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Los Mejores Cuentos de O. Henry
Los Mejores Cuentos de O. Henry
Los Mejores Cuentos de O. Henry
Libro electrónico151 páginas2 horas

Los Mejores Cuentos de O. Henry

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William Sydney Porter, más conocido como O. Henry, ocupa un lugar especial en la literatura estadounidense con sus cuentos caracterizados por giros inesperados y una narrativa envolvente. Publicadas a principios del siglo XX, sus historias retratan, de manera accesible, el día a día de personas comunes, a menudo ambientadas en las calles de Nueva York.
Sus personajes, extraídos del entorno urbano, viven situaciones que, aunque simples a primera vista, revelan sorpresas y dilemas que conectan directamente con el lector. O. Henry supo utilizar el humor y lo inesperado para explorar la complejidad de la vida y de las relaciones humanas.
En esta colección, hemos reunido algunos de los cuentos más representativos de su obra, elegidos por su relevancia y la fuerza de sus tramas. Son historias breves, pero que ofrecen una visión rica de los giros cotidianos y el carácter impredecible de la vida.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 oct 2024
ISBN9786558946755
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    Los Mejores Cuentos de O. Henry - O. Henry

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    LeBooks editora

    LOS MEJORES CUENTOS DE O. HENRY

    Primera edición

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    Sumario

    PRESENTACIÓN

    LOS MEJORES CUENTOS DE O. HENRY

    La puerta verde

    Después de 20 años

    Dos caballeros el día de Acción de Gracias

    El califa, Cúpido y el reloj

    El código Calloway

    El péndulo

    El poli y el himno

    El rescate

    El triángulo social

    La duplicidad de Hargraves

    La lámpara maravillosa

    La redención de Caliope

    La última hoja

    PRESENTACIÓN

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    O. Henry

    1862 – 1910

    O. Henry fue un escritor estadounidense, conocido principalmente por sus cuentos cortos llenos de humor, ironía y finales sorprendentes. Nacido como William Sydney Porter en Greensboro, Carolina del Norte, adoptó el seudónimo O. Henry y se convirtió en uno de los maestros de la narrativa corta en la literatura estadounidense. Sus historias, ambientadas frecuentemente en la vida urbana de Nueva York, capturan la esencia de los seres humanos comunes enfrentando circunstancias inesperadas.

    Primeros años y educación

    Porter creció en el sur de los Estados Unidos, en una época marcada por la posguerra civil. Tras perder a su madre a temprana edad, fue criado por su abuela y tía. Aunque no tuvo una educación formal extensa, desde joven mostró un interés por la literatura y la escritura. Trabajó en diversos oficios, incluidos farmacéutico y cajero de banco, experiencias que influirían en muchos de los personajes y situaciones que más tarde desarrollaría en sus relatos.

    Carrera y contribuciones

    O. Henry comenzó a escribir mientras estaba en prisión, cumpliendo una condena por malversación de fondos. Tras su liberación, se mudó a Nueva York, donde escribió la mayor parte de su obra. Es famoso por su habilidad para crear personajes vívidos y situaciones que reflejan tanto el ingenio como la fragilidad de la naturaleza humana. Entre sus obras más notables se encuentran El regalo de los Reyes Magos (1905), que cuenta la historia de una pareja que se sacrifica por amor en Navidad, y El policía y el himno (1904), donde un vagabundo busca ser arrestado para pasar el invierno en la cárcel.

    Las historias de O. Henry son recordadas por sus finales inesperados, a menudo irónicos, que sorprendían y deleitaban a los lectores. Su estilo único, que combinaba humor con una profunda observación social, dejó una huella indeleble en la literatura corta. Se le atribuye el perfeccionamiento del cuento con estructura precisa y cierre sorpresivo, técnica que inspiraría a generaciones de escritores.

    Impacto y legado

    A pesar de una vida marcada por altibajos personales, incluyendo la tragedia de perder a su esposa y enfrentar problemas legales, la obra de O. Henry sigue siendo una referencia en el arte de la narrativa breve. Su capacidad para capturar las complejidades de la vida urbana y la condición humana con ligereza y profundidad lo posiciona como una figura clave en la literatura estadounidense.

    Hoy en día, O. Henry es considerado uno de los mejores cuentistas de su tiempo. Su influencia se extiende más allá de la literatura, ya que sus relatos han sido adaptados al cine, teatro y televisión. Además, en su honor se creó el prestigioso Premio O. Henry para cuentos, que sigue reconociendo la excelencia en la narrativa breve.

    Muerte y legado

    O. Henry falleció en 1910 debido a complicaciones relacionadas con la cirrosis. Aunque su vida estuvo marcada por dificultades, su obra dejó una marca indeleble en la literatura. A través de sus relatos, ofreció una visión perspicaz y a menudo conmovedora de las pequeñas tragedias y alegrías de la vida cotidiana, perpetuando su legado como uno de los grandes maestros del cuento.

    Sobre la obra

    William Sydney Porter, más conocido como O. Henry, ocupa un lugar especial en la literatura estadounidense con sus cuentos caracterizados por giros inesperados y una narrativa envolvente. Publicadas a principios del siglo XX, sus historias retratan, de manera accesible, el día a día de personas comunes, a menudo ambientadas en las calles de Nueva York.

    Sus personajes, extraídos del entorno urbano, viven situaciones que, aunque simples a primera vista, revelan sorpresas y dilemas que conectan directamente con el lector. O. Henry supo utilizar el humor y lo inesperado para explorar la complejidad de la vida y de las relaciones humanas.

    En esta colección, hemos reunido algunos de los cuentos más representativos de su obra, elegidos por su relevancia y la fuerza de sus tramas. Son historias breves, pero que ofrecen una visión rica de los giros cotidianos y el carácter impredecible de la vida.

    Con esta selección, esperamos brindar al lector una clara introducción al estilo de O. Henry, permitiendo que cada cuento sea apreciado tanto por su sencillez como por la profundidad de su narrativa.

    LOS MEJORES CUENTOS DE O. HENRY

    La puerta verde

    Supongamos que usted va caminando por el centro, después de cenar; ha asignado diez minutos a la consumición de un cigarro y trata de decidir entre divertirse con una tragedia o ver algo serio, tipo comedia musical. De pronto, alguien le apoya una mano en el brazo. Al volverse, usted se encuentra con los ojos inquietantes de una hermosa mujer, que luce magníficamente sus diamantes y sus martas rusas. Ella, apresuradamente, le pone en la mano un panecillo enmantecado, muy caliente, y con un diminuto par de tijeras le corta el segundo botón del sobretodo, exclamando una sola palabra sin significado alguno: ¡paralelogramo!. De inmediato huye por una calle lateral, echando una mirada temerosa a sus espaldas.

    Eso sería una auténtica aventura. ¿La aceptaría usted? No, usted no. Enrojecido de vergüenza, dejaría caer tímidamente el panecillo y seguiría caminando por la avenida, manoseando febrilmente el ojal vacío. Es decir, así sería, a menos que usted sea uno de los pocos bienaventurados en quienes aún no ha muerto el puro espíritu de la aventura.

    Los auténticos aventureros nunca han sido numerosos. Los que figuran como tales en letras de molde fueron, en su mayoría, hombres de negocios que aplicaron métodos recientemente inventados. Buscaban las cosas que ambicionaban: vellocinos de oro, santos griales, el amor de una mujer, tesoros, coronas y fama. El auténtico aventurero avanza sin meta y sin cálculos al cordial encuentro del destino desconocido. Un buen ejemplo nos lo brinda el Hijo Pródigo… al iniciar el regreso al hogar.

    Semiaventureros, personajes todos valientes y magníficos, los ha habido de sobra. Desde las cruzadas hasta las defensas terraplenadas, han enriquecido las artes de la historia y la ficción, así como el comercio de la ficción histórica. Pero cada uno de ellos tenía un premio a obtener, una meta a conquistar, un hacha a la que dar filo, un nuevo golpe de esgrima que exhibir, un nombre al que poner lustre, una corona que ceñir… por lo tanto, no eran perseguidores de la auténtica aventura.

    En la gran ciudad, el Romance y la Aventura, dos espíritus gemelos, viven a la busca de cortejantes que valgan la pena. Mientras vagamos por las calles nos miran de reojo, desafiándonos de veinte modos diferentes. Sin saber por qué, súbitamente levantamos la vista hacia una ventana y divisamos un rostro que parece pertenecer a nuestra galería de retratos íntimos. En cualquier vecindario adormecido oímos un grito de miedo y tormento, que proviene de una casa vacía, cerrada. Un taxista cualquiera, en vez de dejarnos en nuestra acera familiar, nos deposita ante una puerta extraña, que alguien abre ante nosotros con una sonrisa, invitándonos a entrar. Un trozo de papel con algo escrito aletea hasta posarse a nuestros pies, desde las altas celosías del Azar. Intercambiamos miradas de odio, afecto o temor instantáneos con cualquier desconocido que pasa apresuradamente en la multitud. Una súbita ráfaga de lluvia… y nuestro paraguas puede estar protegiendo a la Hija de la Luna Llena, prima hermana del Sistema Sideral. En todas las esquinas caen pañuelos, hay dedos que nos llaman, ojos que nos acorralan, y las claves de la aventura, perdidas, solitarias, arrebatadas, misteriosas, peligrosamente cambiantes, se deslizan furtivamente entre nuestros dedos. Pero pocos de nosotros estamos dispuestos a retenerlas y a seguirlas. Se nos cría rígidos, con la vara de las convenciones sujeta a la espalda. Pasamos de largo. Y un buen día, al término de una vida muy opaca, llegamos a reflexionar que nuestras aventuras han sido la imagen descolorida de uno o dos matrimonios, una rosa de satén guardada en el cajón de la caja fuerte y una eterna reyerta con el radiador de la calefacción.

    Rudolf Steiner era un auténtico aventurero. Pocas eran las tardes en que no salía de su cubículo — dormitorio en busca de lo inesperado y lo egregio. Para él, lo más interesante de la vida parecía ser lo que quizás estuviera a la vuelta de la esquina. A veces, esas ansias de tentar al destino lo llevaban por rumbos extraños. En dos ocasiones había pasado la noche en una comisaría; de tanto en tanto, embusteros ingeniosos y mercenarios lo hacían su víctima, y también su reloj y su dinero habían sido, en una oportunidad, trofeos de un cebo halagador. Pero él, con impertérrito ardor, seguía recogiendo todos los guantes que se le arrojaban, en alegre persecución de la aventura.

    Una noche, Rudolf paseaba por una calle lateral, en la parte más antigua del centro. Dos ríos de gente llenaban las aceras: por una parte, los que corrían de regreso al hogar; por otra, ese contingente inquieto que lo abandona por la sabrosa bienvenida de un menú de restaurante profusamente iluminado.

    El joven aventurero era de agradable porte y se movía con cautelosa serenidad. A la luz del día trabajaba vendiendo pianos en un local. Llevaba la corbata pasada por un anillo de topacio, en vez de sujetarla con un alfiler. En una oportunidad había escrito al director de una revista, afirmando que La prueba del amor de Junie, obra de la señorita Libbey, había influido sobre su existencia más que ningún otro libro.

    Durante su paseo, un violento castañeteo de dientes exhibidos en una vitrina llamó su atención (envuelta en escrúpulos) hacia el restaurante en cuya fachada se lucían. Sin embargo, una segunda mirada le reveló el letrero luminoso de un dentista, muy por encima de la puerta siguiente. Un negro gigantesco, fantásticamente ataviado con una chaqueta roja bordada, pantalones amarillos y gorra militar, distribuía tarjetas con toda discreción entre los transeúntes que consentían en tomarlas.

    Esta modalidad de propaganda odontológica era un espectáculo común para Rudolf. Generalmente pasaba junto al repartidor de tarjetas sin disminuir su provisión, pero esa noche el africano le deslizó una en la mano, con tanta destreza que él la retuvo, sonriendo un poco para festejar la triunfal hazaña.

    Después de recorrer algunos metros más, echó sobre la tarjeta una mirada indiferente. Sorprendido, la dio vuelta para mirarla con mayor interés. Un lado de la cartulina estaba en blanco; en el otro se leían, escritas en tinta, tres palabras: La Puerta Verde. En eso, Rudolf vio que un hombre, algunos pasos más adelante, arrojaba al suelo la tarjeta que el negro le había dado. La recogió; tenía impresos el nombre y la dirección del dentista, con el habitual anuncio de emplomaduras, puentes y coronas, más ricas promesas de operaciones indoloras.

    El aventurado vendedor de pianos se detuvo

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