La máquina de hacer pájaros
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La máquina de hacer pájaros - Natalia García-Freire
Natalia García Freire
La máquina de hacer pájaros
Natalia García Freire, La máquina de hacer pájaros
Primera edición digital: noviembre de 2024
ISBN epub: 978-84-8393-712-9
Colección Voces / Literatura 366
Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
© Natalia García Freire, 2024
Casanovas & Lynch Literary Agency, S.l.
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2024
Editorial Páginas de Espuma
Madera 3, 1.º izquierda
28004 Madrid
Teléfono: 91 522 72 51
Correo electrónico: info@paginasdeespuma.com
Solamente muero los domingos,
y los lunes ya me siento bien.
Sui Generis, Confesiones de invierno
Así que me quedo en la cama. Me quedo en la cama hasta que el doctor Rex llame personalmente para informarme de que tiene recetas nuevas para mí. Dicho con más énfasis, me quedo en la cama hasta.
Mary Robison, Por qué haría yo
Todas y cada una de mis palabras están invertidas,
del revés, o soy yo quien lo está.
También te abrazaba de ese modo.
William H. Gass, En el corazón del corazón del país
El último día que lo vi como humano, estaba triste por el mundo.
Aimee Bender, La que recuerda
Las Lumbres
Cuando todo enmudece, cuando la gravedad de los
hechos rebasa con mucho nuestro entendimiento e incluso
nuestra imaginación, entonces está ahí, dispuesto,
abierto, tartamudo, herido, balbuceante, el lenguaje del dolor.
Cristina
Rivera Garza
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Cada palabra que ella escribe es mentira, incluso y y la.
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Lo que recuerda la escritora
Nada.
La escritora no recuerda nada. Es el lenguaje el que habla. Recuerda que se lo contará su abuela. O serán los pájaros. De pequeña tendrá un juego: le hablará por la noche a la pavita de la muerte, que espanta a todos porque es bruja y es ave. Es más pequeña que un búho y más rechoncha, pero se sabe el doble de historias. No temas, le dirá la pavita de la muerte, solo tienes que recordar. ¿Recordar qué?, pregunta la escritora. La historia de las Lumbres, tontuela. Y la pavita de la muerte, viéndola tan perdida, reirá y reirá. Y cuando ría, la escritora le verá los ojos de lechuza, pero de un amarillo ámbar que confundirá ya para siempre con el atardecer porque son de luz, como de estrellas y polvo cósmico. La escritora no recuerda más. ¿Cómo podría recordar? En quichua podría invocar el recuerdo, k’aspillu, tendría que decir: varita de la memoria. Pero la escritora no habla quichua, no tiene la varita. No aprendió la lengua que convierte las palabras en materia. Lengua que es también un último acto de magia. Y tampoco aprendió a recordar. Olvida todo y cállate, era lo que le decían de pequeña. Pero sabía escuchar desde lejos el canto de la pavita, una historia que suena en su cabeza como un solo tartamudeo. Unos visos de locura. Las voces de los muertos. El canto de los pájaros en la rama más alta.
La escritora quiere caerse de la rama más alta.
Lo que se rumorea en el camino
Hartos, éramos hartos los que nos juntamos para ir a buscarlas. Camino de la laguna, con los pájaros mirándonos desde las ramas altas de los pinos.
Las llamaban las Lumbres y dice el niño que las enterraron cerca del pueblo. No en el pueblo porque se las llevaron. Se las llevaron de ahí que era cerca de donde vivíamos. Se las llevaron porque brillaban. Como el plancton. Eran luz, pero a ratitos se apagaban. Les llamaban las Lumbres, pero no eran hembra ni varón. Por las noches, a lo lejos nomás veíamos la luz que eran ellas, todas juntas, como una calesita ardiendo. Pero nunca nos acercamos porque estaba prohibido, porque habría sido como verle los ojos a Dios o al Diablo. Hay misterios que no se persiguen y milagros que no se tocan. No se sabe si fueron paridas. Solo fueron nada más. Como es la laguna de allá mismo, y como es el río. Luego llegaron los de las mineras con los militares. Ellos se mandaban cuatro, cinco horas de camino en el monte para ir a buscarlas y se las querían llevar porque estaban encandilados. Les dijimos: dejen a las Lumbres donde están.
No hicieron caso.
El corazón del bosque
La escritora recuerda que escuchará esta historia una y otra vez, pues es una historia que viene sucediendo toda la eternidad. Recuerda que estará en el bosque. Perdida. No hay otra forma de estar en el bosque. No habrá hecho caso a lo que le dijo la abuela: no dejes que el bosque te atrape. No hará caso a su abuela jamás. Así que tomará el camino que la llevará demasiado lejos y es entonces cuando habrá subido al árbol y, siguiendo la voz de la pavita de la muerte, tomará una fruta dulce como el higo y tan suave, como la piel de ella misma entre las piernas. Ahí cree la escritora que empezará a escuchar la muerte, justo ahí en la pulpa y escuchará lo que se rumorea en el camino, lo que dirán las gentes, las voces de los cuerpos y el lenguaje de la luz. No seas tontuela, le dirá la pavita de la muerte, los que escriben no escuchan. Solo recuerdan. ¿Qué cosa?, pregunta la escritora. Recuerdan lo que los volverá desquiciados.
Lo que dice el niño
Yo era más niño que ahora, aunque siempre he de ser niño porque cuando salimos del pueblo dejé de crecer y me deliré. Eso dice mi madre, que en paz descanse, que murió de vieja y de exiliada porque nos quedamos sin tierra. Cuando llegaron ellos yo era aún más niño. A uno le vi la pistola y temí. Pidieron permiso para bañarse en nuestra casa. Olían raro. Olían a leche agria. Uno se acercó a mí y me pasó la pistola por la espalda. ¿Es cierto que existen?, me preguntó. Hacía tiempo que andaban buscándolas. Ajá, dije. Te vas a venir con nosotros a guiarnos. Como era niño, me querían llevar, como era niño medio mudo, pero que sabía dónde se escondían. Le dije a mamá que me iba para que no le hicieran nada, para que ya nos dejaran en paz. Salieron todos bañaditos, rayita al medio, pelos engominados, pistolas a la vista. Y nos fuimos caminando. Yo fui el que les mostró el camino. Me dicen todos que no tengo perdón de Dios, como si Dios se fuera a acordar de nosotros.
Dios no recuerda
La escritora siente un estrujón en el abdomen. Quiere rezar, pero no sabe a qué. Escucha las voces de los que están buscando. Ese dolor. Ese dolor. Ese dolor. Cuervos y gorrionas le saltan por la cabeza. Desde la rama más alta podría ver. Pero siempre ha tenido miedo a las alturas. Recuerda que morirá bien cerquita de la tierra y no sabe por qué teme. Los cuervos traen las voces de la procesión. Las voces se le hacen callo en el cuerpo. Las mataron. No. Se las llevaron primero.