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¿Cómo es posible que sus vidas se entrecrucen?
¿Qué secretos esconde la antigua edición de un enigmático ensayo que promete explicar la verdadera historia del rey Rodrigo?
Alba, una brillante historiadora, está empeñada en escribir una revolucionaria tesis doctoral sobre la invasión musulmana de la península, mientras en su casa se desata otra guerra: la que viven en Euskadi con la presencia de ETA y las consecuencias que tiene en su relación con su marido, un fiscal involucrado en la lucha antiterrorista.
Zulema es una noble árabe, criada con valores de justicia y libertad, que es capturada por los cristianos, obligada a casarse con un caudillo visigodo y a renunciar a su identidad.
Este es el punto de partida de Hijos de la ira, una novela que aborda con valentía temas universales como el nacionalismo, la maternidad, el amor y el destino, y que demuestra cómo la violencia, en todas sus formas, trunca sueños y dinamita esperanzas.
Taicha Peñín
Taicha Peñín, bilbaína de corazón, estudió Derecho en la Universidad de Deusto y trabaja como asesora jurídica en un hospital. Es cofundadora de la Asociación Literaria Espíritu de la Alhóndiga (ALEA). Como presidenta, coordina y desarrolla actividades relacionadas con el mundo de la literatura: talleres de escritura, tertulias y conferencias. Ha publicado las novelas El duende del río Gomar (Ed. Primera persona) y El crimen de la novela sin título (2022 Ed. Eunate). Es también autora de relatos y ha participado en varias publicaciones colectivas, entre otras, La sonrisa de la hiena (Ed. Verbum). Es colaboradora habitual de BAO, la revista de Bilbao, en la sección de entrevistas a escritores y artistas del País Vasco. Hijos de la ira, su última novela, fue finalista de la XLIII edición del premio literario Felipe Trigo. Sigue a Taicha en Facebook (Taichapeñin) e Instagram (@taichapenin).
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Hijos de la ira - Taicha Peñín
Índice de contenido
Alba, Bilbao
Zulema, Villa Godomar
Alba, Bilbao
Alba, Bilbao
Zulema, Villa Godomar
Alba, Bilbao
Alba, Bilbao
Alba, Bilbao
Alba, Bilbao
Zulema, Villa Godomar
Alba, Bilbao
Zulema, Villa Godomar
Alba, Bilbao
Zulema, Villa Godomar
Alba, Bilbao
Zulema, Villa Godomar
Alba, Bilbao
Zulema, Villa Godomar
Alba, Bilbao
Zulema, Villa Godomar
Alba, Bilbao
Zulema, Villa Godomar
Alba, Bilbao
Zulema, Villa Godomar
Alba, Bilbao
Alba, Bilbao
Zulema, Villa Godomar
Alba, Bilbao
Zulema, Villa Godomar
Alba, Burgos
Zulema, Alejandría
Alba, Villa Godomar
Todo está escrito
Agradecimientos
Título: Hijos de la ira
© 2024 Taicha Peñín
____________________
Diseño de cubierta: Eva Olaya
___________________
1.ª edición: octubre 2024
____________________
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2024: Ediciones Versátil S.L.
Calle Muntaner, 423, planta 2
08021 Barcelona
www.ed-versatil.com
____________________
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita de la editorial.
A mi madre sublime.
parte1-Hijos de la iraAlba, Bilbao
Cuando Sam tenía cuatro años dibujó en su cuaderno una tumba con una cruz, unas enormes siglas: RIP, y en letra más pequeña, su nombre. Dos figuras humanas de trazos simples, un hombre sonriente y una mujer sin rostro, contemplaban la lápida. De la boca del hombre salía un bocadillo en el que el niño había escrito: «¡Qué bien!»; la mujer permanecía en silencio. A los pies de la sepultura, un perro solitario exclamaba lloroso junto a un charco de sangre: «¡Pobre Sam!, lo han matado».
Los trazos —en blanco y negro a excepción de la sangre coloreada en rojo— eran torpes pero contundentes, como si el niño hubiera apretado la pintura contra el papel hasta casi rasgarlo.
Antes de que la psicóloga se lo preguntara a Sam, yo sabía a quién representaba la mujer silenciosa. Llevaba una semana sin dormir. Las torpes líneas del dibujo, como los hilos de una marioneta, tiraban de los párpados de mi conciencia.
Ágata Prado, la especialista infantil, examinaba el cuaderno detrás de una gran mesa de nogal, mientras yo escrutaba la expresión de su rostro intentando extraer algo de alivio para mis temores. Levantó la mirada del papel. Sus ojos, exageradamente grandes y abiertos tras los cristales de las gafas de aumento, le daban el aspecto de una abuela asombrada. Sam guardaba silencio junto a mí, sentado en un enorme sillón de piel que acentuaba su desamparo. Sus pupilas azules asomaban implorantes entre el flequillo que le caía sobre la frente. Le alboroté el pelo con los dedos como si pudiera sacarle las palabras del cuero cabelludo.
«Los niños lo han matado… los niños de clase», respondió al fin a la psicóloga, empequeñecido, balanceando las piernas con nerviosismo.
Me miró implorándome ayuda. Pero mis palabras, las que yo debía decir, se me habían espesado en la garganta y no podían salir, como las acumulaciones de grasa que bloquean el paso de la sangre por las venas hasta infartar el corazón.
La psicóloga dulcificó la expresión, se acercó al niño y lo invitó a sentarse en una sillita junto a una mesa pequeña abarrotada de pinturas y cuadernos, en el otro extremo del gran despacho. Luego acomodó su gran corpulencia en otra del mismo tamaño, al lado de Sam. Parecía un animal hambriento de traumas infantiles a punto de engullir al fruto de mis entrañas.
—Sam, ¿te gusta leer?
—Sí.
—¿Qué cuentos te gustan?
En el nuevo espacio, mi hijo recuperó su tamaño, se irguió y contestó más animado.
—Los libros de Gerónimo Stilton. Y también La historia interminable. Mamá me ayuda con las palabras difíciles. Y el que más me gusta es… es…
Acostumbrado a ocultar secretos, dudó y me miró mordiéndose el labio inferior con esa expresión tan típica suya de «he metido la pata».
—No pasa nada, hijo, puedes contarlo. Estamos aquí para que Ágata nos ayude.
Liberado, sonrió.
—El que más me gusta es el libro secreto, el libro viejo de mamá y el de las tumbas de piedra.
Ágata desvió su mirada interrogante hacia mí. Me sobrecogí. Amaba a Sam, aunque fuera incapaz de protegerlo.
—Verá, el libro viejo es una antigua edición de La verdadera historia del rey Rodrigo. El otro es un libro de apuntes de arqueología sobre necrópolis. Son las referencias bibliográficas de mi tesis doctoral. Ya sé que no son lecturas adecuadas para un niño, pero él se empeña en que los leamos. A su padre no le gusta que le hable de la tesis, ni de esa vieja edición. Puede que tenga razón. No sé, quizás las fotografías de las tumbas de las necrópolis le han inspirado el dibujo. Procuramos leerlos cuando mi marido no está en casa. ¿Qué cree usted? ¿No es una lectura apropiada para nuestro hijo?
—Si a Sam le gusta no veo por qué va a hacerle daño.
Acababa de representar la escena del dibujo. En esos momentos, la psicóloga debía de estar pensando que yo era una idiota incapacitada para ser madre. Me miró con curiosidad durante unos segundos, como si deseara formularme una advertencia, finalmente pareció desechar la idea y volvió a dirigirse a Sam.
—Esto confirma lo que yo pensaba. Eres un niño muy inteligente, lleno de curiosidad.
Mi hijo sonrió y se arrellanó en el asiento, parecía estar a gusto. A medida que Ágata se iba ganando su confianza, también recobraba a mis ojos la condición humana. Empezaba a relajarme cuando hizo la pregunta.
—Volviendo al dibujo, ¿quiénes son el hombre y la mujer junto a la tumba?
Mis músculos se tensaron. Inspiré profundamente, tal y como me enseñaban en las clases de yoga, esperando que el aire de los pulmones amortiguara el golpe. Sam me miró, sopesó la respuesta y se mantuvo en silencio. Observé el rostro dubitativo de la mujer y decidí que había llegado el momento de dejarlo a solas con ella.
—Mamá tiene que hacer un recado. Puedes contarle todo a Ágata. Nos ayudará. No te importa que te deje un rato aquí charlando con ella, ¿verdad?
Resignado, asintió con la cabeza y me suplicó que volviera pronto. Abandoné el despacho decidida a salir a la calle para tomar el aire, pero la lluvia me detuvo en el portal. Protegida bajo el alero del edificio encendí un cigarrillo y aspiré profundamente el humo, que invadió mis pulmones igual que aquella mujer con aspecto de abuela oronda había penetrado en mi intimidad por la puerta más indefensa: Sam. Sabía lo que vendría después, saquearía nuestras vidas, nuestros sentimientos, mi cabeza. Le daría la vuelta a nuestro dolor con sus interpretaciones, como si fuera un simple calcetín.
El humo no conseguía anestesiar mi inquietud. Di con ansia la última calada y lo apagué en el suelo. Entré de nuevo en el portal. Me distraje contemplando los hilos de agua que se formaban al chocar las gotas contra el paño de vidrio de la puerta. El agobio cedió a medida que escampaba. La tormenta y el cristal dejaron a la vista la plaza de enfrente. Una veintena de personas con un lazo azul en el pecho permanecían en silencio junto a una pancarta con grandes letras que gritaba: «PAZ». Recordé que era lunes, el día en que se reunían los de Gesto por la Paz.
Mi madre había formado parte de la asociación hasta que nació Sam. Se me escapó un hondo suspiro de alivio por no tener que explicarle qué hacía en la consulta de una reputada psicóloga infantil cuando debería estar impartiendo clases de Historia en la universidad. Observé al grupo dolida, hastiada; sabía lo que iba a ocurrir. Un puñado de jóvenes, con sudaderas y pañuelos que les cubrían el rostro, se aproximó a la plaza y comenzaron a gritar: «¡A los del lazo, navajazo!». La Kale Borroka, la lucha callejera de los radicales. La mujer de la pancarta y sus acompañantes permanecieron impasibles. Entonces, los emboscados les arrojaron pintura y piedras. Algunos se les acercaron y les arrancaron con rabia el lazo azul.
La visión devolvió a mi conciencia, como un bumerán perverso, la imagen de Artemio ofuscado de ira cuando le pedí que nos acompañara a la consulta. Él arrojó al suelo el dibujo, mientras gritaba: «¡No tengo tiempo para tonterías! No necesita una psicóloga, lo que necesita es disciplina, ¡lo estás convirtiendo en un blando, en una nenaza!».
La sirena del furgón de la Ertzaintza, la policía vasca, me devolvió al presente. Varios agentes se colocaron como un muro entre los manifestantes y los de la Kale. Sabía que tenían órdenes de no intervenir más allá de eso. No habría detenciones. El lunes siguiente, la mujer de la pancarta quizás tendría un hematoma en la frente o un roto en su jersey, pero lo taparía con un lazo nuevo. Y todo volvería a repetirse.
Había llegado el momento de regresar a la consulta. En el ascensor, mis reflexiones se atropellaban, buscaba desesperadamente excusas al silencio cómplice de la mujer junto a la tumba del dibujo.
Cuando llegué a la consulta, Sam leía un cuento. Ágata me dijo que su cerebro era único, especial, uno entre cincuenta mil, y mientras la escuchaba, él sonrió. El brillo de sus ojos azules arrastró por un instante mis oscuros pensamientos. Sentí un atisbo de esperanza.
—Hasta el jueves que viene a las cinco. —Ágata nos despidió—. Alba, como te dije, es conveniente que el padre de Sam también acuda a las sesiones.
Zulema, Villa Godomar
La luz del amanecer se filtra entre las rendijas de la cabaña de madera y tropieza con el rostro de Isenhard. El niño se remueve en el colchón de paja y se da la vuelta para darle la espalda a la luz. Mientras se gira, encuentra el pequeño cuerpo de Akar, su hermano, y lo abraza. Duermen profundamente.
Desde el jergón, situado a menos de veinte pies, Zulema observa a sus hijos con ternura. Aún no ha conseguido desperezarse del todo. Siente a su lado el cuerpo caliente de Adulfo, su hombre. Acaricia los poderosos brazos del guerrero y desliza los dedos por su rostro deforme. A él le debe seguir viva. Debió de ser bello y noble antes de la cicatriz que recorre su mejilla desde la nariz a la oreja mutilada. Ahora es una mueca feroz apenas disimulada por la barba del color del trigo.
La marca del traidor en su carne hiere el alma de su esposo. Zulema lo sabe, cada vez que escucha de su boca la historia, siente el cuchillo afilado en el corazón. La visión de la cicatriz la persigue. A veces, la descubre en su propia cara al reflejarse en las aguas del río, como si al dormir junto al guerrero se le hubiera pegado igual que la tinta fresca de un pergamino.
De día. De noche. La monstruosa herida que no la deja dormir siempre está presente. También la extraña mujer que invade sus sueños. Hace nueve lunas que la visita. Severa y dulce a la vez, le habla en una lengua extraña que, sin embargo, Zulema entiende. «Ira, violencia», dice, y las palabras se convierten en una llama en la que aparece el rostro desfigurado de Adulfo. Adulfo empuñando la espada, montando a caballo, lanzándose contra el infiel como un animal salvaje en el combate. La marca del traidor en el hombre más fiel que Zulema ha conocido.
¿Acaso Adulfo reconoció a Witiza como señor? Nunca le hizo promesa de lealtad. Su rey siempre fue Rodrigo. Ante él juró como espatario. ¿Por qué Anagilda ordenó castigarlo de forma tan cruel?
Fue por Aquila, su primogénito, el heredero de Witiza. El rey Rodrigo encomendó a Adulfo, el más fiel espatario de su guardia, apresar a Aquila, refugiado en Córdoba. Debía llevarlo a Toledo para que fuese juzgado. Cumplió las órdenes de su rey, lo detuvo, y cuando lo custodiaban en la torre, un buen puñado de caballeros leales a Anagilda lo liberaron a sangre y fuego. Los witizianos hubieran matado a espada al espatario, igual que lo hicieron con todos sus hombres, y él habría muerto como un guerrero noble. Zulema ni siquiera habría conocido a su esposo. Anagilda, sin embargo, quiso infligirle un castigo peor que la muerte: la marca del traidor, un rostro mutilado, sin oreja. Y así lo envió de regreso a Toledo, desfigurado y con una carta escrita de su puño y letra para Rodrigo. Con la mayor de las humillaciones. Peor que muerto. Anagilda, flaca y de pocas fuerzas, se tornó valerosa cuando amenazaron sus entrañas.
Una madre es capaz de cometer los actos más terribles para proteger a un hijo. Zulema lo sabe, hace al menos diez lunas que teme por Isenhard, desde que empezó su entrenamiento. Es despierto, inteligente. Sabe leer. Ha aprendido junto a ella. Pero el niño es torpe con la espada. No le gusta empuñarla, como si en sus venas no llevara sangre de guerrero, sino la tinta de los papiros de su abuelo materno, los papiros que escribió cuando Zulema era una niña feliz que correteaba por la biblioteca del palacio en Damasco. Le ha leído al niño cientos de veces esos papiros con la historia de las tierras de Oriente, papiros escritos en árabe que Isenhard sabe de memoria. Se empecina en recitarlos a viva voz mientras empuña con blandura la espada cuando Adulfo lo instruye en la batalla.
—¡Isenhard, deja de farfullar esa lengua infiel! ¡Enfrenta tu espada!
Zulema siente el temblor de su hijo.
—Déjalo, Adulfo, aún es un niño. No tiene fuerza.
—La fuerza está con la verdad, y la verdad es amiga de Dios. Llama a venganza de los que tienen culpa. Los traidores que derramaron la sangre de Rodrigo deben morir por espada cristiana. Es mi hijo, mi sangre, sangre de caudillo cristiano.
El niño no escucha a su padre. Al contrario, se hace fuerte en los gritos en árabe, y Zulema le da las gracias a Alá, o a quien sea que bendiga a su hijo, porque Adulfo jamás se haya interesado por el significado de las bárbaras palabras. Porque si hubiera sido bendecido con el don de las lenguas, habría entendido la blasfemia del hijo.
—¡La traición está marcada en tu cara! ¡El odio brota de la bregadura de tu rostro. Te falta la oreja igual que te falta el honor! —grita Isenhard mientras arroja la espada al suelo con furia.
Zulema intenta controlar el temblor que le produce el miedo. Si Adulfo lo advierte, sospechará el significado de las palabras y le pedirá que las diga en cristiano. Tendrá que mentir de nuevo.
Todavía no ha llegado nadie que conozca su lengua a Villa Godomar. Solo Sara, la judía, sabe algún vocablo, pero es su amiga y no dirá nada. Son dos extrañas en la aldea, dos conversas a las que todos miran con recelo. Estarían muertas o las tratarían como cautivas si Zulema no fuera la esposa del caudillo, y Sara la partera de las cristianas y la sanadora de las heridas y fiebres de los guerreros con sus emplastos y plantas.
No, a Sara y a ella no las tocarán, aunque en Hispania el odio se extienda como fuego. Cristianos fieles a Witiza, seguidores de la doctrina de Priscilo, arrianistas que niegan a Jesucristo como hijo de Dios, se aliaron con bereberes de Tingitania y algunos árabes como Zulema. Las aguas del río Guadalete se tiñeron de sangre durante la gran batalla. Los cristianos de Rodrigo se refugiaron en las montañas del Norte, y Pelayo, el rebelde, fue nombrado en el Concilio del monte Auseva sucesor de Rodrigo. La fidelidad de Adulfo al caudillo astur es grande, tanta o más que el odio secreto que le profesa por haber sido él elegido rey de las tropas cristianas en su lugar.
Si no hubiera sido por la cicatriz, Adulfo sería el nuevo rey, eso piensa su esposo. Y si no hubiera sido por el odio y la rabia que alberga su corazón, ellos vivirían en Toledo tras pactar con los musulmanes, o en la corte de las montañas astures al lado de Pelayo, en vez de en la fría y alejada aldea de Villa Godomar. Villa Godomar, apenas una docena de chozas que dan cobijo a los cristianos leales de Adulfo.
El movimiento del pequeño Akar entre las pieles que lo arropan atrae la atención de Zulema. Apenas ha abierto los grandes ojos negros se encuentra con los de su madre. Se siente seguro en el calor del nido. Brilla la luz en su mirada. La madre le sonríe, es la hora de levantarse, avivar el fuego y preparar la primera comida del día.
Alba, Bilbao
Siempre he tenido presentimientos, incluso antes de nacer Sam. Presentimientos más antiguos que mis recuerdos, de vidas pasadas escritas en las páginas de los libros de Historia. De niña me gustaba pasear entre ruinas de parajes donde acontecieron hechos memorables. Oía voces que se acoplaban a mis pensamientos como el sonido de los micrófonos, y las acunaba en un rincón de mi cabeza igual que a un recién nacido. Fueron esas voces las que me llevaron a estudiar Historia. Solo trataba de descifrar los mensajes del pasado. Ahora lo sé.
Cuando me quedé embarazada de Sam, trabajaba como profesora en la Universidad de Deusto y lo compaginaba con la preparación de la tesis doctoral. Por entonces, no entraba en mis planes tener un hijo.
Me obsesionaba la idea de que la decisión no había sido mía. Me preguntaba qué me convirtió en madre, por qué había cedido mi vientre al embrión, y solo venían a mi mente pasajes bíblicos: «Mujer creada de la costilla de Adán que entrega a cambio su útero. Su útero para engendrar pequeños seres humanos hechos a la imagen de Dios, con el bello rostro de Eva, con la musculatura y el cerebro de Adán».
El día que la ecografía confirmó el resultado del test de embarazo, telefoneé a mi marido al despacho de la fiscalía para darle la noticia. La voz de Artemio sonaba alegre, segura: «Qué alegría. Es un gran día: un hijo, mi hijo. Y hemos cerrado la operación Bruno. Han detenido al capo. Por fin he pillado a ese cabrón, Alba. La policía ha encontrado la contabilidad con los nombres de la red en el registro».
Sentí el mordisco de la culpa en el pecho. Yo estaba demasiado preocupada por las transformaciones de mi cuerpo para compartir el gozo de mi marido, el hombre que había elegido amar. Una hora antes, la ginecóloga se empeñaba en distinguir ojos, nariz y cabeza en una masa deforme que nadaba en el líquido de mi vientre. «¿Ves cómo le late el corazón? Solo hay uno. No son gemelos. Aún es pronto para saber si es niño o niña. ¿Qué quiere Artemio?».
Él quería niña, demasiados hombres en su familia, decía que había echado de menos una hermana en su infancia. Yo ni siquiera sabía si deseaba ser madre. De camino a la universidad, solo me cruzaba con embarazadas. Mujeres que se tambaleaban esforzándose en mantener el equilibrio de sus cuerpos desfigurados. Pronto caminaría como ellas. Llevaba varios días somnolienta y con náuseas matutinas.
Estaba de dos meses. Ocho semanas. Sabía con certeza el día en que lo habíamos concebido, fue el sábado que celebramos que a Artemio lo habían nombrado fiscal jefe. Después de cenar en el mejor restaurante de Bilbao, beber varias copas de champán y un whisky reserva de veinte años, entró en mí con el ímpetu salvaje del triunfo. En el ascensor, su boca bebía el aliento de mis labios, su cuerpo devoraba mis latidos. Los ojos le brillaban de deseo. Intentó abrir la puerta de casa mientras sujetaba mi cintura. Las llaves cayeron al suelo. Se agachó, y al incorporarse, sus manos se deslizaron entre la falda y mis piernas hasta que los dedos alcanzaron la humedad de mi sexo. Así era Artemio, practicaba un sexo apasionado y primitivo, como un combate en el que solo había un vencedor. Una batalla a la que yo, halagada y excitada, me rendía de forma placentera.
Ya en el dormitorio, entrelazados en la cama con la premura de la pasión encendida en nuestros cuerpos, busqué a tientas en la mesilla los preservativos. Él advirtió el movimiento. «Por favor, sin plásticos, llevamos dos años casados». Y sin siquiera desnudarnos, entró en mí reclamando el útero evolucionado de la costilla primitiva.
La bocina de un BMW, a la altura del semáforo frente a la universidad, me sacó de mis pensamientos. En la puerta del aula me crucé con Gerardo. El día anterior le había dicho que llegaría tarde a clase porque tenía que ir al médico. Últimamente, había sido testigo de mi cansancio y apatía en el trabajo.
—¿Qué tal ha ido la consulta, Alba?
—Bien. Estoy bien. Es solo que estoy embarazada.
Observé el entrañable rostro de mi compañero de facultad. El alivio inicial dejó paso al desengaño de inmediato. Mantuvimos una larga relación en la época de estudiantes en la misma universidad donde ahora éramos profesores. Nuestro noviazgo acabó cuando él se fue a Italia para especializarse. Me propuso que lo acompañara, allí yo también podría investigar y hacer el doctorado. Mi madre puso el grito en el cielo, mi padre se resignó ante el grito de mi madre, y me pidieron que nos casáramos antes de irnos.
Acostumbrada a su protección, a que otros se esforzaran por mí, le trasladé la propuesta de matrimonio a Gerardo. Enmudeció; al final, forzado, respondió que no podía comprometerse, que éramos demasiado jóvenes para casarnos. Me sentí decepcionada. En él todo eran dudas y silencios, blandura y falta de decisión. Lo sentía tan próximo, tan parecido, con estudios e intereses comunes, que lo percibía como un hermano. Me consolé pensando que era difícil sentir pasión por el reflejo de uno mismo. Debí rebelarme, conseguir una beca, ponerme a trabajar. No hice nada. Puede que ya entonces fuera un pájaro sin alas.
Quizás por contraste, Artemio entró con fuerza en mi escena emocional dos meses después de que Gerardo se fuera a Roma. Pertenecía a una estirpe de reconocidos abogados. Su abuelo, republicano, vivió gran parte de su vida exiliado en París después de la Guerra Civil. Regresó a España tras la muerte de Franco y fundó la firma Ugarte y asociados, en Madrid. Su padre, también abogado, murió en un accidente de tráfico cuando él era niño.
Artemio fue el primero de su familia en acceder a la carrera fiscal. Compaginaba su primer destino en Bilbao con el trabajo de profesor de Derecho Penal en la Universidad de Deusto. Coincidimos un par de veces en la cafetería después de nuestras respectivas clases. No podría decir quién se fijó primero en quién, pero recuerdo que me impresionaron la seguridad de sus gestos, su firmeza a la hora de expresarse, la vehemencia con que defendía sus convicciones.
Por entonces yo me mimetizaba con el paisaje social del País Vasco, escondía mis opiniones políticas entre pliegues de miedo y pasividad. Las únicas ideas que me atrevía a defender con tesón estaban encerradas en las páginas de los libros de historia medieval. Artemio era acción valiente que miraba al futuro; yo contemplaba el pasado desde la cobardía. Lo admiraba.
Enseguida me vi junto a él en el cine, en restaurantes, conferencias y comidas con sus compañeros del juzgado. Limpió la ciénaga de silencios y dudas de Gerardo. Creo que mi antiguo novio le guardaba rencor por haber dejado al descubierto su personalidad indecisa.
—Enhorabuena, Alba. Un hijo. Estarás contenta.
—Contigo no tengo que fingir. Ser madre no entraba en mis planes ahora. Estoy asustada. No me siento preparada.
—¿De nuevo Artemio, Alba? ¿El ciclón de las leyes quería un hijo y su sumisa esposa le dijo que sí? Conmigo no eras tan complaciente.
Cuando Gerardo regresó de Italia, yo estaba a punto de casarme. Me preguntó si estaba segura. Creí que quería reanudar nuestra relación. Mi orgullo eligió por mí. Entre su amor, incierto y blando, y la pasión férrea de Artemio, opté por la segunda.—No empecemos. Igual es que tú no te empeñaste demasiado en nuestra relación.
—Presión, Alba. Una cosa es empeño y otra presión. El fiscal presiona. Está acostumbrado a interrogar e imponer su versión de los hechos. Siempre gana.
Llevaba algún tiempo intuyendo que yo aceptaba los deseos de Artemio a fuerza de ahogar los míos. Pero que Gerardo me lo estampara en la cara en ese preciso instante me produjo el dolor agudo de la picadura de avispa. Advirtió mi incomodidad, se acercó y me rodeó con los brazos.
—Perdona. No quería molestarte. Todo irá bien.