Memorias de una sirena
Por Hernán del Solar
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Memorias de una sirena - Hernán del Solar
CAPÍTULO 1
DONDE REVELO MI NOMBRE Y HABLO DE MI TÍA TULA
Comprendo perfectamente que soy inexperta y que es una aventura demasiado grande la que ahora emprendo al escribir mis memorias. Pero necesito hacer algo, y me he decidido a contarlo todo.
Me llamo Sabina. Soy una sirena de pelo verde, ojos azules y voz sonora. Cuando me aburro, canto.
Pero apenas he escrito estas pocas palabras me doy cuenta de que no es así como debo comenzar mi historia. De manera que voy a hacer algunas confesiones muy diferentes.
Ante todo, conviene que se sepa la verdad: nací huérfana. No conocí a mis padres. En cambio, apenas abrí los ojos conocí a mi tía Tula. ¡Terrible desgracia que me afligió durante un día entero y muchos otros!
Tía Tula era vieja. Tenía el rostro arrugado, una peca azul en la mejilla izquierda y los ojos tan enrojecidos por la sal del mar, que parecía estar llorando siempre.
–Es una tremenda cosa el haber nacido sirena –decía a menudo–. Nunca he podido acostumbrarme a la sal: me seca la lengua y me enrojece los ojos. Soy la única sirena de agua dulce que existe desde el primer día de la creación.
–¿Tan antigua eres? –le preguntaba yo, con una inocencia purísima.
Me miraba frunciendo la nariz –una mueca que nunca se olvidaba de hacer– y me dejaba sola, porque se alejaba gritando que no volvería a verme. Sin embargo, al poco rato estaba de nuevo conmigo. Me necesitaba. Sin mí, no podía refunfuñar a gusto. Y si no refunfuñaba, se moría.
Cuando la conocí, al abrir por primera vez mis ojos azules tan alabados, tía Tula tenía una edad incalculable. Tal vez cuatro mil años, tal vez más. Nunca he sabido calcular con precisión y no será ahora cuando aprenda.
Pues bien: al abrir los ojos, ahí estaba la cara de tía Tula, inclinada sobre mí, contemplándome con vaga sonrisa y dos lágrimas del tamaño de una ostra. Apenas advirtió que la miraba, se inclinó un poco más y me besó. Entonces supe lo que era el olor a pez. Fue mi primer conocimiento.
–¡Linda, linda, linda! –me dijo.
Era una palabra que silbaba entre sus dientes y hacía burbujas en el agua.
Para no mentir, declaro que este recuerdo es bastante confuso. Una sirena recién nacida no sabe absolutamente nada y tiene que acostumbrarse a mirar y a oír para darse cuenta de las cosas. Pero siempre he estado convencida de que mi tía Tula me dijo:
–¡Linda, linda, linda!
Entonces me puse a pensar: ¿Por qué es tan fea?
No me gustó mi tía Tula. Desde el primer momento sentí que una sirena debía ser hermosa. Es algo muy explicable que yo entiendo muy bien. Se nace sintiendo lo que debe ser una sirena. De modo que cerré los ojos, fingiendo que deseaba dormir. Y mi tía Tula me dio a conocer la primera canción de cuna que he escuchado:
–Duérmete, Sabina,
Duerme que el delfín
Por la arena fina
Camina, camina
Sin fin,
Buscándote a ti.
De buena gana me hubiera sonreído. La canción me había enseñado dos cosas: que me llamaba Sabina y que existían los delfines. No me desagradó mi nombre. En cuanto a los delfines, me prometí salirles al encuentro, cuando fuera grande, para decirles amablemente:
–No me busquen más. Aquí estoy.
La canción calló de repente. Mi tía Tula salió sin hacer ruido, creyéndome dormida. Entonces abrí los ojos y me entretuve mirando todas las cosas. Estaba en un cuarto de coral. En un rincón había un retrato de la tía Tula. Era joven y fea. Tenía un laúd en las manos, estaba sentada en una roca y alrededor de su cabeza volaban unos patos marinos de cuello largo. Más allá había, dentro de un marco de madreperla, una sirena bellísima. Comprendí que era mi madre, que mis ojos eran iguales a los suyos, y lloré calladamente al pensar que no la vería nunca. Ya he dicho que nací huérfana.
Después, durante todo el día, hubo visitantes. Mi tía Tula les hablaba de mí. Todos aseguraron que me parecía a mi madre, y esto me dio a conocer la alegría. Una sirena gorda me tomó entre sus brazos y me puso en la boca un biberón. Así fue como supe que la leche de ballena no es mala.
Y volvieron en seguida a cantarme. Algunas voces eran hermosas y me aficionaron inmediatamente a