Campos de fresas para siempre
Por Eugenio Partida
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Campos de fresas para siempre - Eugenio Partida
Siete
relatos
los sueños
—Hay pocas cosas buenas que me gustan del matrimonio, pero creo que son suficientes.
—¿De veras? Dime alguna.
—Cuando uno está enfermo, por ejemplo. Tienes a alguien que te ayude, te reconforte...
—No me parece la gran cosa. Ahí están los amigos también, ¿no?
—No es lo mismo. Te diré algo. Eres joven, quieres casarte, luego viene lo terrible, tienes la sensación de que ya no eres libre, de que los demás lo están pasando bien y tú no. La vida de los otros te parece mejor que la tuya, sobre todo la de los solteros. Descubres otros hombres que quizás hubieran estado mejor, y no me refiero al sexo ni nada de eso, sino a otro tipo de vida. Y es que son tantas las posibilidades. Pero finalmente uno se resigna. Son tres años de aprendizaje con aún algo de emoción, luego vienen tres años de duda y luego tres de insoportable inercia. Nueve años. Ahí es la gran prueba, cuando crees que todo fue un error. Luego suceden cosas, cosas que te unen más que nunca, de pronto te sientes afortunado, créeme. Es mi vida y mi familia, y es para toda la vida. Una vez que decidí eso, me acostumbré y finalmente lo acepté. ¿Te resume eso mi matrimonio?
—Sí, pero aún no has dicho que lo amas.
—¿A él?
—¿A quién más?
—Pues sí, lo amo. Sobre todo por cómo se comporta con los niños, ¿sabes? Es un gran padre. Lo creo capaz de todo por sus hijos.
—¿Y por ti?
—… hummm.
—Ahí está, dudaste…
—No dudo que lo haría todo por mí… dudé porque estaba pensando que la siguiente pregunta de tu parte sería: ¿y tú? ¿Tú harías todo por él?
—¿Lo harías?
—No. No lo haría todo por él, no lo haría por nadie excepto por mi hijo y mi hija. Tú no tienes hijos, por eso no sabes lo que es eso. Envidio tu libertad, ¿sabes? Esa libertad que tienes es lo único por lo que te cambiaría. Pero hay un problema al respecto.
—¿Cuál?
—Que no sé si seas libre de verdad. Hay poca gente libre de verdad. Y de esa gente, todavía menos, saben ser libres de manera consciente, provocada. Algunos creen que lo son solo porque no tienen las obligaciones que otros tienen, pero eso no te hace libre porque sí. Al menos así lo veo yo. Ser libre requiere un esfuerzo, oponerte a la inercia de los otros, ¿no lo crees? Eso es. Muchos de esos que creemos libres quisieran otra vida. Oh, sí, ahí está todo lo que la gente dice del matrimonio, la monotonía de esa clase de vida, el aburrimiento, las peleas, sí, pero también está la solidaridad, el amor, todo ese amor… en fin… no creo que sea tan malo. Deja que te diga algo más: contesto todas tus preguntas porque me sirven para ordenar mis propios pensamientos.
Sus bocas se encontraron. Cuando hacían el amor ella gemía y se abandonaba. Y cuando terminaba parecía necesitar unos segundos para saber dónde estaba, y con quién, como si se perdiera lejos, en las llanuras de su intimidad. No podía dejar de ver a su amante; era más joven que ella, se había convertido en una compulsión: le contaba todo. Sentía que era el hombre de su vida, como si hubiera llegado unos años antes, o él unos años después; daba lo mismo, no habían llegado en el momento justo. Pensaba que él era una de esas personas que llegan a todos sus encuentros en la vida demasiado tarde o demasiado temprano, que nunca encuentran a la persona justa en el momento justo. Pero lo envidiaba porque pensaba que era libre de una forma que ella hubiera querido serlo; a solas imaginaba las cosas que haría si fuera libre como él.
—¿Tú nunca vas a casarte?
—No —contestaba él, lacónico—, ¿para qué?
Tenía 37 años. No era guapo, pero atraía a las mujeres. Hablaba con cierta fatiga, sabía una sola cosa y era suficiente: que todo era inútil. No quería lograr nada personal ya, eso había pasado muy pronto. Solo sentía curiosidad por las cosas de la vida. Y guardaba un secreto: quería tener un hijo. Había decidido que viajaría, aprendería idiomas, conocería mujeres, y un día, poco antes de entrar a su madurez, tendría un hijo. Algo así como un león viejo con su cachorro. Pero ahora que lo deseaba, no sucedía. No encontraba con quién hacer eso. Tenía amantes —ella sabía que tenía otras amantes y él sabía que parte del juego de ella era la competencia con esas otras amantes—, pero las mujeres jóvenes con las que se veía, propicias para embarazarse, o le parecían banales, o posesivas, o celosas, o simplemente no se encariñaba lo suficiente con ellas para entablar algo tan especial como tener un hijo. Se daba cuenta de su distancia y a veces frialdad, del excesivo análisis en que caía, del papel que actuaba y que, al mismo tiempo, cierta clase de mujeres, del tipo que le gustaban, se sentían atraídas precisamente por su desapego. ¿Era incapaz de amar?, se preguntaba. No podía dejar de pasar más de tres días sin ver a alguna de ellas, si lo hacía se sentía perdido en el mundo, si una de ellas lo dejaba, buscaba inmediatamente y con desesperación a otra que la reemplazara, y últimamente tendía a beber de más. Desde que conoció a Martina se veían una vez por semana en el departamento de él, cuando ella llevaba a los niños a la escuela. Tenía que ser por la mañana, mientras el esposo de Martina estaba en el trabajo. Ella hacía la broma que por la mañana los moteles se llenaban de camionetas tipo suburban con bolsas de mandado.
—Así es, querido, las señoras de esta ciudad se ven con sus amantes por la mañana, para estar a mediodía listas para comer con el respetable marido y los hijos. Cualquier movimiento nocturno levantaría sospechas.
Hablar de eso la divertía, como si lo suyo no fuera un engaño.
Estaba acurrucada, de espaldas, él la abrazaba; conversaban, esperando volver a sentir deseo. Era una de esas mujeres atractivas, muchos se intimidaban con solo verla, parecía misteriosa y distante, pero en la cama se relajaba y hablaba sin parar, contaba sus opiniones sobre la vida. Gozaba los momentos de comunión entre amantes. Después de hacerlo otra vez, se despedía rápidamente, como si fuera el cumplimiento de un contrato y ya no hubiera más que hacer.
Tenían amigos en común. Así se habían conocido. Pero esos amigos eran también amigos del esposo, por lo que tenían que ocultarse. Él la llevaba al lugar donde dejaba el auto, a pocas cuadras, en una calle discreta, sombreada. Se bajaba rápidamente, como si quisiera dejar atrás todo y no volver a verlo.
Pero solo lo parecía, no tenía ninguna culpa ni sentimientos de traición. Solo temor de que alguien los viera juntos y tener que dar explicaciones y mentir.
Subió al coche y se despidió una vez más con un movimiento de la mano.
Primero recogió a la niña en el colegio, iba vestida con mallas y diadema. Condujo unas cuadras más para recoger a su hijo que asistía a otra escuela. El auto se llenó de la hiperactividad de los niños, su mundo de preguntas excitadas y absurdas y de las respuestas lógicas del adulto. Camino a casa hablaron sin parar, estaba nuevamente absorta en su vida, olvidada de lo anterior, como si nada hubiera pasado fuera de su rutina.
El esposo llegó las ocho de la noche, el fulgor de los faros iluminaron la estancia de la casa, era un fraccionamiento en las afueras, en el sur de la ciudad, llamado «Residencial Los Sueños». Al principio fue un gran proyecto, casas «razonablemente caras», según dijo el esposo, a quien ella llamaba Toms, haciendo una broma de su nombre, deformándolo. Estaban endeudados con una hipoteca a veinte años. Tomaron posesión cuando aún no terminaba de construirse el resto de las casas de la cuadra. Vivían en lo que se denominaba la primera sección. Al principio hubo cuatro entradas, con porteros y plumas, como una aduana internacional, jardines, áreas de juegos, alberca; se veía limpio y agradable, con áreas verdes y fuentes.
Pero poco a poco todo vino a menos. Ahora era un fraccionamiento fantasma.
Por todas partes en el país se diseminaba esa especie de nuevo poder. El poder del mal. Llegó ese hombre con su ímpetu. Era una energía que iba y venía seguido de una cauda de camionetas, como un jeque árabe. Dijeron que era un «jefe de plaza» del narcotráfico. Construyó una gran casa dentro del fraccionamiento, en un estilo ostentoso y de mal gusto, con vidrios polarizados y detalles dorados, con reminiscencias griegas, columnas y una gran alberca.
Al principio pensaron que si nadie se metía con esa gente no les pasaría nada.
Pero luego fueron llegando más, como moscardones de una plaga bíblica. Compraban casas que remodelaban con el mismo mal gusto; hacían fiestas a cualquier hora sin respetar el reglamento; generaban una sensación de agresividad y peligro. La gente comenzó a irse. Se veían casas con anuncio de renta o venta, y también casas cerradas.
Entonces sucedió eso: asesinaron al jefe en su propia residencia. Un grupo de sicarios saltaron por una de las bardas exteriores del fraccionamiento. Hubo enfrentamientos durante una hora. Ejecutaron al capo frente a su familia.
Todos los que llegaron con él se fueron, dejando las casas abandonadas. Ni los guardias quisieron seguir trabajando ahí, las plumas de las casetas de seguridad quedaron levantadas.
Días después del asesinato del capo, luego de las investigaciones de la policía, primero tímidamente, después de forma abierta, los vecinos entraron para ver por dentro la mansión de la que se decían tantas cosas y se exageraban sus lujos. Alguien encontró un ave exótica en una jaula, estaba echada, enferma. Era hermosa a pesar de estar triste. Las plumas colgaban en tonalidades de azul y verde. Una especie de faisán.
La vecina se la mostró a Martina.
—Tenía su pareja, pero ya no está, alguien se la llevó —le explicó—, dicen que se mueren si están solos.
—No debieron hacerlo —dijo Martina—, pobrecita.
Martina sintió que el ave se agarró de los dedos de la mano con sus patitas, que eran delgadas y nudosas, como ramitas secas. La vecina le dijo que se la llevara si quería, que de todos modos iba a morir. Martina la puso en una caja e intentó darle de comer. El ave comía un poco y se echaba nuevamente. A los pocos días murió. Sin saber por qué, Martina se entristeció y no quiso tirarla.
La caja con el faisán olió mal durante un tiempo. Martina la llevó al traspatio. Luego, el faisán se desecó, pasó de transmitir un olor a rancio y podredumbre, a ser una cosa seca y liviana; pero los colores de sus plumas quedaron intactos. Martina lo conservó en una vitrina junto a otras cosas, entre pequeñas esculturas y fotografías. Le gustaba imaginar que los objetos que estaban en esa vitrina las había traído de viajes a sitios exóticos, Estambul o Marrakech, lugares a los que le hubiera gustado ir. Querían viajar y no podían hacerlo. Pagaban una hipoteca cara de un fraccionamiento que había perdido su valor. Querían irse de ahí, pero no podían. Nadie les compraría la casa. No tenían escapatoria por el momento, estaban atrapados y pretendía que a ella no le importaba. Su secreta victoria contra todo eso era su joven amante, gastar más de lo que podían permitirse, colegios caros para los niños, buenos vinos, cosas de arte y objetos bellos que acomodaba en la vitrina.
Pero el esposo también tenía un secreto, se veía con una de las secretarias del despacho donde trabajaba. Era una joven soltera impresionable. Prematuramente acabado debido al constante estrés en que vivía, había perdido el cabello, aún conservaba cierto atractivo que la muchacha amante apreciaba; ella sabía que solo era sexo y no le importaba gran cosa; tenía novio, además. Pero para él era terrible. Sentía una culpa angustiosa, aunque tampoco podía dejar de hacerlo. Y ahí estaba, enternecido con sus hijos y su mujer a la que admiraba y consideraba bellísima y que no podía darle lo que merecía.
—¿Vas a querer más vino? —le preguntó su mujer.
En su época cuando adolescente, Martina soñó con ser bailarina profesional. Luego su sueño pasó. Conservaba su cuello alto y su cuerpo esbelto, juncal, y sus pasos elegantes. En su casa familiar, comparada con sus hermanas, era la más bella, a cambio las otras tenían maridos ricos, comerciantes bobos y aburridos, un odontólogo que había hecho fortuna con una cadena de consultorios y un ingeniero industrial que vendía suelas. Las hermanas resentían su belleza y su interesante matrimonio con el arquitecto diseñador de barcos —alguna vez él había colaborado en el diseño de un barco, un velero de esbelta soltura y piso de duela fina, con una cola rauda, ella insistía como si su marido hubiera seguido diseñando barcos y fuera su profesión, pero en realidad era empleado de medio nivel en una constructora, cosa de la que él renegaba, pero no tenía opciones por el momento—; las hermanas le echaban en cara el lugar donde vivían, aduciendo que no era un buen sitio para los niños, insistían en que gastaba más de lo que debía, y ella se vengaba a su vez presumiendo asistir