El río
Por Esther Kinsky y Richard Gross
()
Información de este libro electrónico
Ella accede al Lea desde el este de Londres, donde se acaba de instalar de forma provisional tras romper con su vida anterior. Se aloja en un piso en el que convive con las cajas de la mudanza sin desembalar, un lugar cualquiera en el que pretende depositar su vida de un modo transitorio mientras se despide de la ciudad.
Ese mundo intermedio que no es ni campo ni ciudad, esos terrenos estériles que transita se convierten ante su mirada, capaz de apreciar lo que otros ni siquiera ven, en fuente de reflexión, misterio y maravilla. Hondonadas, marismas, juncales, avefrías, alisedas, terraplenes ferroviarios, estuarios, garzas, maleza, descampados, rosales silvestres, embarcaderos, esclusas: todo tiene su papel en un paisaje cuyas claves se le van desvelando poco a poco y todo tiene, además, la capacidad de convocar los recuerdos de su infancia, a orillas del Rin. Lleva consigo una cámara con la que retrata hallazgos fortuitos, fotos que, como los territorios que recorre, siempre le deparan sorpresas en el revelado.
Llena de meandros, ramificaciones y afluentes, su memoria recupera las historias de otros ríos que asimismo ha recorrido –el Ganges, en la India; el Óder, en Polonia; el Tisza, en Hungría; el Nahal Ha Yarkon, en Tel Aviv; el San Lorenzo, en Quebec–, historias que recrea con una profunda sensibilidad a la hora de relatar los avatares de su naturaleza y sus habitantes.
En este río de Kinsky también hay un acercamiento muy original a la gran ciudad, un Londres migrante visto desde la periferia, y un talento singular para especular sobre la vida de los objetos olvidados y trazar sus genealogías emocionales. La autora consigue así transformar el río y lo que ocurre a su alrededor en un lenguaje pleno de vida.
Esther Kinsky
Esther Kinsky grew up by the river Rhine and lived in London for twelve years. She is the author of six volumes of poetry, five novels (Summer Resort, Banatsko, River, Grove, Rombo), numerous essays on language, poetry and translation and three children’s books. She has translated many notable English (John Clare, Henry David Thoreau, Iain Sinclair) and Polish (Joanna Bator, Miron Białoszewski, Magdalena Tulli) authors into German. Both River and Grove won numerous literary prizes in Germany. Rombo was awarded the newly founded W.-G.-Sebald-Literaturpreis 2020. In 2022, Kinsky was awarded the prestigious Kleist Prize for her oeuvre.
Lee más de Esther Kinsky
Arboleda Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Rombo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
Autores relacionados
Relacionado con El río
Libros electrónicos relacionados
La pulsera de granates Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesAbril: Historia de un amor Calificación: 4 de 5 estrellas4/5El último invierno Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLos ojos del desierto: Recreación sobre tradiciones populares mendocinas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLos cuatro jinetes del Apocalipsis Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl jardín de los Finzi-Contini: La novela de Ferrara. Libro tercero Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El lobo de ávvakum Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEL cisne de Vilamorta Vol I Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesPetrilla Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa leyenda del santo bebedor Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesAngelina (novela mexicana) Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesRostros, rastros y raíces Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEntre naranjos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesDolores Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesJuntacadáveres Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa Regenta Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones7 mejores cuentos de Darío Herrera Calificación: 1 de 5 estrellas1/5Navidad en las montanas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl viaje de Octavio Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa otra Grecia: Viaje a Salónica, Macedonia y los Balcanes del sur Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa estepa en el barranco Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl humo dormido Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl Milagro de la Desgraciada Muerta Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl cisne de Vilamorta Vol III Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
Biografías y autoficción para usted
El brazo de Pollak Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Confesiones de una bruja: Magia negra y poder Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Punto de cruz Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Perderse Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Las niñas aprendemos en silencio Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Todo nos sale bien Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Feria Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Tarantela Calificación: 4 de 5 estrellas4/5El libro secreto de Frida Kahlo Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Categorías relacionadas
Comentarios para El río
0 clasificaciones0 comentarios
Vista previa del libro
El río - Esther Kinsky
LARGO RECORRIDO, 204
Esther Kinsky
EL RÍO
TRADUCCIÓN DE RICHARD GROSS
EDITORIAL PERIFÉRICA
PRIMERA EDICIÓN: noviembre de 2024
TÍTULO ORIGINAL: Am Fluß
© MSB Matthes & Seitz Berlin Verlag, Berlin 2014.
Reservados todos los derechos a
Matthes & Seitz Berlin Verlagsgesellschaft mbH.
© de la traducción, Richard Gross, 2024
© de esta edición, Editorial Periférica, 2024. Cáceres
info@editorialperiferica.com
www.editorialperiferica.com
ISBN: 978-84-10171-20-6
La editora autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.
La condición última de todo es ser río.
IAIN SINCLAIR, Ghost Milk
image/Pag.9.pngA la niña ciega
1
REY
En el tiempo previo a mi partida de Londres, solía cruzarme con el rey. Me lo encontraba en el crepúsculo turquesa del atardecer. Detenido a la entrada del parque, el rey miraba hacia el oriente, donde emergía un azul profundo y brumoso, mientras a su espalda relucía el cielo. Abandonando la sombra de las matas próximas al portón, se acercaba con paso menudo y silente a la orilla del césped, dominado a esa hora por los numerosos cuervos que, alborozados, sobrevolaban en círculo el parque.
El rey extendía las manos, y los cuervos se congregaban a su alrededor. Algunos, con breve aleteo, se posaban en sus brazos, sus hombros y sus manos, alzaban de nuevo el vuelo, se alejaban un trecho y regresaban. Quizá todos ellos querían, o debían, tocarlo una vez. Así, rodeado de aquel ingente número de aves, comenzaba a imprimir a sus brazos estirados movimientos oscilantes y giratorios, como si habitara en ellos una memoria de alas.
El rey llevaba un lujoso tocado compuesto de rígidas telas de brocado prendidas con un alfiler guarnecido de plumas. Tanto los hilos de oro de las telas como el alfiler resplandecían pese a la menguante luz. El traje, con ribetes entretejidos de reluciente oro en el cuello y los puños, solamente le llegaba hasta los muslos; era de un paño duro y tieso de un color verde azulado, con motivos de plumas en su trama. Por debajo, sobresalían desnudas sus largas piernas negras; sus pies, descalzos, tan arrugados que parecían los de un viejo, lo que producía un contraste peculiar con sus rodillas y pantorrillas, juvenilmente delgadas y fibrosas; calzaban esos pies unas sandalias de tacón de cuña. El rey era muy alto y se quedaba por completo erguido en medio de los pájaros; únicamente giraba y oscilaba los brazos, con el cuello tan rígido y derecho como si llevara el mundo entero en su tocado. El perfil de su rostro se recortaba sobre el cielo al oeste, y sólo podría decir de él que era regio, el de alguien familiarizado con lo grandioso pero también acostumbrado al abandono. Era un rey entristecido por su majestuosidad, alejado de su país, donde se le tendría por repudiado o desaparecido. Nada de su figura guardaba relación con el paisaje circundante: los enhiestos y antiguos árboles, las rosas tardías de aquel plácido invierno, el inesperado vacío de las marismas que se abrían detrás de la ladera del parque, de pronunciado declive, como si la ciudad acabara allí bruscamente. Con aquel aire fastuoso y abismado en una profunda soledad, caminaba por los linderos de aquel jardín un tanto olvidado por la metrópoli, y únicamente los pájaros, con su evanescente graznar y su negro aleteo, se solidarizaban con él.
El parque estaba desierto a esas horas. Las judías ortodoxas, que acostumbraban a pasear con sus niños por la tarde, hacía ya tiempo que se encontraban en sus casas, al igual que los chicos jasídicos que a veces veía fumar al mediodía, nerviosos y soltando risitas detrás de un arbusto, con los tirabuzones removiéndose cuando sentían frío, pasándose el cigarrillo entre ellos para dar una calada ansiosa, según notaba por la larga brasa que se encendía un instante delante de sus bocas, mientras de las ventanas de su escuela, más allá del seto del parque, llegaba un galimatías de voces y cantos infantiles que el viento empujaba como olas en todas direcciones. Los rosales, a excepción de los que en aquel invierno de lechosa blancura y libre de heladas todavía producían flores de un rosa teñido de amarillo, exhibían escaramujos de un rojo intenso. A la hora del día en que se presentaba el rey lucían negros en el ocaso emergente.
Al pie de la ladera, detrás de unos árboles, corría el río Lea. En invierno, el agua titilaba con la claridad que se colaba entre los pelados ramajes. Al fondo, se extendía la tierra de las marismas y los prados, que, después de caer la noche, se convertía en una gran palma de mano llena de un crepúsculo que iba oscureciéndose, enhebrado a ratos por la sarta de luces de un tren que circulaba en dirección nordeste en lo alto del terraplén.
En las calles que tomaba para caminar desde el parque hasta mi casa reinaba un silencio vespertino. De tanto en tanto pasaba, esquivándome, un ortodoxo de andar veloz, rara vez niños, siempre apresurados cuando se dirigían a rezar, a una cena, a una cita, a cumplir con alguna obligación. Balanceaban sus bolsas, de plástico crujiente, llenas de pequeñas compras, sobre todo panes, que se perfilaban a través del delgado material. Los sábados y los días festivos en que el tiempo acompañaba y las ventanas estaban abiertas, la cantinela de las oraciones para bendecir la mesa se derramaba hacia la calle. Tintineos de vajilla, voces infantiles, grupitos de ortodoxos yendo y viniendo entre la sinagoga y su hogar. Al atardecer, los hombres se agrupaban a la luz de las farolas, riendo con caras relajadas al término de un día de fiesta.
De vuelta en mi piso, me asomaba al mirador de la habitación frontal y observaba cómo anochecía. Las tiendas de la acera opuesta estaban muy iluminadas; en la de Katz, un ultramarinos, se preparaban cajas hasta bien entrada la noche, pedidos de diligentes amas de casa: uvas, plátanos, galletas, limonadas de colores. Una vez a la semana, el hombre recibía el suministro de aquellas limonadas, botellas de plástico naranja, rosa y amarillo; colocadas sobre palés, salían del camión para que el ayudante los llevara al hombro a la trastienda.
Contiguo al establecimiento de Katz, había un café con billar. Estaba abierto hasta el amanecer y a su macilenta luz se distinguían hombres, siempre negros, que, entre humaredas de tabaco y encorvando el torso, rodeaban a paso lento una mesa de billar o, inclinándose aún más, muy concentrados, se apoyaban en ella. Frente al café paraban grandes berlinas; había un trasiego de hombres acompañados por mujeres guapas de llamativos atuendos. Solía haber reyertas; en una ocasión se oyó un disparo: llegó la policía, seguida de una ambulancia, y el parpadeo de la luz azul de la sirena inundó mi cuarto.
Tras varios años, me había separado de la vida que había llevado en la ciudad a la manera como se recorta un trozo de una foto de un grupo o de un paisaje. Desconcertada ante el daño ocasionado a la imagen y sin certeza alguna acerca de adonde iría a parar aquel fragmento cercenado, vivía de forma provisional. Lo hacía en un lugar donde no conocía a ningún vecino, donde los nombres de las calles, las caras y los olores no me decían nada, en un piso con mobiliario barato en el que quería depositar mi vida de un modo transitorio. Los muebles y las cajas permanecían desordenados, y como relegados al olvido, en las frías salas, indecisos como yo, sin saber si cierto orden haría que la casa fuera más acogedora. Los objetos y yo habíamos abandonado la casa vieja a primera hora de una mañana azul, con la luna de agosto luciendo todavía en un cielo de finales de verano velado por una neblina clara, y ahora nos hallábamos en el este londinense con la mirada vuelta hacia el invierno. Sin cansarnos, representábamos escenas de despedida que jamás tuvieron lugar. En mi imaginación, las manos y mejillas se rozaban con infinita lentitud, y de las comisuras de los ojos brotaban lágrimas. El labio inferior de cada libro, cuadro o mueble temblaba sin cesar; en todos los rincones, nuestras oprimidas gargantas emitían sollozos entrecortados; prolongábamos un adiós convertido en cicatriz antes de materializarse; cada segundo nos parecía un día y hasta el menor movimiento lo hacíamos a fuerza de un enorme esfuerzo, presos de una inefable pesadez, como entumecidos a causa de una helada intensa.
Cuando dormía, soñaba con personas muertas: mi padre, mis abuelos, gente conocida. En un cubículo situado varios escalones sobre el nivel del piso y de una longitud apenas suficiente como para estirarme en el suelo y dormir, me pasaba las horas tratando de memorizar cada detalle que veía en el patio, el jardín y el pequeño segmento de la calle, delimitado por dos casas. Y aprendí qué era la luz. Desde agosto hasta abril, leí lo que el gran arce escribía en la pared de ladrillo, horadada por una sola ventana, del edificio que había al final del jardín. El verano declinó, pasó el otoño, pasó el invierno, llegó la primavera. Con el viento del oeste, las sombras de las hojas garabateaban figuras en dirección a la parada del ferrocarril, donde un tren se detenía cada cuarto de hora en las profundas vías, a unos metros por debajo del jardín. Con un esporádico viento del norte, la última hojarasca era un llamear inquieto en la pared, bañada en una luz afilada; al mediodía, la sombra de la copa del árbol se dibujaba en el muro con la nitidez del mapa de una ciudad extraña. El invierno, después de un otoño tempestuoso, fue de una calma insólita; a la luz esmerilada y uniforme, el pelado árbol se proyectaba sobre la pared como una sombra chinesca que sólo podía adivinarse, escribiéndome mensajes difíciles de descifrar y como llegados de muy lejos, pero que, a causa de la quieta justicia que aquella luz deparaba a todos los objetos huérfanos de sombra, no resultaban tristes.
Por las noches me quedaba despierta, atenta a los nuevos ruidos de la zona. En la parada de ferrocarril, los trenes se detenían dando largos gemidos y suspiros. Con el tiempo aprendí que los gemidos pertenecían a los trenes procedentes del centro urbano, que, poco antes de la estación, emergían de un túnel y efectuaban su parada como cogidos por sorpresa por la cercanía del andén, en tanto que los convoyes salidos de los suburbios con destino al centro suspiraban y rechinaban quedamente. En la estrecha senda que mediaba entre el jardín y el terraplén que descendía hacia las vías y los andenes, merodeaba alguien con unas muletas que chirriaban como unos muelles viejos. Aquel hombre a veces cantaba en una voz baja y grave, y a la luz de la farola su cabeza se recortaba sobre la cerca. Mientras hacía negocios con los clientes, que iban y venían, el viento acarreaba los jirones de sus diálogos. A veces tenía que salir huyendo, y sus ágiles muletas se alejaban produciendo un jadeo metálico en medio de una nube de sordas pisadas producidas por quienes lo acompañaban en su fuga.
En lo alto del plano tejado de un edificio anexo se apareaban los zorros. Emitían sonidos exacerbados y bajo sus patas, convulsas y piafantes, los guijarros salían disparados en todas direcciones y golpeaban contra el cristal del cubículo. En una ocasión me asomé a la ventana y, a la luz de la farola, vi que los zorros me miraban sin moverse. Desde entonces me imaginé al hombre de las muletas con cara vulpina.
Mataba los días paseando por la zona y comencé a tomarle el gusto a cruzarme con los pálidos niños jasídicos que veía ir a la escuela o hacer compras en las resguardadas islas de los ortodoxos. Me acordé de la niña que, años atrás, a menudo se cruzaba en mi camino por la tarde en West End Lane; de su torcida falda azul oscuro, que le llegaba hasta las pantorrillas; de sus gafas, de cristal grueso; de su fino pelo. Andaba siempre sola y, pese a su mirada, miope y miedosa, caminaba entre la multitud con tal determinación que los transeúntes se apartaban para abrirle el paso. Allí los niños eran de piel blanca, caminaban en grupos, desconfiaban de los extraños y vivían celosamente absortos en su propio mundo; lo pasarían bien, tan aislados como estaban de cuanto ocurría fuera de sus calles. Al poco de haberme mudado a la zona, me encontré con Springfield Park. Era un día encapotado y había escasos viandantes. Entre los huecos practicados en los setos para alojar los bancos, desde los que se disfrutaba del bello paisaje, paseaba un reducido grupo de mujeres africanas con abigarradas ropas. Parecían estar en busca de algo, se hablaban a gritos, mirando a uno y otro lado, o bajando la vista al suelo como para encontrar el rastro de un camino que las había llevado a aquel parque antes de desaparecer. Unas cornejas levantaron el vuelo; sus aleteos hicieron vibrar el aire; tras describir medio círculo sobre el césped se posaron en un lugar distinto y se quedaron mirando hacia los rosales, hacia las africanas, hacia mí.
En aquella cima apenas perceptible, donde el cuidado césped, con sus macizos de flores y un estanque detrás del acceso al parque, descendía de forma asilvestrada hacia el valle, la ciudad alcanzaba uno de sus confines. Al pie de la pendiente, árboles, el angosto río, y, al otro lado, un cañaveral, marismas, pastos, sauces. Las torres eléctricas, gigantes en filigrana, con las piernas separadas y la cabeza puntiaguda, como petrificados en su avance rumbo a la ciudad. Hacia el norte, las superficies celestes de los embalses.
A lo lejos, más allá de las marismas, volvía a haber casas, pero aquélla parecía una tierra distinta. Los arriates de rosas, los árboles raros importados de países exóticos, la estructura de cristal del aletargado café, los setos podados en torno a los bancos, todo ello afirmaba su urbanidad frente al terreno extendido al pie de la ladera, unas tierras llanas en las que por todas partes afloraba el agua y que se confundían ya con el estuario del Támesis.
El río Lea, que allí separa la urbe del vacío, no es de largo recorrido. Nace en las suaves colinas del noroeste de Londres, atraviesa un paisaje de mansa placidez hasta alcanzar los desflecados confines del extrarradio, hiende el interminable cinturón de suburbios, abraza los límites del agitado, artero y nada apacible Londres antiguo y, por último, al sudeste, a ocho millas de Springfield Park, entronca con un Támesis que se apresta a desembocar en el mar. Es uno de esos diligentes afluentes del norte y el oeste que depositan su grava y su arena en la parte baja de la ciudad. Camino del Támesis, bordea en repetidas ocasiones la metrópoli y sus historias marginadas, se divide en brazos minúsculos que se extienden hacia los prados y las pantanosas espesuras, se oculta bajo otros nombres a lo largo de una o dos millas, y, finalmente, al cabo de vacilantes meandros, ramificándose en un delta lodoso, entre las fábricas y las autopistas del Leamouth, no tiene más remedio que verterse en el Támesis, un poco por encima de las barreras antirriadas, que sobresalen del agua como animales, y de la gran azucarera que para los navegantes fluviales marca la entrada a la ciudad.
El Lea es un río pequeño poblado de cisnes. Impasibles y de quieta blancura, se deslizaban a través de la luz declinante, manifestando una levísima hostilidad por cualquiera que los observara. Pero aquel otoño también vi que algunos se afanaban por recobrar su estado salvaje. Se perseguían unos a otros en el agua lanzando graznidos de un hastío impotente cuando se elevaban unos metros al aire, adelantando el cuello y mostrando el plumaje, crespo y mugriento, bajo las alas desplegadas, las cabezas rígidas por el placer que les inspiraba la aventura. Al poco, volvían a flotar en el río, todos ellos propiedad de la casa real y codiciados por gitanos errantes que, según se decía, eran aficionados a su carne, sustanciosa y algo amarga.
Una vez que hube descubierto el parque y las marismas, mis caminatas me llevaron a aquella zona casi todos los días. Me dirigía corriente abajo, siempre un poco más lejos, aferrándome a la orilla del río como si fuera la cuerda de la que sujetarse cuando se cruza una estrecha pasarela sobre el vacío. La corriente transportaba el cielo, los árboles de las márgenes, las flores resecas y como espigadas de las plantas acuáticas, los negros ringorrangos de las aves en las nubes. Entre la vacía tierra de la orilla oriental y las fábricas y urbanizaciones de la ribera opuesta, reencontraba retazos de mi infancia, otras partes separadas a tijeretazos de las fotos de grupo o de paisaje que, para mi sorpresa, se habían instalado en la zona. Las encontraba entre los sauces bajo el alto cielo; en esas miserables barriadas que, por el lado de la ciudad, se reflejaban en el agua; junto a la rala manada de vacas de un prado; en las siluetas de viejos edificios de ladrillo –fábricas, oficinas, antiguos depósitos– que se recortaban contra el firmamento del ocaso, rara vez teñido de rojo naranja; a lo largo del elevado terraplén del ferrocarril, sobre el cual los trenes desaparecían como extraviados en la distancia con el traqueteo de una época pasada, así como en las pandillas de niños vagabundos que encendían hogueras, tiraban a las llamas objetos hallados al azar, se peleaban muy cerca del fuego y no hacían caso cuando sus madres, entre las cuerdas de tender y con la ropa revoloteando, los buscaban con la mano a modo de visera y gritaban sus nombres.
Veía al rey a la vuelta de mis caminatas. En cuanto dejaba atrás el río y subía por la ladera, se me aparecía como un centinela en lo alto de aquel verdeante altiplano con el césped o recortándose sobre unos oscuros arbustos junto a la entrada. Sin querer o sin ser consciente de ello y, seguramente, sin siquiera reparar en mi presencia, el rey señalaba para mí, al volver de mis paseos a la vera del río, la linde entre la ciudad y un paisaje entregado a asilvestramientos de todo tipo.
No me encontraba al rey en ningún otro lugar y me costaba imaginarlo en uno de los pisos del oscuro bloque de ladrillo ubicado enfrente de la entrada del parque, o en una de las modernas casitas adosadas de apariencia provisional que flanqueaban el corto camino que mediaba entre el parque y la ruidosa calle que yo tenía que atravesar. Me producía alivio no verlo salir nunca de uno de los sombríos pasillos entre los viejos bloques residenciales, no verlo nunca atravesando el cono de luz mortecina que despedía la bombilla en lo alto de las puertas de las casitas.
2
HORSE SHOE POINT
Al pie de Springfield Park, había una pequeña colonia de casas barco en el río Lea. Cercadas de cisnes, las embarcaciones parecían haberse fundido con el lodo y los juncos hacía décadas; trabadas sus anclas con las raíces de las matas ribereñas, se les habían quitado las ganas de deslizarse por el agua. Mientras el clima lo permitía, sus ocupantes se sentaban en la cubierta por la noche, desde donde llegaban los ruidos de platos y cacharros. Los gatos arqueaban el lomo entre macetas de geranios. Un escenario entregado al sedentarismo y la inmovilidad, como una provisional despedida de la metrópoli. Al otro lado del río, había una arboleda de alisos, un lugar medio salvaje donde los días de frío se reconcentraba la niebla, un bosquecillo que aspiraba a reinar en el dominio encantado del Rey de los Alisos¹, pero unos trabajadores de parques y jardines, inexpertos en materia de terrenos agrestes, habían llevado a cabo sucesivas talas. Allí, entre el alisal y las marismas, se había intentado coger desprevenido al paisaje para habilitar un área de pícnic, pero por lo visto los responsables cambiaron de idea. Ahora, un banco y una mesa, dispuestos sobre un triángulo de hierba en un suelo plano y bordeados por montículos invadidos de maleza, contrastaban enormemente con aquel agreste terreno. Los alisos derribados yacían en el suelo; el claro era producto de una tala sin sentido que había vuelto a poblarse de renuevos. A pesar de la celidonia, del verde silvestre de las anémonas y de las violetas que rodeaban los troncos abandonados, aquél seguía siendo un escenario mutilado que, en un primer momento, me despertó una angustia similar a la de las pequeñas brechas abiertas en el bosque de mi infancia, donde los tocones de los árboles talados emergían rojizos entre los matorrales rastreros, asientos lisos que llevaban inscrita la ausencia de reuniones, y que mi abuelo solía comentar en tono premonitorio con un «¡Quieta, que ahí están sentados los invisibles!».
Era un territorio reducido, apto para incursiones cortas pero no para caminatas extensas. Arboleda adentro, el suelo era cenagoso, y, cuando la lluvia se prolongaba varios días, se formaban charcas. Nadie se aventuraba por allí, y, pese a los hachazos que le habían infligido, el bosquecillo resistía; es más, las arremetidas que había sufrido lo habían hecho intransitable, visible a la legua para cualquiera, de manera que los paseantes lo evitaban y enfilaban caminos que, apenas esbozados por algunos mojones, se internaban en las marismas y morían en ellas. Los sábados por la tarde, las parejas de jóvenes jasídicos daban un paseo por aquellas veredas, además de indolentes paseadores de perros que trotaban por las allanadas sendas con terriers de respiración entrecortada y se daban media vuelta cuando la pista de grava se perdía en la hierba.
Localicé el bosquecillo en un mapa, en el que figuraba con el nombre de Horse Shoe Point. Casi una península, un saliente de las marismas que imponía una curva al río, un suave recodo en el que se recostaba aquella porción de tierra de secretos. Visitaba a diario la arboleda de los alisos. El verano viraba hacia el otoño; me sentaba sobre los tocones y pasaba la mano por su corteza, por los costrosos surcos entre una lisura húmeda. Oía el trinar de los zarapitos reales, los avetoros y las avefrías, sonidos melancólicos de gargantas jubilosas, y veía a mi abuela asomada a la ventana emitiendo esos trinos, convencida de que los pájaros se dejaban engañar, que ella, con la tristeza de su corazón, podía imitar aquellos tonos salidos de unas gargantas indiferentes y ajenas por completo a lo descorazonador que resultaba su canto. Así es como la naturaleza entra en nuestras vidas: tocando con su impasible latido el desasosiego que hay en toda tristeza. Bajo un sol pálido y a la luz blanquecina sin sombras de aquellos pagos en aquella estación del año, me dedicaba a rastrear huellas comenzando invariablemente por la arboleda de los alisos. El bosquecillo palustre, en parte mutilado, con las flores de mi infancia y las aves silvestres, que, a escondidas, convocaban los recuerdos con su canto y sus reclamos, se transformó en el punto de partida en mi camino río abajo, yendo por el cual, durante los meses de la despedida, adquirí la costumbre de ponerle mis propios nombres a una ciudad cuyo topónimo a duras penas aprendí a deletrear al cabo de los años. Nombres que sólo el caminar y la observación pudieron sacar de la red de regueros de la memoria, del aluvión de imágenes y sonoridades sedimentadas, del tejido de palabras enmarañadas.
Un día, sentada en el tocón de un aliso, me acordé de una vieja cámara fotográfica. Aquel día abrí por vez primera las cajas en el piso al que me había mudado, una docena larga de cajas, hasta que di con el aparato. Probé las sencillas operaciones de antes: insertar los carretes de instantáneas, cerrar el dorso, dar un tirón preciso y seco para extraer las fotos. Contar los segundos durante el revelado, despegar la película protectora.
En la arboleda de alisos comencé a fotografiar todo lo que me encontraba en el valle del río Lea, cosas incongruentes con los años que había pasado en Londres. Imágenes que quería conservar, cosas fortuitas que surgían o entraban de improviso en mi campo visual. ¿Era un milagro o una casualidad lo que descubría en las fotografías? La carcasa negra de la cámara era tan ligera que apenas podía suponérsele una óptica en el interior, y su mecanismo resultaba tan primitivo que el aparato parecía una réplica tosca, una engañifa de feria o un juguete para niños impacientes que se conforman con un «como si», con un algo que pueden tener un rato en la mano para ensayar gestos de adultos. Cada vez que accionaba el disparador, me resultaba un truco fallido; no obstante, sacaba de la máquina la fotografía, expuesta y todavía con la película protectora, y, en función del tiempo atmosférico, la sostenía en la mano unos segundos o la guardaba en el bolsillo interior de la chaqueta si hacía frío. Y siempre me sobrevenía el mismo asombro al constatar el proceso que se había desarrollado entre mi ojo, la lente, la incidencia lumínica y los productos químicos reaccionando a la luz y el aire. Cada vez pensaba que el secreto de aquella caja sintética, no particularmente vistosa, podía consistir en que las imágenes que captaba tenían que ver más con el sujeto vidente que con el objeto visto. Una vez separada la película protectora, aparecía sobre la foto, en blanco y negro con sus innumerables tonalidades grises, una memoria de la cual ni siquiera tenía conciencia. Eran imágenes de algo que se ocultaba detrás de las cosas que yo había enfocado con el objetivo y que el disparador, por un instante imperceptible, debió de haber aislado. Las imágenes pertenecían a un pasado del que no estaba segura que fuera el mío; tocaban algo cuyo nombre acaso había perdido o quizá nunca había conocido. Existía algo naturalmente familiar en aquellos paisajes que, exceptuando a algún paseante fortuito, estaban vacíos y me hacían señas desde esa distancia que la fotografía orla de blanco, susurrando: «¿Te acuerdas? Pues claro que te acuerdas». Y, justo al lado, aquel mundo en negativo, nocturno, extraño, que trastocaba mi percepción del aquí y el allá, de la derecha y la izquierda.
A veces, cuando hacía frío, olvidaba la fotografía que me había metido en el bolsillo de la chaqueta para revelarla después y sólo me acordaba de ella en el camino de vuelta. Entonces la película protectora se despegaba con dificultad de la imagen, se llevaba partes de la superficie y el paisaje fotografiado quedaba como mutilado; en medio del escenario de grises y perfiles no del todo nítidos de una reminiscencia ahora hecha trizas, se abría una brecha por la que penetraba un mundo informe hecho de capas de colores mate que dejaba al descubierto una superficie en blanco y negro semejante al fino camuflaje de una policromía que ya no asociaba con recuerdo alguno. Aquellas estampas fragmentarias me asustaban en ocasiones, como si constituyeran el testimonio de una acción violenta. No tenían nada que ver con mis caminatas por las anónimas orillas del río Lea; aun así, las contemplaba una y otra vez, como si esa revelación del proceso generador de la imagen, basado en la descomposición, encerrara un indicio de la secreta relación entre la toma de la foto y la memoria. Pero sobre los muebles y las cajas de la mudanza sólo colocaba las fotografías intactas y las miraba tantas veces y tan largamente que hasta acababan por componer una historia.
Los días siempre seguían la misma dirección: río abajo y de vuelta. De mis caminatas traía conmigo fotos y pequeños hallazgos: plumas, piedras, cápsulas de flores marchitas. El paisaje del río iba invadiendo mi piso, algo que ni el tendero Katz ni los jugadores negros de billar habrían sospechado si hubieran echado una mirada casual a través de mi ventana. El propio río, posiblemente, se habría asombrado.
3
RIN
¿Qué recordaba yo de los ríos, viviendo como vivía en una isla en la que todo pensamiento desembocaba en el mar, donde los ríos no parecían hondos y eran bonitos, y sólo se hacían notar cuando, al vaciarse en el océano, desplegaban sus sinuosos brazos o hendían profundamente la tierra? A ratos soñaba con ríos que había conocido, ríos que surcaban las llanuras y atravesaban ciudades, ríos cuya bravura frenaban los diques o cuyos meandros discurrían en paisajes inundados de luz. Me acordaba de los puentes y los ferris, de búsquedas interminables en terrenos desconocidos para encontrar la manera de cruzar un río extraño. Mi infancia se situaba a orillas de un río que se me aparecía en sueños inducidos por la fiebre.
El río de mi niñez era el Rin. El eco de las gabarras reverberaba en las bajas laderas del bosque y las viñas del margen septentrional de la cadena montañosa de la Siebengebirge. Cuando el