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Hope: lucha por el futuro
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Hope: lucha por el futuro
Libro electrónico147 páginas1 hora

Hope: lucha por el futuro

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Información de este libro electrónico

Padre Valerio, de todas las tareas que el Papa podría asignarle, nunca habría imaginado buscar un libro misterioso cuyo contenido podría poner en peligro a toda la humanidad. En esta búsqueda tendrá que enfrentarse a las fuerzas del orden y a una soldadesca judía que también está decidida a desentrañar su misterio.

IdiomaEspañol
EditorialCrystal
Fecha de lanzamiento29 nov 2024
ISBN9798230696643
Hope: lucha por el futuro

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    Vista previa del libro

    Hope - Julian Desmond

    HOPE

    LUCHA POR EL FUTURO

    JULIÁN DESMOND

    Copyright ©2024 - Julian Desmond

    Todos los derechos reservados.

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro sin el consentimiento previo del autor.

    Resumen

    Capítulo 1

    Encontrar la conexión

    Capítulo 2

    Instrucciones

    Capítulo 3

    Crónica de una catástrofe anunciada

    Capítulo 4

    Un largo viaje

    Capítulo 5

    Profluvium

    Capítulo 6

    Compasión

    Capítulo 7

    Los secretos del ADN

    Capítulo 8

    Un nuevo horizonte

    Capítulo 9

    Nada es para siempre

    Capítulo 10

    El destino del planeta

    Capítulo XI

    Sirenas heroicas

    Capítulo 1

    Encontrar la conexión

    ––––––––

    Colorado, EE.UU.

    Hora local 21:06

    Setenta y seis... setenta y siete... setenta y ocho...

    En el interior de su habitación de hotel, el padre Valerio se afanaba en contar mentalmente cuántas flexiones le quedaban para completar la serie ochenta, la segunda del día. Antes había sido el turno de los abdominales, las sentadillas simples y las sentadillas con salto.

    ¡Ochenta!

    Se puso de rodillas y apretó los dientes. Su respiración agitada y las gotas de sudor que salpicaban el suelo indicaban que, también por aquel día, su agotadora sesión de entrenamiento había concluido. Se levantó, cogió la toalla que descansaba sobre la cama y se secó la frente. Luego sacó su albornoz blanco de la taquilla del hotel y abrió el grifo de la ducha, esperando a que el agua se calentara. Para cualquiera que lo observara en ese momento desde el edificio de enfrente, Fring habría parecido cualquier cosa menos un cura. Sólo con la ropa interior blanca puesta, lucía un cuerpo esculpido a la manera de un culturista. Las bandas musculares estaban muy marcadas, sobre todo las del pecho y los hombros. El porcentaje de masa grasa era inferior al diez por ciento y la retención de líquidos casi inexistente. Todo ello se debía al entrenamiento constante y a una dieta rica en proteínas. Era bastante raro que pasara un día sin comer carne, excepto los viernes y los días señalados por la doctrina católica. La cultura muscular era quizá una herencia de sus años pasados entre las bandas, al igual que los típicos tatuajes latinos con los que se cubría el cuerpo. Estos elementos, combinados con su imponente corpulencia, contribuían a darle un aura amenazadora que le granjeaba, a sus ojos, respeto y consideración. Esto también le resultó bastante útil durante sus años de detención. Antes de hacer sus votos, había reflexionado largamente sobre esta actitud suya. ¿Podía constituir un pecado a los ojos de Dios? ¿Podía parecer mera vanidad? ¿El cuerpo no era más que la envoltura terrenal del alma, la verdadera esencia del ser humano... era justo concederle toda esa importancia? Aquellas elucubraciones llegaron a una feliz conclusión: el cuerpo, como el alma, también era un don de Dios, y valorarlo le beneficiaría a él mismo, por no decir que le sería de gran ayuda para afrontar las pruebas con las que está tachonado el camino de todo embajador de la palabra de Dios.

    Salió de la ducha renovado y satisfecho.

    Quien azota el cuerpo, templa el espíritu.

    Por un momento había apartado de su mente las preocupaciones que le atormentaban. Se quitó la bata, se puso unos calzoncillos limpios y se sentó en el colchón, cogiendo su gran rosario de la mesilla de noche. Con los ojos cerrados, pasó los dedos por las cuentas de madera y comenzó el rezo litúrgico habitual antes de acostarse.

    Hacia la mitad de la secuencia de Ave, Pater y Gloria, recitada estrictamente en latín, sintió una vibración procedente del cajón superior de la mesilla de noche. La línea confidencial con el pontífice. Extraño, pensó, era la primera vez que recibía una llamada entrante.

    ¿Hola?, se aventuró a decir un poco vacilante.

    Valerio, tu tarea está completada. Puedes volver a tu misión.

    El padre Fring jadeó en la cama. ¿Qué? ¿Pero cómo, así, sin más?.

    El Equipo L se disuelve.

    ¿Disuelto? ¿Cómo que disuelto?, soltó el sacerdote. Su Santidad, la investigación acaba de llegar a un punto crítico... la cuestión de los Ángeles....

    Ya basta, respondió molesto el pontífice, cumplirás lo que te he ordenado. En unos días llegarán los fondos para construir la clínica, como acordamos. Buenas noches.

    Sin esperar más respuesta, interrumpió la llamada. Valerius permaneció unos segundos con el móvil en la mano, atónito. Nunca había oído al Papa hablar de forma tan grosera y perentoria y, sobre todo, sus dictados carecían de sentido. Justo cuando estaban saliendo a la luz detalles sorprendentes, que la investigación estaba dando un giro inesperado, todos los avances se reseteaban con la disolución del Equipo L. De la nada, ¿aquellos sucesos anómalos dejaban de ser preocupantes? Ilógico. ¿Qué estaba pasando en las altas esferas? La sensación de que se estaba produciendo un encubrimiento era cada vez más clara en la mente de Valerius. El pontífice, estaba seguro, sabía más de lo que decía.

    ...in omnia saecula saeculorum, amen.

    El padre Fring caminaba, sumido en sus oraciones, por el improvisado campo de fútbol de la misión. El sol brillaba con fuerza, pero la temperatura seguía siendo agradable, a diferencia del sofocante calor habitual.

    ¡Padre! ¡Atención!

    Valerius apenas tuvo tiempo de girarse en la dirección de la llamada: una sonora pelota le aterrizó justo en la frente, aturdiéndole por un momento. Se rozó la piel, sintiendo lo que parecía un rasguño... luego miró el cuero de la pelota todo deshilachado, y se dio cuenta de por qué.

    ¡Discúlpenos, padre!, gritaron los niños a coro. Valerius estudió con mirada severa aquella bandada de sonrisas blancas. La mayoría de ellos ni siquiera tenían zapatos y jugaban descalzos sobre el polvo y las piedras, vestidos con harapos multicolores. Barrigas vacías, vidas sin perspectivas, oportunidades de redimirse de una miseria casi inexistente, y sin embargo allí estaban, alegres y llenos de vida, persiguiendo el cadáver de una pelota.

    La boca del cura se abrió en una amplia sonrisa. ¡Dos en un equipo, yo en el otro! y así diciendo se lanzó a su vez al centro del campo, sacudiéndose el polvo de su sotana negra entre las risas de los niños.

    ¿A quién se lo paso?

    A punto de chutar el balón, levantó la vista para buscar a un niño desmarcado... y no encontró a nadie.

    Ninguna.

    Giró la cabeza a izquierda y derecha buscando señales de vida, pero no las encontró. Parecía como si todo el mundo se hubiera esfumado. Lo único que le hacía compañía era el viejo balón y una ligera brisa que apenas agitaba los andamios de hierro de la portería, que llevaba mucho tiempo sin red.

    ¡Padre Valerius!

    Una voz, detrás de él. Valerius se volvió y vio a un niño blanco, vestido al estilo occidental y con un corte de pelo algo retro.

    ¿Quién eres? ¿Dónde está todo el mundo?, preguntó con creciente ansiedad.

    Valerio, ahora sólo contamos nosotros dos. Tomaste una decisión importante hace mucho tiempo, y es hora de que completes el camino que empezaste.

    El sacerdote tomó aire. Dime quién eres...

    Se sentía envuelto en un extraño entumecimiento, las percepciones eran como escudadas por una fuerza intangible.

    Mi nombre es Sam. El mundo entero está en grave peligro, Valerius.

    Un viento repentino comenzó a azotar el aire, levantando nubes de polvo y oscureciendo el cielo. Valerius se llevó el brazo a la cara y entrecerró los ojos. Intentó correr hacia las viviendas, pero la ráfaga se hacía cada vez más fuerte, tanto que ralentizaba sus movimientos, hasta que literalmente se lo llevó el viento.

    Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró tumbado boca abajo, con la frente apoyada en un brazo. En su mente seguía teniendo la tremenda sensación de vacío bajo sus pies. Palpó un momento el suelo a su alrededor y notó que tenía una textura distinta a la habitual. Parecía estar compuesto de muchas piezas ásperas y desiguales, y hacía ruido con cada uno de sus movimientos. Se puso de rodillas sosteniendo uno de aquellos fragmentos en la mano y trató de concentrarse. Tenía delante de los ojos una especie de pátina que licuaba los contornos de los objetos. Se frotó los ojos con la otra mano y lo miró con más atención. La cosa que tenía en la mano tenía dos órbitas profundas, una central más pequeña y unos dientes.....

    ¿Un cráneo? Pero estos... ¡son huesos humanos!.

    Estaba horrorizado. Se levantó con la respiración entrecortada. A su alrededor una interminable extensión de tibias, cajas craneales, costillas, tan vasta que se perdía en el horizonte. Sus piernas se hundieron casi hasta las rodillas en aquel mar de muerte. Tenía miedo, un miedo que había experimentado muy pocas veces en toda su vida.

    ¡Qué está pasando! Qué coño es esto!, gritó, mientras fracasaba su intento de zafarse de la marea ósea. A cada paso acababa hundiéndose aún más con un oscuro chisporroteo. El aire olía a azufre y carne quemada. El cielo era de un color extravagante, una mezcla de púrpura, gris y negro, y cambiaba constantemente. No parecía haber nubes, ni podía distinguirse el Sol.

    Un triste destino aguarda a la humanidad.

    Una vez más, oyó la voz detrás de él. Ahora, sin embargo, tenía un sonido grave, adulto. Al girarse vio a un hombre, de piel diáfana y barba desaliñada, que vestía un pijama de hospital y un par de zapatillas. Había algo familiar en su rostro. Levitó medio metro por encima del océano de huesos. Valerius reconoció en él la versión adulta del niño que acababa de ver.

    ¿Es usted... por casualidad..., tartamudeó el sacerdote, un mensajero de Dios?. En ese instante, tuvo una tremenda percepción. La sensación

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