Los ojos del Tuareg
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Alberto Vázquez-Figueroa
Alberto Vázquez-Figueroa nació en 1936, el año en que empezó la guerra civil española. El principio de su vida está marcado por esa circunstancia histórica, pues su padre, sus tíos y su abuelo fueron encarcelados o deportados. A esta tragedia se une otra personal: en 1949 fallece su madre, y él, con trece años, es enviado con sus tíos al Sáhara, donde pasará el resto de su infancia y adolescencia. La vida en el desierto, sus habitantes y su dureza le marcan en todos los sentidos. En 1954 vuelve a Santa Cruz de Tenerife, donde completa el bachillerato y decide estudiar periodismo en Madrid. Paralelamente a sus estudios logra una plaza como profesor de submarinismo en el buque-escuela Cruz del Sur, lo que le ocupará durante dos temporadas: 1957-1958. En enero de 1958 dirige el equipo de buceadores que rescata los cadáveres del fondo del lago de Sanabria, adonde han sido arrastrados por la rotura de una presa. Al acabar la carrera viaja a África Central, de donde vuelve con grandes reportajes que publica en el prestigioso semanario Destino. Tras varios años como corresponsal viajero de la citada revista, empieza a trabajar como enviado especial para La Vanguardia y para Televisión Española, cubriendo los conflictos bélicos más importantes de la época. Poco a poco consigue compaginar sus grandes pasiones y hacer de ellas su modo de vida: la literatura, la aventura, los viajes... Al principio publica libros sobre los lugares lejanos y en cierto modo exóticos que conoce como periodista (África encadenada, La ruta de Orellana, Galápagos...), pero pasando los años empezará a publicar también novelas (Manaos, Tierra virgen, Quién mató al embajador...). El éxito le llega con Ébano y, sobre todo, con Tuareg. Muchas de sus novelas son adaptadas al cine, industria con la que empieza una larga relación, ya que ha sido director, guionista y productor. Entre sus obras más destacadas también pueden citarse, Sicario, El perro, El señor de las tinieblas, Coltán y las sagas Océano y Cienfuegos. En 2010 se alzó con el prestigioso Premio Alfonso X el Sabio con su novela Garoé, de enorme éxito. Con Ediciones Martínez Roca ha publicado, también, El mar en llamas y La bella bestia.
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Los ojos del Tuareg - Alberto Vázquez-Figueroa
LOS OJOS DEL TUAREG
ALBERTO VÁZQUEZ-FIGUEROA
IllustrationCategoría: Novela | Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa
Título original: Los ojos del tuareg
Primera edición: junio 2000
Reedición actualizada y ampliada: mayo 2023
© 2023 Editorial Kolima, Madrid
www.editorialkolima.com
Autor: Alberto Vázquez-Figueroa
Dirección editorial: Marta Prieto Asirón
Portada: Silvia Vázquez-Figueroa
Maquetación: Mercedes Galán García
ISBN: 978-84-19495-57-0
Producción del ePub: booqlab
No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.
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INTRODUCCIÓN
Esta es una novela que nunca quise escribir.
Cuando hace ya casi veinte años concluí Tuareg consideré, en buena lógica, que era aquella una historia que no ofrecía posibilidad alguna de continuidad, puesto que su protagonista, Gacel Sayah, había muerto.
Quizá tuve razones más que sobradas para arrepentirme de haber permitido que lo mataran, ya que Tuareg se convirtió con el tiempo en mi novela de más éxito, la que más ediciones ha alcanzado, a más idiomas se ha traducido y más satisfacciones de índole personal me ha proporcionado.
Es, a mi modo de ver, mi única obra literaria digna de ser tenida en cuenta, y que tal vez, con un poco de suerte, siga estando vigente tras mi muerte.
Cuando a un escritor le sale algo bien, no debe molestarse en tratar de analizar las razones de ese triunfo, ni mucho menos pretender aplicar la misma fórmula en busca de un nuevo éxito a través de un camino ya trillado, puesto que corre el riesgo de repetirse a sí mismo y el lector lo advierte de inmediato y lo rechaza.
Por ello, jamás se me pasó por la mente la idea de volver sobre el tema de los tuaregs.
Sin embargo, una serie de sorprendentes acontecimientos que ocurrieron no hace mucho en el corazón del Sáhara, y que tuvieron como origen una famosa prueba deportiva, llamaron mi atención hasta el punto de que el espíritu periodístico que aún queda en mí, recuerdo de viejos tiempos ya olvidados, me impulsó a intentar denunciar las infinitas injusticias y arbitrariedades a que se está sometiendo en estos momentos a uno de los pueblos más nobles y míticos del planeta.
Los tuaregs, con los que había pasado gran parte de mi infancia, parecían estar necesitando que alguien elevara la voz en su favor, y en recuerdo de lo mucho que les debo y lo mucho que me enseñaron años atrás, me decidí a volver a escribir sobre ellos, recuperando el hilo de la historia allí donde un buen día lo abandoné.
Este es el resultado, y debo admitir que al concluir he sentido idéntica satisfacción que experimenté el día en que terminé mi novela más querida.
Confío en que al lector le ocurra lo mismo.
ALBERTO VÁZQUEZ-FIGUEROA
El día en que el inmouchar Gacel Sayah murió acribillado por la guardia personal del presidente Abdul-el-Kebir, pasó a la historia por el triste hecho de haber sido el culpable de que la democracia no consiguiera asentarse definitivamente en su país, pero pasó también a la leyenda de la nación del Kel-Talgimus –el «pueblo del velo»– ya que había demostrado de forma indiscutible, que un imohag –como solían llamarse a sí mismos los tuaregs– solo y sin más armas que su astucia, su valor, y su casi sobrehumana capacidad de resistencia, era capaz de derrotar al mejor armado de los ejércitos gracias a su extraordinario conocimiento del desierto en que había nacido y en el que había transcurrido la mayor parte de su vida.
En las frías noches en las que los beduinos se reunían en torno al fuego con el fin de tomar el té y contar historias sobre los hermosos tiempos ya pasados, con frecuencia se evocaba la extraña y casi mítica aventura de aquel bravo guerrero que había sabido defender los más firmes valores de las antiguas tradiciones de los habitantes del corazón del Sáhara, y se especulaba sobre la razón que hizo posible que un terrible e inexplicable error le hubiera llevado a matar, de forma totalmente involuntaria, al hombre por el que había arriesgado tantas veces su vida, y que había acabado por convertirse en su mejor amigo.
«Insh’Aláh», solían decir.
Pero para la inmensa mayoría de quienes se referían a ello, no se había tratado de la voluntad de Alá, sino de un absurdo capricho del destino, o de una cruel jugarreta de los traviesos demonios de las arenas, que probablemente se sintieron celosos al descubrir que un simple mortal era capaz de arrebatarles el protagonismo de las mil historias que siempre se habían contado a la luz de las hogueras.
Las hazañas de Gacel Sayah habían trascendido las fronteras, habían hecho correr ríos de tinta, e incluso habían inspirado un libro, pero seguía siendo en las largas tertulias de las transparentes noches saharianas, donde su memoria permanecía viva y eternamente vigente.
Pero el día en que al fin el valeroso inmouchar resultó abatido por fuerzas cien veces superiores, la opinión pública se había dividido en dos facciones: la de quienes le odiaban por haber disparado contra el único hombre que podría haber traído la paz y la libertad al país que les vio nacer, y la de quienes le admiraban como a un auténtico héroe al que tan solo consiguieron derrotar, por equivocación, cuando se encontraba en una ciudad extraña en la que aún no había aprendido a desenvolverse.
La dictadura más corrupta y tiránica, aquella contra la que Gacel Sayah tan eficazmente luchara, volvió a instalarse casi de inmediato en el palacio presidencial, y los ofendidos generales que tantísimas humillaciones habían sufrido por parte de «aquel sucio y escurridizo salvaje» decretaron que todo cuanto estuviese ligado a su nombre y su persona fuera borrado de la faz de la tierra.
A consecuencia de ello, su esposa, sus hijos y sus siervos se vieron obligados a emprender un interminable y amargo éxodo a través de las dunas y las llanuras pedregosas, unas veces acogidos como amados hermanos de sangre de los imohag, y las más, rechazados como si de auténticos apestados se tratase.
Fueron años difíciles que endurecieron el carácter de la antaño dulce Laila, pero que al propio tiempo forjaron a fuego la personalidad de sus tres hijos, Gacel, Ajamuk y Suleiman, e incluso la de la pequeña Aisha, que vio transcurrir la mayor parte de su infancia desde lo alto de la joroba de un dromedario.
Los tuaregs habían sido siempre, y por gloriosa tradición, un pueblo eminentemente nómada, pero en cuanto se refería a la familia del difunto Gacel Sayah, su amado nomadismo pasó a convertirse en una maldición, puesto que no parecía existir forma humana de que permaneciesen más de tres meses en un lugar sin que cualquiera de sus innumerables enemigos se percatase de su presencia.
Consiguieron vivir en paz durante casi dos años por el simple procedimiento de abandonar su hábitat natural estableciéndose en los arrabales de una populosa ciudad en la que la masificación les permitió pasar desapercibidos, pero al cabo de ese tiempo comprendieron que, ni el lugar era todo lo seguro que cabía esperar, ni aquel tipo de vida merecía la pena ser vivido.
–Más vale que nos maten en el desierto, respirando aire puro... –sentenció al fin Laila–. No soporto continuar en este basurero que hiede a cloaca.
Sus hijos compartieron de inmediato su opinión, por lo que muy pronto reanudaron el triste peregrinar sin rumbo fijo, hasta que al fin llegaron a la conclusión de que su único refugio se encontraba en el más lejano y perdido confín del Teneré –«la Nada» en su dialecto–, allí donde ni tan siquiera los propios tuaregs habían osado internarse.
–Buscaremos un lugar solitario y seguro en el que ocultarnos unos cuantos años a la espera de que cambie el gobierno o que el recuerdo de cuanto ha ocurrido se diluya.
Los viejos patriarcas del Kel-Talgimus aplaudieron su idea conscientes de que ningún miembro del «pueblo del velo» viviría en paz mientras la sombra de los Sayah rondara por los alrededores, por lo que les proporcionaron una veintena de sus más resistentes camellos y dos docenas de ovejas y cabras, así como varios pequeños sacos de sus mejores semillas.
De ese modo, los cinco miembros de la familia y un puñado de fieles siervos emprendieron a comienzos del invierno una sigilosa marcha hacia el sur, en busca de una tierra prometida que podía encontrarse en cualquier lugar del más gigantesco y desolado de los desiertos.
Durante cinco meses vagabundearon de un lado a otro, recorriendo cientos de kilómetros, lejos siempre de toda ruta conocida, evitando en lo posible los pueblos y los oasis, y deteniéndose únicamente en aquellos lugares en los que crecían algunos rastros de vegetación con los que alimentar a su cada vez más exhausto ganado.
Por fin, una bochornosa mañana de comienzos de verano se adentraron en un perdido macizo montañoso de oscuras rocas, desde el que se distinguía un gigantesco anfiteatro abierto hacia las llanuras del sur.
Lo estudiaron largamente con los ojos de la experiencia que tan solo podía proporcionar toda una vida transcurrida en el desierto, y al fin coincidieron en la opinión de que resultaba factible que en el cauce de una vieja sekia que descendía de las montañas, y que al parecer se había secado miles de años atrás pero en la que aún sobrevivían tres polvorientas palmeras, existiera la remota esperanza de una perdida veta de agua.
–Tendrá que ser un pozo muy profundo... –hizo notar Laila.
–Llegaremos hasta donde sea necesario –respondió calmosamente Suleiman, que se estaba convirtiendo en un mozarrón de anchas espaldas–. Resultará muy duro, pero si encontramos agua este parece un lugar perfecto.
Cuenta una vieja tradición que «las palmeras suelen tener la cabeza en el fuego y los pies en el agua», por lo que consideraron que la forma más lógica de llegar hasta ese agua era seguir la ruta que les indicasen las raíces de la mayor de las palmeras.
Fue así como al amanecer del día siguiente comenzaron la tarea de abrirse paso hacia el corazón mismo de la tierra, conscientes de que si no encontraban pronto la ansiada veta su destino sería algo más que incierto; puesto que el pozo más cercano se encontraba a cuatro días de marcha.
Sin embargo, mediada la mañana y en cuanto el inclemente sol se alzó en el horizonte y el calor se volvió asfixiante, se vieron obligados a hacer un alto a la espera de la llegada de las sombras, por lo que muy pronto comprendieron que con tan reducido horario no progresarían lo suficiente, y se hacía necesario trabajar por turnos durante las frías noches.
La boca del pozo tenía poco más de tres metros de diámetro, pero al cabo de dos semanas de cavar sin descanso tan solo un hombre podía moverse con cierta comodidad en el fondo, sudando a chorros mientras llenaba de arena y piedras grandes cestos que más tarde se extraían a pulso para evitar que rozaran las paredes y provocaran un brusco derrumbe.
El terreno estaba demasiado seco a causa de los cientos de años en los que no había caído sobre él ni la más diminuta gota de lluvia, y debido a ello la arena se deslizaba de tanto en tanto en incontenibles cascadas, lo que los obligaba a transportar desde las cercanas montañas gran cantidad de negras lajas de lisa roca que iban superponiendo con infinita paciencia a todo lo largo de las paredes.
Sin herramientas apropiadas, cemento, o argamasa, el trabajo se convertía en un esfuerzo de auténticos titanes en el que apenas conseguían profundizar medio metro al día, hasta el extremo de que al fin el mayor de los hermanos se vio obligado a admitir que no existía la más remota posibilidad de alcanzar su objetivo –si es que existía– antes de que la sed los fuese aniquilando uno por uno.
–Aún no hemos encontrado ni trazos de humedad, y lo mejor que podemos hacer es ir a buscar agua –dijo–. Dos de nosotros deberán viajar hasta el pozo de Sidi-Kaufa para regresar con toda la que puedan contener las girbas, puesto que de otro modo corremos el riesgo de no conseguir salir de aquí con vida.
–¿Y el ganado? –quiso saber su madre.
–Lo llevaremos a las montañas para que laman el rocío que se deposita sobre las rocas al amanecer –replicó un no demasiado convencido Gacel–. Con un poco de suerte, los camellos y las cabras resistirán.
–¿Y las ovejas?
–Supongo que perderemos a la mayoría, pero eso es algo que tan solo depende de la voluntad de Alá y de lo que se tarde en regresar del pozo.
–¿Quién quieres que vaya?
–Los dos mejores jinetes con los seis mejores camellos puesto que no podrán descansar ni un solo instante.
Para nadie de la familia era un secreto que el mejor jinete siempre había sido –casi desde que aprendió a mantenerse sobre una silla– el segundo de los hermanos, Ajamuk, y para nadie era un secreto tampoco, que el único que podía competir con él en habilidad y resistencia era el nieto predilecto del negro Suilem, el gigantesco Rachid.
Media hora más tarde ambos estaban por tanto en marcha conduciendo los más briosos «meharis» del reino, y cuando al fin se hubieron perdido de vista rumbo al norte, fue el propio Gacel el que agitó negativamente la cabeza.
–No sé si regresaran a tiempo –dijo–. Pero me temo que aunque lo hagan, no será este el último viaje que se vean obligados a realizar.
–¿Qué pretendes decir con eso? –se inquietó Aisha, que estaba a punto de convertirse en una espigada y hermosa mujer–. ¿Crees que aún tardaremos mucho en llegar al agua?
–Me temo que sí... –intervino Suleiman, que hasta el momento siempre había evitado manifestarse al respecto–. Mi impresión es que tendremos que profundizar hasta más allá de los treinta metros.
–Treinta metros... –repitió escandalizada la muchacha–. ¿Te das cuenta de lo que es semejante profundidad? ¡Apenas podréis respirar!
–Lo sé... –admitió con naturalidad su hermano–. Si aún no hemos alcanzado ni tan siquiera la mitad, y ya en ocasiones me asalta la sensación de que me asfixio, no quiero ni imaginar lo que será más abajo, pero dime: ¿qué otra cosa podemos hacer?
–Abandonar.
–¿Y volver a la ciudad? –inquirió Gacel en tono despectivo–. ¿O volver a vagabundear como leprosos? Nadie nos quiere en ninguna parte, pequeña. Nadie quiere saber nada de la familia Sayah, y no podemos obligar a la gente a que nos acepte. Pero sí podemos obligar al desierto a que nos acepte, aunque sea profundizando en él hasta que lleguemos a su mismísimo corazón.
–¿Pero y si no llegamos nunca?
–Llegaremos –replicó su hermano mayor con absoluta firmeza–. Si las palmeras han conseguido llegar, nosotros también.
–¿Cómo puedes estar tan seguro?
–Porque el día que un imohag no sea capaz de hacer lo que es capaz de hacer una palmera, nuestra raza estará condenada a desaparecer de la faz de la tierra. Y aún no ha llegado ese momento.
–Pero una palmera tiene raíces y nosotros no.
–Las raíces de nuestro pueblo son más profundas y están más firmemente asentadas en esta tierra que las de la más alta de las palmeras –intervino su madre con voz pausada–. Eso es algo que tu padre me enseñó y que tú tendrás que enseñar a tus hijos. Si no hubiera estado tan seguro de que el desierto jamás le traicionaría, nunca hubiera conseguido vencer a todos los ejércitos que enviaron en su persecución.
El espíritu del indomable inmouchar sobrevolaba a todas horas sobre el campamento de su familia, había conseguido asentarse en lo más profundo de su ánimo, y tanto su esposa como sus hijos se habían hecho desde mucho tiempo atrás a la idea de que habían sido elegidos para mantener vivos los principios éticos y morales sobre los que se había asentado toda su existencia.
Vivían convencidos de que desde el paraíso al que había ascendido en el momento mismo de su muerte, los ojos de Gacel Sayah seguían clavados en todos y cada uno de ellos, y que en lugar de limitarse a disfrutar de los mil placeres que el profeta prometía a quien caía en defensa de su fe, su principal preocupación se centraba en transmitir parte de su fuerza a cuantos compartían su sangre.
Si allí, en el cauce de aquella vieja sekia y al pie de aquellas mustias palmeras corría tan solo un esquivo hilo de agua que les permitiera seguir subsistiendo, él hubiera sido capaz de encontrarlo, y por lo tanto sus hijos tenían la ineludible obligación de luchar con el mismo ardor con que Gacel Sayah lo hubiera hecho.
Con la caída del sol reanudaron el trabajo.
Y era en verdad un trabajo ímprobo.
Quien se encontrara en el fondo del pozo debía ir cavando, sin más ayuda que las manos, bajo la última de las lajas de piedra, aunque procurando siempre que no se viniera abajo antes de haber introducido una nueva que soportara todo el peso de la columna que se encontraba sobre ella.
Luego, recomenzaba la labor siempre hacia la derecha, colocaba una nueva cuña, cargaba en un cesto la arena, pedía a gritos que la subieran y le enviaran nuevas piedras con las que continuaba formando un círculo, de tal forma que pasaban horas antes de que hubiera conseguido profundizar tan siquiera una cuarta.
Cuando extenuado y empapado en sudor ascendía al fin hasta la superficie, su hermano ocupaba su lugar, y así seguían paso a paso, centímetro a centímetro, con aquella capacidad de resistencia al calor, a la fatiga y a la sed que tan solo los de su raza eran capaces de sobrellevar.
Como aquel debía ser en esencia un pozo auténticamente tuareg, ninguno de los siervos tenía permiso para descender a su interior, por lo que su única misión se limitaba a subir los escombros o ir hasta las montañas a buscar las lajas de piedra que transportaban luego a lomos de camello.
No obstante llegó un momento en que la prudente Laila tomó unilateralmente la decisión de hacer un alto en el camino, ya que apenas quedaban poco más de tres girbas de agua, e incluso un tuareg corría el riesgo de deshidratarse si se veía obligado a trabajar durante horas en tan difíciles circunstancias.
Consideró, con muy acertado criterio, que no podían hacer otra cosa que sentarse a la sombra para conservar las fuerzas.
Sacrificaron a una de las ovejas que estaba a punto de morir, bebieron su sangre, comieron, casi cruda, su carne, y aguardaron con la vista clavada en el punto por el que harían su aparición los que habían ido a buscar agua al lejano pozo de Sidi-Kaufa.
Pero quien hizo su aparición fueron los buitres.
De dónde surgían o qué extraño sexto sentido les permitía adivinar que en aquel perdido rincón del Sáhara estaba a punto de desencadenarse una tragedia era un misterio que ni tan siquiera los más experimentados beduinos habían logrado desentrañar, pero lo cierto fue que una mañana comenzaron a trazar círculos sobre los techos de las jaimas, con la aparente seguridad de que bajo ellos se había instalado ya la descarnada mujer de la guadaña.
Para un auténtico tuareg, morir de sed no significaba tan solo la última de las tragedias, sino sobre todo una inaceptable afrenta.
Cuando un tuareg moría de sed estaba aceptando que no había aprendido las enseñanzas de generaciones de antepasados que durante siglos se mantuvieron orgullosamente en pie en el más desolado de los paisajes del planeta, y eso era algo que siempre le echarían en cara en el momento de enfrentarse en el Más Allá todos cuantos le habían precedido.
La guerra era una hermosa y noble forma de morir y la enfermedad un mal enviado por el Todopoderoso y contra el que nadie podía luchar, pero permitir que la sed le derrotara era tanto como reconocer que nunca se había sido un auténtico miembro del «pueblo del velo», «la espada» o «la lanza».
Transcurrió un nuevo día.
Y luego otro.
Llegaron nuevos buitres.
Y muchos más.
Nada se movía en torno a las tres sucias palmeras, puesto que incluso el viento, la más ligera de las brisas, parecía haber escapado para siempre de aquel maldito lugar.
El sol y el silencio eran los dueños.
La Muerte, la invitada.
Laila repartió el agua que quedaba, un cazo por persona, sin distinción de sexos ni de rangos, y cuando de la manoseada piel de cabra se escurrió la última gota, lanzó un hondo suspiro y musitó:
–¡Alá es grande, Alabado sea! Ahora lo único que queda es esperar.
Y esperaron.
La Muerte, pese a ser tan vieja y descarnada, es ante todo mujer, y por lo tanto, caprichosa.
Demasiado a menudo se regodea llevándose antes de tiempo a criaturas sanas y fuertes a las que aguarda un hermoso futuro, pero en otras ocasiones, y sin razón aparente, remolonea en exceso cuando más fácil se le presenta su trabajo.
Estaba allí, rodeada de hombres y mujeres casi agonizantes, no hubiera tenido más que soplar para apagar el pabilo de tan maltrechas velas, pero se contentó con sentarse a observar como si el agobiante calor y la desidia se hubieran apoderado súbitamente de su ánimo.
¿Cuántos años ha sido capaz de pasar la Muerte sentada a los pies de la cama de un pobre desahuciado?
¿Cuántas veces ha hecho oídos sordos a quienes la reclamaban como la única forma válida de poner fin a tanto sufrimiento?
¿Cuántas veces se ha burlado de un suicida que se le ofrecía en bandeja de plata? ¿Y cuántas más, ¡infinitamente más!, ha arrastrado por la fuerza a quien le aterrorizaba seguirla?
Lo peor de la Muerte es que aborrece por igual a quienes la aman y a quienes la odian.
Lo peor de la Muerte es que persigue al que huye y huye de quien la persigue.
Lo peor de la Muerte es que ningún ser humano ha sabido entender nunca su aberrante sentido del humor.
Pero ¿qué otra cosa se puede esperar de quien debe sentirse demasiado aburrida porque tiene la absoluta seguridad de que al final siempre acaba venciendo?
Gacel Sayah, hijo primogénito de aquel mítico inmouchar de quien –según una vieja costumbre familiar– había heredado el nombre y el título desde el momento mismo de su desaparición, permanecía sentado al pie de la mayor de las palmeras, haciéndose a sí mismo parecidas preguntas al tiempo que observaba el vuelo de los buitres.
¿Por qué razón había enviado por delante la Muerte a tantos alados mensajeros si al final decidía no presentarse?
¿A qué esperaba?
De tanto en tanto cerraba los ojos e intentaba adivinar cuál hubiera sido el comportamiento de su padre en aquellos momentos.
Matar a un camello, beber su sangre y masticar cruda la grasa de su giba podría ser sin duda una solución para los hombres, pero tenía muy claro que ni las mujeres, ni los niños, ni mucho menos el anciano Suilem, responderían positivamente a semejante tratamiento de choque.
Tampoco sabía a ciencia cierta si con sus recién cumplidos dieciocho años, o los dieciséis de Suleiman, serían capaces de soportar tan dura prueba.
Tan solo los guerreros o los cazadores más experimentados conseguían sobreponerse a la falta absoluta de agua cuando la temperatura se aproximaba como en aquellos momentos a los cincuenta grados, y resultaba de todo punto absurdo suponer que la delicada Laila, la adolescente Aisha, o los desnutridos siervos tuvieran la más remota esperanza de salir adelante en semejantes circunstancias.
Como bien había dicho su madre, lo único que podían hacer era confiar en la benevolencia de Alá.
Y esperar.
Con el sol cayendo a plomo, las sombras de los buitres era cuanto se movía en torno al campamento puesto que ni las moscas se sentían con fuerzas para alzar el vuelo y se quedaban donde se habían posado, como despatarradas sobre las secas pieles, a la espera de momentos más propicios para