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Payaso
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Libro electrónico167 páginas2 horas

Payaso

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Miki es un actor disfrazado de payaso que huye de la policía en un centro comercial. Acumula castings fallidos y fracasos amorosos, mientras malvive en una diminuta buhardilla. Lo que nadie sabe es que Miki esconde en su nevera un terrible secreto que podría acabar con sus planes de éxito. Para librarse de él, acude a su amiga Loreto, una excéntrica artista del croché con el pelo verde, y a la Butcher, una carnicera gaditana de temperamento explosivo y afilado sentido del humor. Juntos se embarcarán en un caótico plan, lleno de persecuciones y malentendidos, donde este trío disfuncional intentará encontrar la manera de salir indemne de una situación que, cuanto más intentan arreglar, más absurda se vuelve.
Payaso es un thriller con tintes de comedia negra que trata temas como la obsesión por el éxito, el desamor, la conciencia de clase o el valor de la amistad. En esta novela, la desesperación y el humor más ácido se entrelazan enuna historia tan delirante como divertida, protagonizada por unos personajes únicos e impredecibles.
IdiomaEspañol
EditorialDos Bigotes
Fecha de lanzamiento18 nov 2024
ISBN9788412862270
Payaso

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    Payaso - Luis Maura

    1

    Soy un actor disfrazado de payaso huyendo de la policía. Soy un payaso atado a un montón de globos de helio, corriendo por un centro comercial. Huyo para que no me vean, para pasar desapercibido. Disfrazado de payaso. Atado a un puñado de globos de Frozen y Peppa Pig, entre otros. Me sujeto la peluca con una mano y, con la otra, me coloco bien la mochila. Corro lo más rápido que puedo, esquivando carritos de bebé y saltando bancos mientras, de fondo, suena una canción de La Oreja de Van Gogh. La gente piensa que forma parte del espectáculo, pero no se dan cuenta de que el único show que están presenciando es el de mi ridícula vida. Tengo treinta y tres años y llevo un traje de raso holgado en pleno mes de julio. Un traje de rayas de colores. De raso. Es vergonzoso. Se me derrite el maquillaje por el sudor y mi rostro da auténtico miedo. Lo veo en los ojos de los niños. Noto espanto en su mirada. Se apartan a mi paso asustados, como si fuera el payaso de It.

    Nunca debí aceptar este trabajo. Desde que firmé el contrato con Gloria Stars, solo me ofrece curros que tienen muy poco que ver con la profesión de actor. He hecho de todo: animaciones infantiles, cámara oculta para televisión, monólogos mal pagados en centros culturales, escape rooms, concursos, karaokes de empresa…, pero esto ya es el colmo. Repartir globos en un centro comercial disfrazado de payaso no se parece en nada a Chéjov, que digamos. Está en las antípodas de Lorca. Debí negarme desde un principio, y más con la que tengo encima.

    Tropiezo por culpa de los zapatones gigantes y se me escapan los globos. Intento cogerlos. Salto para atraparlos, pero se elevan hacia el techo a una velocidad absurda. Todo el mundo mira arriba y suelta un «Oooohhh». Me acuerdo del sacerdote brasileño que quiso batir un récord Guinness viajando en una silla atada a mil globos de helio. Ojalá ser ese cura y desaparecer para siempre de la faz de la tierra.

    Aprovecho la confusión para esconderme en el pasillo que lleva a los baños. Me apoyo en la pared e intento recobrar el aliento. Nunca debí borrarme del gimnasio. Lo único que hacía era ir a clase de yoga y pedalear un rato en la elíptica, pero al menos ese ejercicio me habría ayudado a estar en forma. Uno no sabe cuándo le va a tocar correr. Detrás de un autobús, delante de la policía… Hay que estar preparado para todo.

    Me quito la peluca y me asomo con sigilo para ver si los agentes me han seguido. Parece que les he dado esquinazo. Me adentro un par de metros y me apresuro hacia el baño. En ese momento sale un señor con bigote que, sin soltar el picaporte, me juzga con la mirada.

    «Bastante tengo con lo que tengo, caballero. Hágase a un lado y déjeme vivir», pienso, pero no digo nada.

    Cuando voy a entrar, en vez de sujetarme la puerta, se aparta de un salto, como si ser payaso fuera algo contagioso.

    Por suerte en el interior no hay nadie. Mi imagen proyectada en el espejo es patética. Llevo unos tirantes irrisorios y un tul alrededor del cuello. Me lo quito todo y me lavo la cara a dos manos con saña, dejando escapar gemidos nerviosos. Esparzo el jabón del dispensador sobre mis mejillas y las froto mientras trato de borrar de mi mente las imágenes del último día: Bosco trajeado atusándose el flequillo pelirrojo después de meterse una raya. Chema manoseándome en el baño mientras hago pis. Bosco y Chema besándome el cuello, mordiéndome la oreja. Chema frotando su cuerpo contra el mío. La barba roja de Bosco, sus labios carnosos. Las gotas de sudor aferradas al vello del pecho. La carne de gallina, rosa y desnuda. La nariz perfecta, el perfil griego. La polla dura en el fondo de la garganta y la imposibilidad de respirar.

    El ruido incesante del frigorífico de mi buhardilla.

    Oigo hablar a alguien en el pasillo y corro a ocultarme en una de las cabinas. Creo que me va a dar una taquicardia. Me quedo inmóvil, muy callado, sin respirar siquiera. La puerta se abre y me quiero morir. Se oyen unos pasos, un grifo que se abre y el agua que salpica contra la porcelana. Nadie habla. De nuevo, los pasos. Alguien se ha parado frente a la puerta de mi cubículo. ¿Será uno de los agentes? Estoy cagado de miedo. Me sorprende tener el humor suficiente para pensar: «¿Qué mejor lugar que este?». Vuelvo a oír unos pies que caminan y, de repente, una puerta que se abre.

    Estoy solo otra vez.

    Suelto de golpe todo el aire que había estado reteniendo y comienzo a respirar de manera rápida y entrecortada, como un perro al que hace mucho que no sacan a correr al parque. Aprovecho que no hay nadie para recuperar de la mochila mi ropa de persona normal. Me falta espacio para cambiarme. Me falta oxígeno en los pulmones. Me falta valor para abrir la puerta y salir.

    Ya vestido de calle, con un pantalón corto y una camiseta de Los pájaros, saco el móvil para llamar a Loreto, mi mejor amiga.

    –La policía está en el centro comercial. ¡Vienen a por mí!

    –No digas tonterías. ¿Cómo van a ir a por ti?

    –Lo saben, Loreto. ¡Lo saben!

    –Es imposible, Miki. La policía no es tan rápida, estamos en España.

    –Necesito tu ayuda.

    –Es que me pillas haciendo croché.

    –¡Loreto!

    Sé que está intentando darme largas y no la culpo, la situación es bastante peliaguda. Entonces me acuerdo de nuestra cadena de favores. Hace años que no la usamos, pero es el momento perfecto para reactivarla. Una vez, de adolescentes, nos prometimos que siempre estaríamos dispuestos a ayudarnos, sin tener que dar explicaciones. Bastaba que uno lo pidiese para que el otro le echara una mano. El favor podía consistir en hacerle los deberes al otro, ayudar con las tareas domésticas, pedirle salir a alguien en nombre de la otra persona o, ya más de adultos, pasear al perro, ayudar con una mudanza o incluso tramitarle el borrador de la declaración de la Renta. Para sellar nuestro compromiso y evitar que alguno se negase a llevarlo a cabo, elegimos una palabra que obligaba a cumplir sin rechistar los deseos del que la pronunciaba, una especie de comodín que ha ido pasando de sus manos a las mías, y viceversa, durante todos los años que llevamos siendo amigos.

    MacGuffin –pronuncio masticando cada sílaba, sin pestañear.

    Loreto y yo hemos crecido viendo juntos películas de terror y los dos somos fans de Hitchcock. MacGuffin es como el maestro del suspense llamaba al elemento que hace que los personajes avancen en la trama, pero que luego resulta ser irrelevante, como cuando, en Psicosis, el personaje de Janet Leigh huye con dinero robado y decide hospedarse en el motel Bates, que es, en realidad, donde empieza la mandanga. El robo solo es una excusa para llevar hasta allí al espectador.

    Siempre nos ha hecho mucha gracia esa palabra, como si fuera el nombre de una hamburguesa con la cara de Goofy, el perro antropomórfico amigo de Mickey Mouse.

    –No me puedo creer que quieras usar el MacGuffin para esto.

    –¿Y para qué quieres que lo use si no?

    Silencio.

    Abro la puerta con cautela para ver si los policías merodean los baños, pero, por suerte, el pasillo sigue vacío.

    –¿Vas a ayudarme entonces?

    Loreto suspira y, tras un par de segundos, que parecen minutos, dice:

    –Vaaale… Nos vemos en tu barrio dentro de una hora.

    –Eso si no me detienen, claro.

    –No seas paranoico. Es imposible que te estén siguiendo.

    –Loreto, he matado a un hombre.

    2

    Otra vez llego al casting creyendo que voy a ser el primero y, nada más entrar, me doy cuenta de que me va a tocar esperar más de una hora. Y eso que he venido con tiempo. Me apunto en el listado. Soy el número dieciocho. Mientras me siento en la única silla libre, pienso que esos son los años que tenía cuando decidí ser actor. ¿Me imaginaba esto? Salas de casting abarrotadas y sin aire acondicionado. Rellenar el mismo formulario una y otra vez. Ser un número, una oveja más que espera su turno para ser esquilada. Desear con todas tus fuerzas que te seleccionen para hacer un anuncio de salchichas porque, de lo contrario, te las vas a ver putas para pagar el alquiler. No, definitivamente no era esto con lo que soñaba.

    Maldigo a Shakespeare mientras me lleno un vaso de agua de la máquina. Cuando me doy la vuelta, me han quitado el sitio. Respiro profundamente mientras me debato entre reclamar mi silla o dejarlo estar. Opto por lo segundo. Al apoyarme en la pared noto que tengo la espalda empapada en sudor. El pelo me chorrea como si acabara de correr una maratón. Voy a estar guapísimo para el casting. Precioso. Seguro que me cogen.

    Me he olvidado en casa el libro que estoy leyendo (Extraños en un tren, de Patricia Highsmith) y mi móvil se ha quedado sin batería, así que no tengo nada mejor que hacer que entretenerme mirando las caras de anuncio de mis compañeros. Algunas me suenan de la tele o de obras de microteatro. Otras, de Tinder. Hay tíos muy guapos. Tíos guapos estándar, carne de publicidad. Qué pena no saber ligar, porque hay más de uno con el que me iría de aquí sin mirar atrás. Pero no digo nada. Tengo la mala costumbre de creer que todo el mundo es más guapo, tiene más talento y más suerte que yo.

    «Me quiero largar de aquí. No sé por qué he venido. No me lo van a dar».

    Si mi madre oyera estos pensamientos, me echaría una buena bronca. Ella siempre intentó ayudarme a construir una autoestima sólida, tirando de libros de autoayuda para lograrlo. Parece que ha servido de poco. Yo la llamo la Oscar Wilde, porque tiene una cita para cada ocasión. Por eso y porque los dos tienen pelazo. Si estuviera aquí, me diría algo como: «Abandonar es perder la batalla antes de librarla». Así que decido quedarme y esperar mi turno, aunque solo sea por ella.

    De tanto en tanto llega algún chico nuevo con camisa planchada y olor a perfume. ¿Te imaginas? Una camisa planchada. ¿Qué tacto tendrá eso? Para llegar aquí desde el metro hay que dar un buen paseo…, ¿por qué no se le ha arrugado por el camino? ¿Esta gente no suda? ¿Por qué están impolutos? ¿Por qué todos parecen sacados de un anuncio? Me cabrea mucho.

    «Aunque la mona se vista de seda, mona se queda». Gracias, mamá.

    «No es oro todo lo que reluce». Gracias, he dicho.

    Por fin llega mi turno y entro en un mundo paralelo, un universo blanco con aire acondicionado. Me sitúo sobre la marca en el suelo frente a la cámara. Digo mi nombre y el de mi agencia y muestro las palmas de mis manos. No sé muy bien para qué. Luego, el dorso. Perfil izquierdo, sonrío a cámara. Perfil derecho, me pongo algo más serio. Doy una vuelta sobre mi propio eje, procurando no tropezar, porque sería bastante ridículo y, además, quedaría grabado. Interpreto el acting que me piden: sonreírle a mi hijo imaginario, que está sentado a mi lado, y cantarle una canción divertida mientras le hago el avión para que se coma la merienda. El niño está merendando salchichas. Salchichas a las cinco de la tarde. Mi hijo tiene el colesterol alto y solo tiene ocho años. Quiero sacar de ahí a mi hijo imaginario. Creo que debería merendar fruta en lugar de salchichas, pero no digo nada. A mí tampoco me gusta la fruta.

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