicio. Al hombre no le faltaron pantalones para disculparse de algunos, pero otros se le alebrestaron. Le recordaron que el pueblo liberal era Tenjo, en donde había nacido, y que Tabio era, y seguiría siendo, conservador. Retornó tempranito al hogar y dijo no querer salir en los siguientes días, porque los gorretos —como les decían a los godos— están bravos y el hilo se revienta por lo más delgado.

    Tabio tenía alcalde conservador desde que el gobierno de Mariano Ospina Pérez había puesto fin a la hegemonía liberal de los últimos dieciséis años. El que mandaba el 9 de abril se llamaba Héctor Rodríguez, un hombre que se hacía acatar sin muchos espavientos. Era la máxima autoridad del municipio. Pero si alguien tenía voz y voto, en todas las decisiones, ese era el Padre Eugenio Celis, un apóstol de Dios y, Dios lo sabía, del sectarismo. Evitaba, eso sí, que ese tipo de sentimientos le aflorara por encima de la sotana. En cambio en privado, en la casa parroquial, se dejaba ver. Sus colaboradores inmediatos deberían ser conservadores sin ningún tipo de reparos. A la casa de Dios solo entraba El Siglo. Gabriel lo recogía, con la misma dedicación con que le llevaba El Tiempo a su mamá los martes, sin pausa se lo leía al sacerdote, que escuchaba con atención cada línea. Cuando el periódico que fundaron Laureano Gómez y José de la Vega dejó de llegar después del 9 de abril, el padre Celis le impuso a Gabriel una de las tareas más complejas: había que conseguir, como fuera, un ejemplar de El Colombiano, el único periódico conservador de importancia que seguía vivo después de la muerte de Gaitán.

    Dos años después de El Bogotazo, el padre Celis organizó una gran fiesta por la llegada de Laureano Gómez al poder. Fue quizás la única vez que perdió la discreción. Era un hombre de ojos claros, con cara de gerente de banco, nacido en Guasca, la tierra del general Ospina Rodríguez. Y un pastor que no se dejaba tentar. Las mujeres del pueblo ya sabían que había que dirigirle la palabra a prudente distancia, y cuando alguna novata, recién aparecida por esos lugares, se le acercaba demasiado, el cura pegaba un salto atrás para apartarse del demonio.

    A medida que Gabriel parecía más interesado por la doctrina católica, más pastorales de monseñor Miguel Ángel Builes le hacía leer. Gabriel tenía en ese momento serias dudas sobre si seguir los pasos gaitanistas de su padre, o las tendencias turbayistas de su madre, cosa que, temía él, podría terminar muy mal. Lo deducía luego de leer un artículo en Jornada, en el que se relataba cómo en Cali los gaitanistas habían llovido piedra sobre el turco, como se refería con desprecio su padre a Gabriel Turbay.

    Esas dudas tenían, en el fondo, una verdadera razón de ser. Gabriel estaba a punto abrazar la fe de monseñor Builes, la de Laureano Gómez, la del padre Eugenio y la del alcalde Rodríguez. Quería ser conservador. Y comenzó por las pastorales de monseñor. Un día le preguntó a su mamá si no sería cierto que ser liberal era pecado mortal. Ella le cambió el tema, suficiente tenía con las discordias matrimoniales de orden liberal para ponerse ahora en discusiones con su hijo godo. Gabriel buscaba una razón o, siquiera, una disculpa. Y la encontró. Se llamaba Arcelia Malaver. Era una de las muchachitas más bonitas del pueblo y, lo más importante, de las más recatadas, para que el padre Celis no se fuera a disgustar y a mandarlo al fondo de los infiernos.

    Gabriel, si usted quiere ser mi novio, solo hay una condición: debe ser conservador. Usted ya conoce a mi papá.... Por supuesto que lo conocía, era más conservador que monseñor y el cura juntos. Esa noche, Gabriel pensó llegar a los sesenta y siete años que tiene hoy, y en responder lo que responde ahora: que se volteó por amor, "porque el amor es capaz de todo y porque suena más romántico que decir que fue por monseñor Builes, por el padre Celis o por El Siglo".

    Todos los viernes el cura cerraba la iglesia y se iba, en compañía del sacristán, a disfrutar de un día de campo en la finca de doña Betsabé, su mamá, ubicada a tres kilómetros del pueblo. El 9 de abril lo hicieron sin falta. En la mañana revisaron las últimas partidas de bautismo y matrimonio que debían expedir y tomaron las de villa descanso. A la una de la tarde, la vieja, que parecía un diccionario de agüeros, miró al cielo, y dijo lo que solía decir ante un día opaco: ¿quién sabe qué estará pasando, que está tan oscuro? El padre y el sacristán la dejaron volar en su imaginación y apuraron otras dos papas sabaneras y una presa más de gallina criolla. Miraron la vaca, les echaron maíz a las gallinas y preguntaron por la salud del perro, que andaba enfermo la semana anterior. A las cuatro de la tarde regresaron a paso de cura y sacristán, con el corazón contento.

    Entraron por una esquina de la plaza y en principio encontraron las cosas tal y como las habían dejado. La otra autoridad del pueblo, el señor alcalde, estaba por Bogotá, acompañado del personero y del secretario, en la búsqueda de alguna partida de las pocas que los gobiernos, liberales o conservadores, daban para estos rincones del mundo. Gabriel vio a unos vecinos metidos de cabeza a la escucha de un aparato de radio famoso porque, a pesar de estar en un local, era el radio del pueblo. Entendió que los llamaban, y el cura, un poco remiso, aceptó acercarse. Les dieron la noticia, pero en un minuto pudieron darse cuenta de la dimensión de los hechos: quienes informaban, hombres encolerizados, aseguraban que desde el propio presidente de la República hasta varios de sus ministros estaban colgados de los faroles de la Plaza de Bolívar. El padre dio vuelta y se fue a la casa cural sin hacer ningún comentario. Su fiel sacristán y secretario lo secundó. No abra la iglesia, hoy no haremos rosario, le dijo.

    Gabriel se sentó a esperar más órdenes. Era incómodo estar ahí, mientras el cura parecía darle vueltas al asunto en silencio. La hija adoptiva de don Antonio, el dueño del billar, entró en ese preciso instante. Era una de las quedadas del pueblo; estaba condenada a la soltería, pero no a la mudez.

    Comenzó a dar morbosos detalles de la supuesta suerte de Ospina, de Montalvo, de Valencia, de Laureano en manos de los insurrectos, y el padre, que no tenía una sola pulga buena en esos instantes, la mandó con sus cuentos al mismo billar de donde había venido. Luego despidió a Gabriel para su casa. Lo mejor era descansar y esperar qué ordenarían de Bogotá en el nuevo día quienes amanecieran mandando.

    Gabriel salió a la calle con su hermano, el acólito. Acababan de doblar por la primera calle para tomar hacia la casa, cuando vieron venir a Ariosto. Era un tipo joven que tenía un famoso cuento en Tabio. Decían que un día en que el Ejército andaba a la caza de nuevos reclutas, lo habían sorprendido en lo alto de un sauce. El sargento que estaba a cargo de la tarea le preguntó qué hacía allí. Ariosto le respondió: cogiendo cerezas, mi general. Cogiendo cerezas en un sauce. El suboficial se rio tanto que prefirió no llevárselo. Bueno, Ariosto estaba ahí, en el camino de los hermanos, pero no tenía el gesto de timidez con que solía saludar entre dientes. Estaba molesto. Se inclinó y tomó una piedra que apenas le cabía en la mano y la estrelló contra el piso. Viva el partido liberal, gritó, mientras los miraba desafiante. Gabriel empujó a su hermano para que apurara el paso. Esa noche no se enteraron de nada. A su papá, el gaitanista del pueblo, lo había cogido la noticia en otra población. Y aparte de la rabieta de Ariosto habían sucedido pocas cosas en Tabio. Acaso un disparo que rebotó en la chapa del cinturón de Chucho Quintero, uno de los dos policías del pueblo, y la orden de don Marco Aurelio Gómez, el encargado de las llaves de la alcaldía, de no permitir la venta de chicha.

    Hay un kiosco en Tabio que se ha hecho famoso. Está en el parque central y parece tener un mágico poder de atracción sobre directores de cine, artistas, poetas y, cómo no, políticos. Gabriel vio una de las más curiosas imágenes de su vida en ese kiosco, el domingo de ramos de 1947, a la salida de misa. Un hombre alto, de gafas y traje carmelito, con un corbatín que bien lo diferenciaría de cuantos estuvieran a su alrededor en Tabio o en Bogotá, echaba un discurso en ese lugar. El detalle no era ese hombre, dirigente político, que días antes había estado allí en un vehículo que el mismo Gabriel había ayudado a empujar para que diera arranque mientras una señorita rubia los aupaba desde el interior del mismo, sino la asistencia al acto. Al hombre de corbatín lo escuchaban, contadas y recontadas, tres personas. Todas conocidas: Eliseo, Tomás y Mardoqueo. Los liberales de Tabio.

    Pues bien, el 10 de abril de 1948, Eliseo, Tomás y Mardoqueo estaban una vez más reunidos en el kiosco. Eliseo, el secretario del Concejo, tenía en sus manos el libro de actas de ese cuerpo legislativo y redactaba con sumo cuidado una declaración. Luego la leyó en voz alta y sus dos compañeros procedieron a firmarla. Acababa de constituirse una junta revolucionaria, que asumía, en nombre del liberalismo, el poder local. Eliseo era tío de Ariosto y se distinguía por sus debates en el Concejo. No había duda de que su valor iba más allá del de su sobrino. Mardoqueo era el más firme creyente de santa Bárbara en todo

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